El filme de Matt Brown La última sesión de Freud permite repensar con cierta claridad el asunto del biopic, es decir, de una ficción basada en datos documentales tomados del patrimonio biográfico de los personajes en juego. Y digo patrimonio biográfico porque, a su vez, no todas las biografías de una misma persona, más allá o más acá de su densidad documental, coinciden en sus resultados. Parece ser que un solo individuo, a tenor de sus diversas biografías, haya cursado varias vidas distintas. Finalmente, una biografía es un relato de vida y en esto coincide con cualquier novela. A su vez, lo documental nunca es ni unívoco ni exhaustivo, por lo cual abre cierto espacio –prudente pero no por ello menos abierto– al narrador, o sea al biógrafo, al imaginativo biógrafo.
La película de Brown, a pesar de no tener un registro bien definido, es digna y cuidadosa. Destacan los juegos actorales de Anthony Hopkins como Freud, Matthew Goode en Lewis, Liv Lisa Fries haciendo de Anna Freud y, en el papel de su primer biógrafo Edward Jones: Jeremy Notham. Acumulo estos nombres porque llevan la mayor responsabilidad de la faena, que es sostener un denso diálogo por donde desfilan los asuntos nodales del freudismo: su carácter curativo, su relación con las religiones comparadas, su noción de la libertad, su decisiva reflexión sobre el carácter de la palabra, su alcance sanador y semántico.
La anécdota se basa en un momento de las últimas semanas en la vida del psicoanalista, que terminará con un episodio de eutanasia. En contra de cualquier tópico, el Freud de Brown no es un anciano ensombrecido por una enfermedad implacable que lo obliga a doparse continuamente, un exilado y un padre no del todo contento con la sexualidad oculta de su hija. Al revés, este Freud es un viejecillo que, desde la altura del final, comenta todo lo que dice con una risita persistente, mira la vida como algo lejano e inocuo y se siente muy bien tratado por el medio cultural inglés. Es posible que más de un avisado espectador cuestione este enfoque. Y en ese punto el biopic se torna problemático, pues lo hallamos instalado en una frontera movediza entre el documentario y la ficción.
¿Hace falta documentarse extensamente para ver un biopic? ¿Basta con que el relato se sostenga valiéndose de elementos documentales pero por méritos propios, como cualquier guion de cine? Basta el magistral desempeño de estos actores británicos, siempre tan certeros y eficaces, para convencernos de que su juego es válido por sí mismo, más allá de cualquier amago de ciencia histórica.
Por más documentado que sea un guion de asiento biográfico, lo perceptible es que las escenas “reconstruidas” nunca ocurrieron en la supuesta realidad biográfica del personaje, tal como las vemos en la pantalla. En el sentido estricto de la palabra, son ficticias. Hopkins, por alta que sea su excelencia como actor, no es Freud, es una entidad ficcional entre literaria y escénica, fotográfica y resultante de un montaje. Esto nos permite inclinarnos a favor de la supremacía de la ficción.
Este ejemplo inglés ya fue puesto en escena – nunca mejor dicho – en España cuando se filmaron unas historias protagonizadas por dos escritores: Miguel de Unamuno y Jaime Gil de Biedma. Hubo quejas, todas ellas con el mismo juicio: Jaime no era así, don Miguel tampoco era así. Y la objeción se volvía afirmación. Ciertamente, no eran así porque son así, criaturas de una narración, de un cuento, que se vale de los documentos en la medida en que le resultan útiles a sí mismo. Entonces: al juzgar un biopic partamos de la supremacía de la ficción y pongamos entre paréntesis cuanto sabemos del personaje histórico en cuestión, puesto que no estamos ante un filme documental sino ante un documento estético. O bien admitamos lo contrario: la ficción ha de someterse al documento.
Sigamos discutiendo. Es una manera de valorar lo que juzgamos. Si lo despreciáramos no le daríamos la menor importancia. Saldríamos a la mitad de la proyección, en la penumbra de la sala, rumbo al café de la esquina.
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