«Necesitarás un barco más grande…» (Peter Benchley y Carl Gottlieb en Tiburón, 1975)
Eran las doce de la noche. Sentado en un banco, observé cómo la gente salía de un cine. Es una sensación especial acudir a la última sesión. El sueño de la pantalla y el que pronto cogeremos en la cama se mezclan de una forma muy peculiar. Cuando todavía están impresas en nuestra retina las imágenes de la historia que acabamos de ver, caemos en brazos de Morfeo y nuestro cerebro prolonga la película.
No se por qué ayer vino a mi cabeza la primera vez que tuve esa sensación.
Debía de correr el año 1975. Fui con mi padre a ver una película de la que todo el mundo hablaba: Tiburón.
Se exhibía en el cine Capitol, uno de los últimos que quedan actualmente en la Gran Vía madrileña, y para un niño de ocho años suponía todo un acontecimiento: era la primera vez que iba al cine por la noche.
Ni que decir tiene lo que me impactó esa película de un tal Spielberg. Mi padre vestía un abrigo marrón claro, largo y amplio, como el que lleva Michael Corleone en la primera parte de El Padrino cuando pasea con su novia, Kate, haciendo compras de Navidad.
Al salir a la calle, recuerdo que estaba como sonado, incapaz de hablar… Aunque eran las doce y pico de la noche –algo absolutamente inusual para mí en aquella época–, no tenía nada de sueño. Quizá porque aún estaba soñando, o porque había permanecido en ese estado durante más de dos horas.
Recuerdo perfectamente esa sensación. Es la misma que tenía anoche, al ver salir a la gente de la sala…
Sólo le dije a mi padre que no volvería a bañarme en el mar.
Han pasado los años, y aún sigo manteniendo esa promesa. Nunca, nunca, aun sabiendo nadar perfectamente, me baño en agua salada en un lugar con una profundidad superior a la que me permite hacer pie.
Vale, sí, tengo miedo de que aparezca un monstruo de las profundidades –que los hay, aunque no los hayamos descubierto aún– y me engulla sin dejar rastro. Me asusta mirar abajo y ver el agua oscura…
Este año no tengo vacaciones. No podré ir al mar con mi familia. Pero mi hijo pequeño ya me ha advertido. No piensa bañarse en el mar: no quiere que se le coman los tiburones. Definitivamente, también trasmitimos nuestros fantasmas en los genes.
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