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La guerra borgiana

Guerreros y teólogos insisten en Borges. Los teólogos se vinculan con una paradójica ausencia de fe o, al menos, con la fuerza de la duda. Son teólogos porque descreen de la divinidad o no acaban de confiar en ella. En cuanto a los guerreros, provienen de la epopeya antigua: las sagas islandesas que se hicieron germánicas, Homero, las querellas civiles argentinas del siglo XIX, etc. Nada tienen que ver con la guerra moderna, organizada y provista de ingenios explosivos.

La guerra borgiana repite la escena del combate singular, el encuentro de dos desafiantes que detienen a sus ejércitos o buscan un lugar íntimo para tentar la suerte, la muerte. Se convidan a un duelo, palabra que en español significa, curiosamente, tanto el encuentro de dos contrincantes como el sentimiento de una pérdida ocasionada por una desaparición definitiva. Cabe pensar que el resultado del duelo es el duelo: la aniquilación de algo propio del vencedor en el otro, el vencido.

El duelo borgiano nada tiene de ordalía o juicio de Dios, es decir de esa solución mística que el antiguo derecho penal aportaba a un dilema ético o jurídico. Dios daba la razón al vencedor y, en consecuencia, premiaba su derecho o su buena conducta. El duelo borgiano es un puro duelo, pura forma de duelo. Examinado kantianamente, su desinterés adquiere un carácter estético. Si subrayamos su falta de trascendencia, su gratuidad, se asemeja al juego. Más aún: tiene del juego la arbitrariedad de la norma, la posibilidad de alterar la regla del juego. Y, como algo lúdico, se parece a la fiesta, a la fecha que marca la excepción dentro del curso del tiempo. En efecto, el duelo no sólo es excepcional sino único porque involucra la muerte, que apenas puede ocurrir una vez en la vida, valga la redundancia. Los duelistas borgianos siempre experimentan una suerte de alegría, de júbilo asociado a la falta de causa que caracteriza al desafío, o sea a su libertad.

Inevitable, gratuito, ritual, lúdico, el duelo es un actus tragicus, dotado de esa naturalidad amoral que tiene la tragedia y que le confiere un especial patetismo. Aunque, por su efecto purificador y horripilante, la tragedia es ejemplar, en sí misma es un evento irresistible, fatal, algo absolutamente dado y, en tal sentido, natural y ajeno a la ética. Es mera existencia, incausada, eventual, tyché y no acontecer sometido a un fin, tékne. Y así sucede con el duelo borgiano. Otro elemento asocia ambas categorías: el reconocimiento (agnación, anagnórisis). En efecto, en el momento en que el vencedor mata al derrotado, se reconoce en él, mientras el muerto alcanza, en el instante postrero, “su verdadero rostro eterno”.

Tú, a quien mato, eres yo, porque en ti me veo muerto en mi propia mortalidad. Mejor, dicho, con verso borgiano: “el muerto no es un muerto, es la muerte” (“Remordimiento por cualquier muerte”). Facundo es “Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma” (“El general Quiroga va en coche al muere”). Matizando: la consciencia de la muerte propia es el ingreso en la madurez: “Yo era chico, yo no sabía entonces de muerte, yo era inmortal” (“Isidoro Acevedo”). El niño y el muerto no pueden morir, el uno imaginariamente, el otro realmente y, en ese sentido, poético si se quiere, son por igual inmortales.

Más nítida se perfila la escena del duelo en “El desafío” de Evaristo Carriego. Wenceslao Suárez recibe a un desconocido, lo invita a comer y luego se desafían: “ (…) juegan a pelear al principio, pero Wenceslao no tarda en sentir que el forastero se propone matarlo”. El resultado del duelo es, desde luego, mortal y el comentario borgiano sacraliza el acto, apelando al culto del coraje (característica nacional argentina, según Juan Agustín García en La ciudad indiana, 1900) : “La dura y ciega religión del coraje, de estar listo a matar y a morir”, una fe “viril” en la fuerza, “la conciencia de que en cualquier hombre está Dios”. Cabe apostillar que no en cualquier mujer, ya que el duelo no es cosa femenina. En su caso, Dios es asimismo masculino.

El juego se desliza hacia la religión por un elemento común a ambos: lo gratuito, la gracia. En efecto, la fatalidad hace gracia del vencedor, le escatima la muerte. Se puede añadir una conclusión: el homicidio ritual es la manera borgiana de percibir al otro como parte de sí mismo, porque la vida consiste en esa disposición religiosa a matar y a morir. La vida es una guerra virtual y a veces real, en que el otro viene a matarme y yo a él.

Podría pensarse que existen otras vías de reconocimiento del otro, digamos que pacíficas: el diálogo, el acto sexual. Los personajes de Borges no dialogan, casi ni siquiera hablan, salvo en las ficciones redactadas con Bioy Casares, donde se advierte que lo dialógico es un aporte de Bioy. En cuanto al sexo, también es muy escaso en Borges, y siempre asociado a una experiencia de soledad y abandono teñidos de culpa. Más que reconocer al otro, el encuentro sexual sirve para reconocerse como sujeto aislado y solitario.

Pueden aportarse más ejemplos. A veces, el cuchillero profesional, como Juan Muraña, “aquel mercenario cuyo austero oficio era el coraje”. Otras, los cuchilleros conforman una logia (cf. el poema “El tango”), “la secta del cuchillo y el coraje”, que practica “la fiesta y la inocencia del coraje” y está formada por los que “sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron”. Una indescifrable fatalidad gobierna nuestra vida (“El claro azar o las secretas leyes/ que rigen este sueño, mi destino” se lee en “Oda compuesta en 1960”) y de ella sólo sabemos que tiene la forma de la guerra (“La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa de visibles ejércitos con clarines” se dice en “Página para recordar al coronel Suárez”), cuya escena fundacional es la muerte de Abel a manos de Caín (“In memoriam JFK” en El hacedor). Caín es el instaurador de la tragedia porque opone su ley a la de Dios, que ha hecho favorito a su hermano. Este conflicto de leyes encierra a los personajes en un espacio sin salida, el consabido laberinto borgiano, y los destina a la aniquilación. Caín, de algún paradójico modo, instaura la tragedia porque rechaza la fatalidad, no acepta el divino decreto.

El duelo puede tener, efectivamente, los dos matices. Puede ser una insurgencia contra la ley de la ciudad, como cuando el sargento Cruz, al comprender que Martín Fierro es él mismo, no consiente que se mate al valeroso y se pone del lado del desertor y en contra de los soldados, sus colegas de armas (“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” en El Aleph). O, por el contrario, puede ser una total sumisión a la fatalidad que alienta en la intimidad de dos cuchillos que toman a los desafiantes como instrumentos de su querella mortífera (“El encuentro” en El informe de Brodie).

El ejercicio del poder como una fuerza legitimada por la fatalidad que se invoca religiosamente desde lo gratuito del juego, tiene una implicancia política, en tanto el poder, nunca mejor dicho, es lo que está en juego. Su borgiana puesta en escena se puede hallar en “La lotería en Babilonia” (de Ficciones). Hay en la Babilonia Borgesca una Compañía que administra premios y castigos por sorteo y adquiere “todopoder  (…) valor eclesiástico, metafísico”. La lotería se vuelve secreta y la Compañía recibe la suma del poder público. Los sabios elaboran una teoría general de los juegos, se inventa la infinitud numérica y la Compañía deviene un arquetipo, siendo sus agentes ocultos y confundibles con los impostores. El dominio de la Compañía es “funcionalmente silencioso, comparable al de Dios”. El narrador atribuye a la Compañía, por ello, una “modestia divina”.

Fundadas en el caos y regidas por un azar cuyas posibles leyes, si es que existen, ignoramos, las vidas de los babilonios son administradas por esa Compañía cuya realidad acaba siendo supuesta  o cuestionada. Algunos afirman que no hay tal Compañía, otros la consideran eterna. Se ve que no importan los méritos o culpas que merecen premios o castigos, sino el funcionamiento de la organización, cuyos atributos se confunden con los divinos. Es el poder que se sacraliza a sí mismo, sin apelar a nada que lo trascienda. El poder es tal porque es poderoso y esta igualdad consigo mismo es una característica de Dios: “Soy el que Soy”.

Una consecuencia de esa sacralidad del Estado, la Compañía que administra el azar y superpone la norma al caos, es que su cuestionamiento sea tabú: lo sagrado no puede tocarse pues su tacto desencadena una fuerza maligna que destruye al transgresor. Quizás exista un inopinado fondo religioso en esta visión borgiana del poder, el carácter malvado del mundo, originado en la Caída. “El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado/ estás (como nosotros) condenado” (“A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell”). Con esto volvemos al comienzo del trayecto: el duelo es la aceptación fatal de la vida como una condena a muerte. ¿Por qué condena, si no hay delito? No hay delito, pero hay Pecado Original, la secreta ley que fundamenta el azar.

En su juventud, Borges se adhirió a las vanguardias, algunas de ellas partidarias, como el futurismo italiano, de la guerra como higiene social; otras, como el dadá, de la aniquilación como ruptura de toda identidad y, en consecuencia, apertura a la libertad auténtica. Leyó con admiración En tormentas de acero de Ernest Jünger. Muchos años más tarde, de viaje por Alemania, manifestó que Jünger era el único escritor alemán que ansiaba conocer. Jünger, a pesar de que a veces exalta la belleza de la guerra industrial, el enfrentamiento de maquinarias que parecen monstruos legendarios – al unísono con la estética futurista de la industria pesada – en general narra la experiencia del combatiente solitario, suerte de duelista homérico armado de Parabellum. Más concreto y corporal que Borges, suele identificar la sensación del infante que mata al desconocido enemigo, con el orgasmo. En cierto sentido, matar y engendrar – dar una vida que remata en muerte – tienen un elemento en común. Eros se encamina hacia Tánatos. Engendrar, escribir y matar son, para Borges, atributos del poderoso ancestro que se evoca desde la esterilidad y la inercia.

Jünger sirve de ligazón con cierto pensamiento del siglo XX que ve en la guerra el modelo fundamental de la vida y que, al igual que buena parte de la literatura jüngeriana, proviene del mundo germánico a partir de la catástrofe  de 1914–1918. Tomaré sólo dos ejemplos.

En 1915, en pleno conflicto, Max Scheler publica El genio de la guerra y la guerra alemana. La guerra scheleriana es una manifestación de la humanidad, en el sentido de que el hombre no es un mero animal que desea satisfacer su hambre y su impulso de perpetuar la especie, sino un ser con nociones trascendentes de la vida: poder, honor y espíritu. Animal lujoso y excesivo, el hombre hace la guerra, donde estallan las energías creativas que yacen en los abismos de la historia. Las épocas más productivas tienen, como la Grecia clásica y el Renacimiento italiano, un trasfondo bélico. El guerrero vuelve a lo elemental, a lo original, se libera y se purifica de todas las manchas de la memoria histórica. Cabe señalar que Scheler elogia la guerra alegre, desordenada y ritual (la guerra borgiana, si se prefiere) que acaba en la batalla de Verdun, con un millón de muertos por los dispositivos industriales.

Carl Schmitt (El concepto de lo político, 1927) define nuestra vida en tanto cuestión de forma estructural (Gestalt) como existencia, dentro de la relación amigo–enemigo. El enemigo es el otro que me pertenece en tanto amenaza mi existencia. Ya Hegel había distinguido entre el enemigo (diferencia absoluta, extrañeza irreductible) y el otro (alguien con quien existe una identidad dialéctica, una oposición en que el sí mismo se reconoce y apunta a la conciliación en la que se anula y se conserva a la vez: versöhnen, aufheben). Para Schmitt el otro sólo existe como aliado o enemigo: el conflicto con la otredad es bélico. El otro es el extranjero y la guerra es un “antagonismo metafísico” que ninguna experiencia histórica puede afectar.  Por eso, carece de contenidos particulares, es indeterminada, como el desafío borgiano. No tiene causas económicas, políticas, étnicas, religiosas, morales, etc. “La guerra, el estar dispuestos a morir los hombres que combaten, al matar físicamente a otros hombres que están con el enemigo, todo esto no tiene significado normativo, sino solamente un significado existencial” (traducción de Francisco Javier Conde).

Desde el punto de vista político, el enemigo no es alguien a quien se odie personalmente, ni siquiera que se considere éticamente malo o estéticamente feo o económicamente competitivo. Hasta es posible que se tengan negocios con él. El enemigo es enemigo en sí, enemigo puro, desafiante borgiano. De ahí que resulte absurdo hacer la guerra en nombre de valores universales (humanidad, civilización, progreso, justicia: el Bien) porque la guerra es algo político, un conflicto imperial entre Estados, poder contra poder.

El trasfondo del razonamiento schmittiano es religioso. Católico –a pesar de lo cual no se privó de sostener el neopaganismo de Hitler– Schmitt señala la naturaleza cainita de la historia: en este mundo no puede darse el Bien y ello por necesidad, porque la historia es el resultado de la Caída. Sería absurdo que el Mal no triunfara en la historia. La paz, por lo contrario, sólo es posible en Dios, en la reconciliación del Creador y la criatura, en el más allá. Lo mejor que podemos hacer es acelerar la catástrofe apocalíptica que acabe con este mundo esencial e irremediablemente malvado.

En otro texto (Teología política, 1922) explica los conceptos modernos acerca del Estado como categorías religiosas secularizadas. La soberanía es la facultad del príncipe para intervenir a favor de la salvación del Estado, en una constante y paradójica situación de excepción y necesidad, porque siempre lo propio está amenazado por lo extraño, desde fuera o desde dentro. El Estado, por su parte, es la secularización de Dios: un poder original, autónomo y supremo. Si la ley es válida, no lo es por haberse producido según unos mecanismos públicos de legitimación, sino por adecuarse a la naturaleza de las cosas impuesta por Dios, el llamado derecho natural, donde se explicita un orden providencial, ineluctable, la Compañía en la borgiana Babilonia. La propia democracia reconoce en la voz del pueblo la voz de Dios. El príncipe, vicario de Dios, es siempre un monarca absoluto que consigue la unidad política de la nación frente al enemigo. En términos modernos, el dictador, el apoderado indiscutible. Alterar el orden no es ir contra las convenciones sociales sino contra el estatuto metafísico, intocable y de índole sagrada.

Las consideraciones belicistas de la historia involucran, desde luego, una crítica radical al liberalismo –no digamos nada de la democracia– en tanto pone la igualdad de los ciudadanos ante la ley como punto de partida del Estado. Los individuos son soldados prestos a matar al enemigo, no socios en una tarea pacífica común. En ocasiones, Borges pidió un Estado mínimo, en vías de extinción, para que el individuo tuviera más ancho campo donde hacer jugar su libertad. Pero ese individuo se halló, sin Estado ni ley, ante otro que venía a desafiarlo, alegre y caballeresco, a un duelo a muerte. Fuera de toda ley, el Otro no es el otro, es el enemigo, el que reconocemos como nosotros mismos cuando ya no tiene vida que compartir. Cuando ha adquirido su verdadero rostro eterno, un rostro celestial que se sitúa en el más allá de toda sociedad, si acaso convertido en héroe de la epopeya, en mártir del santoral.

Imagen superior: Jorge Luis Borges en 1963 (Autora: Alicia D’Amico)

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")