El pueblo judío es dramáticamente experto en materia de expulsiones. Ha sido echado por la fuerza de su solar patrio y de diversas tierras donde había sido, a su vez, desplazado.
La Biblia registra al menos dos cautiverios, el egipcio y el babilonio. Su meta era el retorno al suelo originario, la tierra prometida. Hay más ejemplos. A comienzos de la modernidad los Reyes Católicos echaron a los judíos de España, unos judíos que, obviamente, era españoles. Su tierra prometida fue Sefarad.
En la tardía modernidad, Hitler echó de media Europa a cuanto judío pudo y así pasó con alemanes, húngaros, polacos y un sangriento etcétera. Sus tierras prometidas, o sea perdidas, fueron unas cuantas hasta que la mala conciencia de nuestra civilización habilitó el Estado de Israel.
Los judíos del mundo, asimilados y creadores de las culturas locales donde debieron afincarse, dijeron que no al Führer que pretendió empujarlos a la tierra baldía de los apátridas, es decir los campos de exterminio.
A propósito de todo lo anterior cabe considerar el desatino –no es el único– del presidente Trump respecto de los palestinos de Gaza. Quiere expulsarlos para que su tierra prometida sea su patria perdida.
No resulta imprevista la decisión trumpiana. En cambio, es enigmática la impertérrita postura del presidente de gobierno israelí. ¿No advierte que se trata de tratar a los gazatíes como Hitler trató a los judíos?
Me parece que los judíos del mundo le están diciendo a gritos, ya mismo, que no. Lo que dijeron al Führer cuando los echó de sus tierras. El mundo les hizo caso. Cabe esperar que la historia, la lamentable historia, se repita. El no seguirá dispuesto.
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