El 13 de noviembre de 2018 se cumplió el 150 aniversario de la muerte de Rossini, acaecida en su vivienda de Passy (París), tras dos operaciones infructuosas. Fue enterrado en el cementerio del Père Lachaise, en el mausoleo de la familia Pepoli provisoriamente, hasta la construcción de su propia tumba poco más de un año después. Los restos del músico, definitivamente, reposan desde 1887 en la Santa Croce de Florencia bajo una escultura de Giuseppe Cassioli.
La celebración rossiniana tuvo cierto eco en la programación operística española de 2018: funciones en Las Palmas de Gran Canaria (El barbero de Sevilla), El Escorial y San Sebastián (L’italiana in Algeri), Oviedo (Il turco en Italia), Zamora (La cambiale di matrimonio). Un recuerdo a Rossini en su faceta únicamente cómica como si la parte seria no fuera tan consubstancial con su temperamento. Salvo la ABAO que tenía previsto para febrero de 2019 algunas funciones de la inmensa Semiramide, así como el Maestranza de Sevilla con sesiones infantiles, también con cierto retraso en 2019, de Guillermo Tell. Cerrando 2018, de nuevo reapareció el Rossini cómico en el Liceo Barcelonés mientras el Teatro Real madrileño pasó con un ominoso y culpable silencio la celebración.
L’italiana in Algeri llevaba sin aparecer por el teatro de las Ramblas barcelonesa desde la temporada 1982-83, cantada entonces por Raquel Pierotti, Dalmacio González, Paolo Montarsolo y Enric Serra en los cuatro principales papeles, respectivamente, Isabella, Lindoro, Mustafà y Taddeo, bajo la dirección musical de Carlo Felice Cillario y escénica del bajo citado, el genial Montarsolo. Este regreso liceísta de tan extraordinaria partitura llegó al público madrileño gracias a una sesión en directo del Palacio de la Prensa, en una tarde invernal fría y desapacible. En la quinta función de las nueve programadas. O sea, en un beneficioso paso del ecuador de las representaciones, con estas ya bien rodadas y sin todavía caer en la tentación de la rutina.
Para el regreso se eligió el montaje de Vittorio Borrelli que tuvo su bautizo en el Regio de Turín de 2009 y que mereció entonces una acogida entusiasta. Éxito que probablemente, además de otras razones incluso hasta económicas, animó a los responsables del escenario catalán a elegir esta producción por encima de otras asimismo triunfantes, como la ideada por la pareja Caurier y Leiser para la Bartoli en Salzburgo.
Un montaje afortunadamente tradicional, con ágiles decorados de Claudio Boasso que permitieron rápidos cambios de escenografía, vestuario multicolor de Santuzza Cali, bien iluminado por Andrea Anfossi. Borrelli acertó en general en un concepto que aprovechó las posibilidades brindadas por una obra que permite disparar la imaginación de un regista, aunque no todos los hallazgos estuvieron a la misma altura. En conjunto el espectáculo funcionó mejor en la segunda parte que en la primera, pero finalmente la obra rossiniana pudo disfrutarse sin sobresaltos ni extrañas interferencias ajenas a la misma, de esas que hoy día catapultan a la popularidad a ciertos profesionales supuestamente dotados de genio.
Todas las voces reunidas eran de calidad y convenientemente medidas en mayor o menor incidencia con la música del pesarense. Reparto multinacional para estas funciones barcelonesas con doble equipo. El beneficiado por la transmisión cinematográfica estuvo comandado por la mezzo armenia Varduhi Abramanyan, cantante de variado repertorio con incidencia especial en Haendel y varias entidades rossinianas tanto serias (Arsace, Malcolm) como cómicas. Su hermosa y dotada voz le permite, incluso, acercarse a Dalila y Carmen. Nada menos. Su mejor momento, ya que este le permite un lucimiento vocal superior, fue el de Pensa en la patria, traducido con su voz carnosa, bella, ancha, sensual y generosa. Una notable Isabella, en suma.
Maxim Mironov, tenor ruso bien bregado donde un cantante rossiniano puede o debe hacerlo, o sea Pésaro, ofreció un Lindoro de (aún) juvenil presencia, canto acorde con el estilo, bien actuado y con esos agudos tan personales donde un vibrato extraño se apodera de su bonita y dorada vocalidad.
Luca Pisaroni, algo incómodo en algunos movimientos marcados por la dirección, fue un Mustafà de amplios recursos vocales y estilísticos, lo mismo que el Taddeo desprendido de Giorgio Caoduro, un especialista de este tipo de personajes. Sara Blanch apechugó con un personaje algo periférico pero complicado, el del Elvira, resuelto con total brillantez. Completaron el equipo, adecuadamente, Tony Marsol como Haly y Lidia Vinyes-Curtis en el papel de Zulma.
El coro que dirige Conchita García cumplió sin problemas en la doble faceta de canto y actuación, y Riccardo Frizzadesarrolló una lectura adecuada. La transmisión fue presentada con gracia y buen tino por Eva Sandoval y las dos horas y medio de música se deslizaron en un santiamén, el mejor síntoma para juzgar como válida una ejecución rossiniana.
Finalmente, merecería recordarse que una de las mejores intérpretes de Isabella fue Conchita Supervía. En 1927 grabó algunos fragmentos de la obra donde nos legó su inigualable personificación, plena de simpatía, frescura, juguetona, seductora y sensual. Casi insoportablemente deliciosa. Podrían habérsele dedicado estas funciones porque la Supervía era barcelonesa por nacimiento (1895).
Imagen superior: Luca Pisaroni, Sara Blanch, Lidia Vinyes-Curtis, Toni Marsol, Maxim Mironov, Varduhi Abrahamyan y Giorgio Caoduro Ⓒ A. Bofill, Gran Teatro del Liceo.
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