Nos dice Juan Perucho en su Botánica oculta o El falso Paracelso que el de las plantas mágicas «es un mundo fascinante, extraño y antirrealista. Con ellas podemos curar evidentemente un mal de piedra o una diarrea galopante, desahuciados ya por la ciencia; pero también podemos volar por los aires con La Veloz o cocinar divinamente con la ayuda y la práctica de un misterioso Ch’i».
Por esta vía tan heterodoxa, hablar sobre el áloe o aloe va mucho más allá de la farmacología o de los métodos de belleza. También adornan a esta planta los más profundos misterios de lugares que acaso ya no nos parezcan tan exóticos, pero que en otro tiempo alimentaron los ensueños del viajero.
Antes de iniciar la exploración etimológica que es de rigor en esta serie de artículos, aclaremos que existen dos variedades de áloe. Quedan ambas definidas cabalmente por la Real Academia Española en su Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua (Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1726). De acuerdo con dicha fuente, llamamos áloe al: «[…] árbol que se cría en varias partes de las Indias Orientales, y particularmente en la Conchinchina. Es muy semejante al olivo, aunque más corpulento; lleva el fruto parecido a las cerezas. Su tronco es de color oscuro y nudoso. Es muy fragante el olor que da su madera quemada, la cual es sumamente pesada, y de notable amargura, que iguala, o excede a la del acíbar, por cuya razón se llama Aloé, y más conocido en castellano por Linaloé. Los poetas suelen mudar el acento a esta voz, diciendo Alóe«.
Por otro lado, áloe «es también la planta que comúnmente se llama en castellano zábila, de que se saca el acíbar, que en griego se dice aloé,y por cuya razón los boticarios lo nombran así».
Pese al posible embrollo botánico, hay algo en ambas definiciones que nos conecta con el modernismo. Algo de ello se advierte cuando un hombre dotado para el detalle poético, Adolfo de Castro y Rossi, detalla en su Biblioteca Universal: Gran Diccionario de la Lengua Española (Madrid, Oficinas y establecimiento tipográfico del Semanario Pintoresco y de La Ilustración, 1852) cuáles son las particularidades de los dos tipos de áloe.
Del árbol dice que: «[…] crece en China. Es de la forma y tamaño de nuestros olivos. Su fruta es encarnada y de la hechura de la cereza. Su tronco de tres colores, y por tanto de tres distintas maderas. El tronco inmediato a la cáscara es negro, pesado y compacto. La madera que le sigue es atabacada en color, vetosa y ligera. La del medio es el palo de Tumbaga o calambuco que tiene un olor fuerte y agradable: sirve para perfumar los aposentos y vestidos, para engaste de joyas, para cordial en la perlesía y otras enfermedades».
Más sutil y fragante, el áloe de los boticarios es una planta que «crece en las dos Indias y en algunas partes de Europa como en Sierra Morena. Es muy gruesa y alta. Sus hojas son espesas, picantes y duras. De ellas se saca una especie de seda rojiza. Su fruta es un grano blanco en extremo ligero y casi redondo».
Para buscar una nueva pista a esta explicación, recurrimos a don Aniceto de Pagés, quien destaca el jugo resinoso y muy amargo del áloe en su Gran diccionario de la lengua castellana, autorizado con ejemplos de buenos escritores antiguos y modernos (Madrid, Sucesores de Rivanedeyra, 1902). Asimismo, a modo de autoridad, Pagés reproduce una frase de Miguel Mir: «Componíanse estas esencias de una mezcla de mirra, o sea goma muy fragante que destilaba un árbol de Arabia, y de áloe, planta olorosa común en Palestina».
Más preocupados por la etimología, Henry Yule y Arthur C. Burnell la tantean en su Hobson-Jobson. The Anglo-Indian Dictionary (1886; reeditado en 1996 por Wordsworth Editions Ltd. a partir de la versión de 1902). Bajo su punto de vista, el nombre de áloe es aplicado a dos substancias totalmente diferentes. Si hablamos de la droga preparada con el jugo del áloe, cabe pensar en una derivación de la palabra siria ‘elwai. En el caso de la madera del mismo árbol, sus vetas atesoran un vocablo indio matizado por el hebreo: ahalin, akhalim y ahalot, akhalot. Es fama que ni Hipócrates ni Teofrasto llegaron a mencionar sus virtudes. Con su genial perspicacia, tuvo que ser el sabio Dioscórides quien describiera dos variedades de esta planta, misteriosa y portadora de secretos perfumes.
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