La pintora gerundense Remedios Varo (1908-1963) vivió un largo exilio en México. España recupera a una figura casi desconocida aquí, a menudo confundida con la poderosa corriente del surrealismo femenino mexicano de Frida Kahlo y Leonora Carrington.
Vinculo fácilmente al Bosco y Varo. Los dos, a su manera, eran surrealistas, si por surrealismo entendemos esa suerte de mirada atenta y obsesiva que permite acceder a la “otra” realidad, la que está arriba de la cotidiana y nos muestra, por ejemplo, un Infierno jocundo e inocente.
A menudo, el surrealismo pictórico ha sufrido una suerte de compulsión literaria que lo ha cargado de actitudes solemnes y abusivas. Es el doctrinarismo que maniata o entorpece con piedras los gestos de ciertos nombres ilustres: Max Ernst, Salvador Dalí, Francis Picabia.
El Bosco es el ejemplo contrario, el de un surrealista que por obvias razones de fechas, no pertenece a la obediencia retórica ni filosófica de la escuela.
El suyo, como el de Varo, es un surrealismo corporal, visceral, propio de quien considera corriente encontrarse con un señor cuyo sombrero es un techo cargado de albañiles y de cuyo trasero surgen poblaciones de desconocidos que deciden refugiarse en una nave gótica.
Remedios Varo nos narra sus alucinaciones en clave de cuento infantil, como si una niña preocupada y memoriosa nos contase que ha visto en un parque inundado de lluvia a dos amantes que en lugar de caras tienen un doble espejo en que se mira un tercer personaje, en tanto una monja cuyo cuerpo es un monociclo merodea entre árboles que son damas arcaicas de ojos cerrados y una hilandera tira de una hebra que sale del pecho de su galán, en que se ahonda una lonja renacentista, pródiga de arcos y bóvedas.
Esta ligereza casi pueril con que Remedios ha reiterado sus fantasmas familiares la ha salvado del anticuamiento que ataca al arte excesivamente apegado a una doctrina.
Si cuentos infantiles y visiones infernales en código de copla anónima ha habido siempre, Remedios también sigue habiendo, en ese mundo sin fechas ciertas en que el Lobo Feroz y La Cenicienta conversan, sin mayores remilgos ni ceremonias, en el Jardín de las Delicias.
Da para pensar cuánto perdió el imaginario español tras la guerra, estrangulado por el realismo mas pedestre y lejos de la libertad imagística de los años en que Benjamín Palencia y Maruja Mallo, Remedios Varo y Alberto Sánchez eran jóvenes y se paseaban entre gatos estelares y mesas levitantes, verbenas con marineros voladores y laboratorios de alquimistas en que una tejedora minuciosa urdía de trama del mundo.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.