En Victorianos eminentes (1918), Lytton Strachey (1880-1932) dedica uno de los cuatro capítulos del libro a Charles George Gordon (1833-1885), el legendario general británico que ha pasado a la historia por su trágico destino en Jartum.
Gordon, oficial del Cuerpo de Ingenieros Reales y administrador colonial, era un extraño individuo, místico y religioso. Había participado en la guerra de Crimea, y junto a otros occidentales, fue contratado por el Imperio chino para combatir la Rebelión Taiping, que había comenzado en 1850, en el sur del país.
El alzamiento lo dirigía Hong Xiuquan (1813-1864), un fracasado en los exámenes imperiales. Hong era también un iluminado, y la lectura de panfletos de los misioneros protestantes en el Guandong determinaron su vocación de mesías. Fundó una Asociación de Adoradores de Dios (Baishangdihui), que pronto fueron conocidos por el nombre de Taiping (el imperio de la “gran paz”, T’ai-p’ing).
Tal y como cuenta Jacques Gernet en El mundo chino (Crítica, 1999), el movimiento era igualitarista, revolucionario, puritano y feminista. Mucho más tarde, el partido comunista chino reivindicó la rebelión Taiping como uno de sus antecedentes.
El dirigente imperial Zeng Guofan fue quien comenzó a organizar al ejército en la lucha contra aquellos rebeldes. El avance de estos últimos sobre Shanghái provocó que los occidentales se alineasen con el Imperio Qing.
Varios militares participaron como “asesores” (en realidad, mercenarios). Aparte del propio Gordon, entraron en combate los norteamericanos Frederick Townsend Ward y Henry Andres Burgevine. Ward murió en 1862, y Gordon le sucedió en el mando del “ejército siempre victorioso». De forma decisiva, ayudó a Zeng Guofan, reforzado por milicias de propietarios territoriales, a sofocar la revuelta.
Según Gernet, al imperio de los Qing le faltó poco para desaparecer. Las pérdidas de vidas humanas no tienen precedentes en la historia. Se ignora la cifra exacta de muertos, pero oscila entre los 20 y los 30 millones. En todas las zonas de combate, ese vacío tardó cincuenta años en llenarse.
Tras su aventura china, Gordon recibió diversas propuestas. En 1871, ejerció como representante británico en la comisión internacional que debía garantizar la navegación en la desembocadura del Danubio. En 1872, inspeccionó los cementerios militares británicos en Crimea.
Gracias al primer ministro de Egipto, Raghib Pachá, se puso al servicio del jedive Ismail Pachá, virrey de Egipto entre 1863 y 1879 bajo la bandera otomana. Durante este periodo, Gordon ejerció como explorador, administrador y diplomático, fraguando alianzas y enemistades que serían decisivas en el último tramo de su vida.
Su cercanía a la Anti-Slavery Society, un grupo cristiano evangélico, muy probablemente inspiró su empeño de acabar con la esclavitud en Sudán. Esto último enfrentó al militar inglés con el gobernador egipcio de Jartum y Sudán.
Aceptó el cargo de Gobernador General del Sudán y recibió el título de pachá, como si fuera un noble otomano. Su tarea fue ejemplar, y actuó como un modernizador y un reformista. Luchó contra el tráfico humano, la tortura y la corrupción.
El destino quiso que, a lo largo de su vida, viajase a otros rincones del mundo. Conoció al infame rey Leopoldo II de Bélgica, quien le planteó en dos ocasiones que fuera administrador del Congo, propiedad del monarca, explotado por éste de una forma tan avariciosa como brutal. El militar rechazó ambas invitaciones.
Tras un tiempo al servicio del Marqués de Ripon, gobernador general de la India, acabó harto de trabajar en los despachos y planeó viajar a Zanzíbar, para combatir de nuevo a los esclavistas. Asimismo, volvió a Beijing, para mediar en una peligrosa crisis entre China y Rusia. En Sudáfrica intervino en otro problema territorial: el de Basutolandia (Lesotho), a punto de convertirse en parte del Estado Libre de Orange.
Más tarde, en 1884, jaleado por una campaña de propaganda en la prensa proimperialista británica, Gordon Pachá regresó a África y se hizo cargo de la defensa de Jartum contra el Mahdismo, un movimiento religioso nacido en la zona de Darfur, que pretendía crear una república islámica.
Su líder, el nubio Muhammad Ahmad ibn as Sayyid abd Allah, se proclamó el Mahdi, o mesías del Islam. Ahmad logró unificar gran parte de las tribus del Sudán y sitió Jartum. Proclamó la ley coránica con un puritanismo extremo y declaró la Guerra Santa.
La evacuación de los militares egipcios y de la población civil de Jartum fue encargada a Gordon, quien llegó a la capital en febrero de 1884. Desde Londres, las autoridades negaron al veterano militar sus dos propuestas: enviar tropas de refuerzo desde El Cairo o establecer una incómoda alianza con su viejo enemigo, el pachá y gobernador del Sudán Al-Zubayr Rahma Mansur, conocido traficante de esclavos.
Al final, la única opción que le quedó a Gordon fue reforzar las defensas de la ciudad, a la espera de que el primer ministro Gladstone y el gobierno de Wolseley facultasen una operación de rescate. Por desgracia, las fuerzas al mando de Sir Herbert Stuart no pudieron llegar a su destino en la fecha prevista. Montados en camellos, los soldados británicos fueron detenidos por los fanáticos seguidores del Mahdi en Abu Klea y en Metemma, a 160 kilómetros de Jartum.
Cuando llegaron a la ciudad, el 28 de enero de 1885, fueron testigos de una trágica estampa. Dos días antes, los mahdistas habían entrado a sangre y fuego, masacrando a los hombres ‒alrededor de diez mil‒ y esclavizando a mujeres y niños.
Según algunas referencias, Gordon se enfrentó con gran valentía a una muerte segura. Su cadáver fue despedazado y arrojado a un pozo, y su cabeza, por orden del propio Mahdi, se convirtió en un morboso trofeo, colocado entre las ramas de un árbol.
El movimiento del Mahdi fue aplastado en 1898, en la batalla de Omdurman. Se ocupó de ello una expedición anglo-egipcia, dirigida por Herbert Kitchener, nombrado sirdar (comandante británico del ejército egipcio) por el jedive. Las ametralladoras y los cañoñes de tiro rápido decidieron la batalla.
Winston Churchill participó en la expedición de Kitchener. Incluso escribió un libro sobre ello, The River War (La guerra del Nilo, 1899).
Muchos años más tarde, viendo en agosto de 1942 a los soldados del VIII Ejército británico bañarse desnudos en el Mediterráneo, en Burg el Arab (Egipto), Churchill recordó las normas de finales del siglo XIX con respecto a las insolaciones: “¡Cómo cambian las modas! Cuando marché a Omdurman, cuarenta y cuatro años antes, en teoría había que impedir a toda costa que el sol africano nos tocara la piel. Las normas eran estrictas. Nos abotonábamos unas almohadillas especiales sobre la espalda de nuestras chaquetas caqui.”
El joven Churchill que estudió en 1898 el enfrentamiento entre el Mahdi y Gordon, descubrió valiosos detalles sobre ambos. Obviamente, Churchill era un defensor en toda regla del Imperio inglés, y eso explica que viese en todo momento a los mahdistas como unos bárbaros supersticiosos y fanáticos. No obstante, a pesar de esa imagen, en su obra hay elogios hacia la nobleza y el patriotismo del Mahdi, y asimismo menciona otros detalles contradictorios, que han sido ampliados por los modernos historiadores.
Parece que el Mahdi prolongó el asedio, pensando que el británico podría llegar a rendirse. En cierto modo, quizá deseaba una conversión del propio Gordon al Islam.
El inglés estaba persuadido de que Dios estaba de su lado, al igual que su adversario, convencido de que al frente de los mahdistas marchaban el Profeta y Abu Yaria (nuestro arcángel Azrael). Sin duda, más allá de la furia y la sangre, había cierta admiración mutua, y es muy probable que el Mahdi lamentase la muerte de su enemigo.
«El general ‒escribe Churchill en The River War‒ propuso [a Londres] una visita al Mahdi, para de ese modo alcanzar un acuerdo personal. Quizás reconoció en el Mahdi un espíritu afín. Naturalmente, el Gobierno prohibió aquel encuentro”.
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