Leer esta edición de La velada en Benicarló después de repasar el magnífico texto introductorio de Francisco Caudet es uno de esos ejercicios que recomendaría a cualquier español. No solo por la importancia cultural de la obra de Azaña, sino por la vía de análisis que esta facilita a la hora de comprender el cainismo hispánico y el modo en que se exteriorizó en los años treinta.
«Escribí este diálogo en Barcelona, dos semanas antes de la insurrección de mayo de 1937 ‒nos dice Azaña‒. Los cuatro días de asedio deparados por el suceso, me entretuve en dictar el texto definitivo, sacándolo de borrador. Lo publico (no ha podido ser antes) sin añadirle una sílaba. Si el curso ulterior de la historia corrobora o desmiente los puntos de vista declarados en el diálogo, importa poco. No es el fruto de un arrebato fatídico. No era un vaticinio. Es una demostración. Exhibe agrupadas, en formación polémica, algunas opiniones muy pregonadas durante la guerra española, y otras, difícilmente audibles en el estruendo de la batalla, pero existentes, y con profunda raíz. Sería trabajo inútil querer desenmascarar a los interlocutores, pensando encontrar, debajo de su máscara, rostros populares. Los personajes son inventados. Las opiniones, y, como se dice, el ‘estado de espíritu’ revelado por ellas, rigurosamente auténticos, todavía comparables, si valiese la pena».
Lo que Azaña llama «el drama español» va más allá de la furia fratricida y comprende infinidad de matices. En este diálogo que dio a conocer en 1939, editado al mismo tiempo en Francia y Argentina, el autor propone una situación ficticia ‒varios personajes intercambian argumentos y relatos personales‒, pero a través de ese intercambio dialéctico, Azaña manifiesta lo que ha sido de España y las razones de ese fracaso colectivo.
A medio camino entre Barcelona y Valencia, el albergue donde transcurre el diálogo se convierte en un escenario casi confesional. La derrota republicana es interpretada desde distintos ángulos, pero el tono general es de frustración. Aquí la melancolía es constante, al igual que el dolor por un fracaso que Azaña verifica con lucidez, como quien se asoma al borde del abismo y aprecia su hondura.
Si hablamos en términos políticos propiamente dichos, el grado de autocrítica no llega tan lejos como quizá hubiera sucedido si la obra hubiese sido escrita diez años después, pero la sinceridad del texto bastó para motivar reproches en parte el exilio español. Al fin y al cabo, la fragmentación del bando republicano durante la guerra se reprodujo también entre los exiliados.
En todo caso, pocas definiciones de las dos España son tan vívidas como la que propone el exministro Garcés, uno de los personajes de la obra: «Una frontera interior ‒dice‒, de sinuoso trazado, separa a unos españoles de otros más profundamente que no separan a la nación entera de los pueblos extraños las fronteras territoriales políticas. Si en virtud de tal separación, la llama emblemática del espíritu nacional es bífida, concluyo que la nación, por lo menos actualmente, no existe».
Quiera el destino que este diagnóstico no vuelva a concretarse nunca en nuestro país.
Sinopsis
La velada en Benicarló presenta, bajo la forma de un diálogo socrático, una profunda reflexión acerca de la guerra civil española, sus implicaciones éticas y sus raíces históricas y sociales. El texto fue redactado en plena contienda, durante la insurrección de mayo de 1937, y supone en la práctica una condensación del ideario ético-político de Manuel Azaña, que pone en boca de sus personajes algunas de las ideas y problemáticas que más le preocuparon como político e intelectual. Por todo ello, La velada constituye, además de un texto filosófico y literario, un documento histórico de primer orden, imprescindible para comprender las hondas divisiones que condujeron al colapso a la sociedad española.
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