No siempre los remakes son mejores que la película original, pero este es uno de esos casos. La mosca (1958), dirigida por Kurt Neumann, era una película entretenida. Su versión de los ochenta –por cierto, quién lo iba a decir, producida por Mel Brooks– es terrorífica, y de hecho, se trata de una de las películas de ciencia-ficción más impactantes.
La mosca se estrenó como parte de la moda que en los años ochenta favoreció la revisión de películas clásicas de ciencia-ficción de la década de los cincuenta. En este caso, el film original encajaba mejor dentro de los parámetros del terror, pero sus flagrantes errores científicos y su tono general no parecían los más adecuados para los nuevos tiempos. David Cronenberg lo entendió así y prefirió evitar la parodia, la deconstrucción o la trasposición más o menos literal.
A partir de un guión de Charles Edward Pogue, recuperó la idea original del film de los cincuenta ‒basada en un relato de George Langelaan publicado en 1957‒ para llevarla en direcciones más inquietantes. Dejó de lado la propuesta de la primera película por inverosímil –una mosca y un hombre intercambiando miembros– y, en cambio, tejió una historia más creíble e inquietante sobre la fusión de ambos seres en una entidad híbrida, un inteligente e interesante estudio del carácter humano ante la degeneración corporal en el que se integran tanto elementos de La netamorfosis (1915) de Kafka como la obsesión del director por el lado más carnal de nuestro ser.
Seth Brundle (Jeff Goldblum) es un científico algo tronado que ha descubierto el secreto de la teleportación. Cuando prueba el experimento consigo mismo, todo parece haber salido bien… excepto por un detalle: había una mosca junto a él en la cámara teletransportadora y el proceso ha fusionado los genes de ambos. Al principio lo único que nota es que ha desarrollado poderes especiales en el ámbito de la resistencia física y la capacidad sexual. Seth observa su mutación con interés científico, incluso cuando partes de su cuerpo comienzan a desprenderse. Pero pronto se hace evidente que en lugar de trascender su naturaleza humana hacia algo superior, el cambio se orienta hacia un ser insectoide gigante, ni mosca ni humano, sino una pesadillesca abominación. En ese trance, ante la proximidad de su inevitable muerte, perderá no sólo su dignidad como ser humano, sino su cordura.
De alguna forma, a lo largo de su carrera, Cronenberg ha demostrado no sólo comprender sino también transmitir el terror y la repulsión que nos produce algo en principio tan natural como la carne humana. Esa difícil relación que nuestro inconsciente mantiene con su inseparable envoltura material es la idea con la que nos golpea Cronenberg en bastantes de sus películas, empezando por Videodrome (1983) y terminando en eXistenZ (1999). Nos estremecemos con el pensamiento y la visión de carne abierta, corrompida o marchita por obra de la tecnología y a través de una lenta transformación. Y nos sentimos incómodos cuando a esa desagradable imagen, Cronenberg añade además otro ingrediente igualmente carnal: el sexo (en La mosca, la novia del protagonista, interpretada por Geena Davis, le dice que está loca por la carne tras haber gozado de una sesión de sexo).
La obsesión de Cronenberg por la carne –y su putrefacción– brinda a la película buena cantidad de momentos vomitivos, desde el desprendimiento de trozos del cuerpo de la criatura híbrida hasta una terrorífica escena de parto que ninguna mujer embarazada debería ver. Con toda justicia, el film ganó el Oscar al mejor maquillaje –a cargo de Chris Walas–. Pero esa obsesión no es sólo visual, también proporciona a la cinta uno de sus núcleos emocionales y conceptuales: el cuerpo del héroe se corrompe, evoluciona a una forma infrahumana, traicionado por las innovaciones tecnológicas que él mismo ha creado.
En el clímax, cuando la transformación se ha completado, Seth pierde la cabeza mientras vomita ácido para digerir la comida antes de tragarla y le suplica a su novia, Veronica, que le haga más humano metiéndose con él en la cámara teletransportadora. La metáfora de corrupción se ha querido ver también de otras maneras: como una alegoría de la mortalidad humana y la frágil envoltura de nuestro cuerpo, e incluso como un símil del SIDA, aunque la enfermedad entonces no era todavía algo de lo que la sociedad fuera muy consciente (Cronenberg negó cualquier paralelismo intencionado, sugiriendo en cambio que hacía referencia al envejecimiento y el miedo a la muerte).
Contribuyen también a la construcción de la desagradable y amenazante atmósfera que invade todo el film la pálida fotografía de Mark Irwin y una oscura banda sonora a cargo de Howard Shore. Y, por supuesto, la acertada interpretación de Jeff Goldblum –en el mejor papel de su carrera– y Geena Davis. Hace falta talento para pasearse cubierto de maquillaje imitando carne putrefacta, y aun así, conseguir que el público conecte con tu angustia. De la misma manera, no resulta sencillo pretender que estás enamorada de un hombre que se está convirtiendo en un insecto (quizá ayudara que en aquel tiempo ambos fueran pareja en la vida real).
Todos juntos aportaron al género del terror/ciencia ficción uno de sus ejemplos más notables. Y ello porque el horror proviene de lugares mucho más profundos que el mero susto o el efecto especial.
Porque en La mosca los efectos especiales, aunque indiscutiblemente espectaculares, no están ahí simplemente para que el espectador sienta asco. Sí, la criatura-mosca es repulsiva, pero cuando Seth Brundle completa su transformación en lo que él llama Brundlemosca, el personaje ha pasado a ser interpretado por una marioneta. Y, sin embargo, en ese punto estamos tan metidos en la historia y nos sentimos tan cercanos al personaje que apreciamos la presencia de Goldblum aunque él ya no esté allí.
Lo que convierte a esta película en un clásico del género es no se apoya en los efectos visuales por muy llamativos que estos puedan ser, sino en las relaciones humanas y cómo nos sentimos identificados con ellas. La mosca es una tragedia romántica sobre los problemas emocionales a los que se enfrenta la gente inteligente.
Y esto es algo que a menudo los críticos olvidan cuando rechazan que una película sea ciencia-ficción porque «trata sobre la gente». ¡Claro que sí! La mosca es una historia que mezcla ciencia-ficción y terror, pero también «trata sobre la gente». Es una obra minimalista en la que tres personajes tratan de resolver su destino a partir de una situación terrorífica en la que involuntariamente se ven envueltos.
Tenemos un triángulo amoroso formado por Seth, Veronica Quaife (Geena Davis) y Stathis Borens (John Getz). Stathis es el antiguo amante de Veronica, además del editor de una publicación científica para la que ella trabajó. Es un individuo cuyo comportamiento raya en el acoso, presentándose en su apartamento de ella para darse una ducha porque todavía conserva la llave. Pero en un film en el que los tres personajes principales tienen graves problemas psicológicos, es difícil decir si él es el que está peor. Porque cuando avanzada la película, y Veronica descubre que está embarazada de Seth, es Stathis quien permanece a su lado mientras trata de abortar lo que seguramente será una horrible criatura mutante.
En cuanto a Seth, es el típico empollón convertido en héroe romántico. Su problema no es su capacidad intelectual, sino su inexperiencia y su inseguridad emocional a la hora de asumir su papel de héroe. Veronica lo conoce en una fiesta para científicos y él le promete que si le acompaña a su apartamento le enseñará algo asombroso. Parece una técnica para ligar rancia y sin estilo, pero resulta que es verdad. Seth ha estado trabajando en algo que cambiará el mundo… si consigue pulirlo: teleportar materia descomponiéndola en un punto origen y recomponiéndola en el punto destino. Trabaja en solitario, encargando partes del proyecto a terceras personas pero siendo el único que comprende el objetivo global. Seth está ansioso por compartir sus logros con alguien, y Veronica, una inteligente periodista científica, es la respuesta a sus plegarias. Sin embargo, aún no está listo para hacer público su descubrimiento y se asusta al darse cuenta de que ella quiere escribir sobre él inmediatamente. Llegan a un acuerdo: Veronica conservará la exclusiva pero esperará hasta que Seth solvente el fleco que queda por resolver: teleportar materia orgánica.
Seth es un prototipo de científico despistado, infantil y con escasas habilidades sociales: sus investigaciones sobre la teleportación no están motivadas por la ambición económica o la fama (aunque es consciente de que su invento cambiará el mundo), sino por sus problemas con el mareo cuando viaja; incluso ha reducido su vestuario a un montón de conjuntos exactamente iguales para no tener que preocuparse nunca de lo que ha de llevar. Cuando Veronica empieza a estar realmente interesada, no sólo en su trabajo, sino en él mismo, Seth no lo asimila.
Aunque no se nos dice, imaginamos sin esfuerzo que su vida romántica pasada ha sido nula, esperando en vano el momento de conocer una mujer que lo apreciara por sí mismo. Y ahí está. Esto debería desembocar en un satisfactorio final feliz. Pero no. Seth no puede creer en su buena suerte, en que Veronica realmente sienta algo por él. Cuando ella va a hablar con Stathis, quien amenaza con publicar una historia sobre el asunto a pesar de la promesa que ella hizo, Seth equivoca por completo la situación. Ella dice que va a raspar los restos de su pasado, como si Stathis fuera algo que ya ha superado, pero a Seth lo invaden los celos convencido de que va a encontrarse con su antiguo amante porque aún siente algo por él.
Así que, dejando aparte toda la parafernalia de carne, mutación y asco, lo que tenemos es una historia sobre el carácter humano. Cuando Seth se decide a probar el experimento en sí mismo, lo hace por despecho. Veronica se ha ido a hablar con Stathis y él no entiende que no se trata de una traición sino, de hecho, un acto de lealtad hacia él. Sus habilidades sociales son tan pobres que la única respuesta que se le ocurre son los celos. El resultado es que, ebrio y sin supervisión, decide convertirse él mismo en sujeto de su experimento, una resolución que desencadenará la parte más grotesca y sangrienta del film.
Seth Brundle nos da lástima porque le comprendemos, comprendemos sus sentimientos, sus debilidades, sus errores y sus miedos. Las babas y la carne putrefacta no son más que efectivos añadidos al drama central, de carácter psicológico y con varios niveles. Es por esto por lo que el remake de Cronenberg es tan sólido. Mientras que la versión de 1958 adolece de todo tipo de inconsistencias científicas y justifica su existencia en su capacidad –ya caducada– de sobresaltar momentáneamente al espectador, la de Cronenberg nos afecta no por sus imágenes repugnantes, sino porque apela a los miedos que, latentes en el fondo de nuestra mente, nos hacen humanos.
De la secuela, La mosca 2 (1988), en la que se contaban las peripecias del hijo de Brundle al sufrir una metamorfosis similar, mejor nos olvidamos. Por cierto, que en 2009, empezaron a correr rumores de que David Cronenberg iba a realizar un remake de su propio film (esto es, un remake de un remake, con todo lo absurdo que pueda sonar) para la Fox. La noticia se matizó meses más tarde al afirmar el realizador que lo que en realidad tenía entre manos era una secuela, idea que se me antoja igualmente equivocada puesto que La mosca –una de las películas más comerciales y recordadas de su director– es perfecta tal y como está, y no tiene demasiado sentido continuar una historia que acaba donde tiene que hacerlo. En 2011, el director afirmó que Fox no estaba interesada en ello y que había desechado el proyecto. Malo para Cronenberg, bueno para los fans.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.