Mi monjita. Así me refiero, desde hace décadas, a una de mis debilidades como historiadora: María Coronel Arana, más conocida por su nombre como religiosa concepcionista, sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665).
María fue muchas cosas pero, sobre todo y ante todo, fue monja y teóloga. Dos palabras que, como el agua y el aceite, no se pueden mezclar. Así ha quedado de manifiesto a lo largo de la historia de la Iglesia Católica: “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio”, que dijo San Pablo, marcando las directrices que, durante siglos, han alejado a la mujer del ejercicio activo y la práctica teologal.
Sin embargo, han sido muchas las mujeres que han buscado las formas para dejar constancia de sus inquietudes teologales. Las más de las veces, acudiendo al recurso de la divinidad, diciendo que por su boca hablaba Dios o, en no pocas ocasiones, la Virgen María. Tal fue el caso de mi monjita.
Hace dos décadas que me topé, por vez primera, con uno de sus escritos, el conocido como Tratado de la redondez de la tierra (1). Aunque se trataba de un aspecto alejado, por aquellos entonces, de mis márgenes habituales como historiadora, había algo magnético en esa obra. Y en su autora. Era la primera vez que me encontraba, frente a frente, en calidad de historiadora, con una mujer que escribía. Y no una mujer cualquiera, sino una monja. Y no sobre un tema cualquiera, sino sobre astronomía.
Dediqué dos años a buscar, sistemáticamente, buena parte de los manuscritos conservados sobre el dicho Tratado. Copias custodiadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, en la Biblioteca de Castilla La Mancha, en la Biblioteca Capitular de Sevilla y en la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo El Real de El Escorial. Viajé hasta Córdoba, en busca del original que, según la tradición, había llevado hasta allí fray Alonso Salizanes, general de la orden franciscana que asistió a María en su lecho de muerte. Búsqueda infructuosa pues, de haber estado entre los fondos catedralicios, ya no se encontraba.
A la par que acumulaba manuscritos leía, por vez primera, los trabajos de mujeres dedicadas a rescatar la memoria escrita de sus ancestras. Pero, entonces, yo veía con otros ojos. Mi objetivo primordial pasaba por demostrar la autenticidad del escrito en cuestión. Un tratado que, en 1762, la Sagrada Congregación de Ritos consideró falsamente atribuido a María. Llegué, incluso, a transcribir una de las copias conservadas en la Biblioteca Nacional. Copia que acompañé del correspondiente aparato crítico y de un estudio introductorio donde exponía las razones que, según mi particular punto de vista, hacían de este curioso escrito agredano una obra auténtica. Pero nunca lo llegué a publicar. Y dejé aparcada mi labor de años, aunque nunca me olvidé de María.
Hace dos años y medio que, cuestiones personales mediante, mi cabeza hizo clic y cambié mi forma de ver y entender la historia de las mujeres. Y, aunque inicialmente mi ámbito de estudio se centró en el siglo XX, pronto empecé a tirar de un hilo que parecía no acabarse nunca. Fue así que llegué a terrenos conocidos, largamente transitados, los terrenos de la Edad Moderna tanto tiempo hollados. Y fue así que volví a María. Y volví de la mano de Juana Inés de la Cruz, para quien la monja agredana fue maestra teóloga.
Las búsquedas en bibliotecas y archivos siempre suelen deparar sorpresas. En el caso que me ocupa, no sólo encontré la influencia que María ejerció sobre Juana en uno de sus escritos teologales, los conocidos como Exercicios devotos, sino que me encontré con un nuevo manuscrito del Tratado que, hasta entonces, no sabía que existía. Una copia más que añadir a mi colección. Y aunque mi idea primera había sido escribir un artículo sobre estas dos teólogas, consideré que me debía, a mí misma, empezar exclusivamente por María. Debía saldar esa cuenta pendiente entre ella y yo. Esta relación tan particular que nos viene uniendo desde hace dos décadas. Y así lo hice.
[El 24 de mayo de 1665, entregaba su alma a Dios, o a la Diosa, sor María de Jesús de Ágreda, la Dama Azul que evangelizó tierras novomexicanas sin salir de su convento agredano].Nota
(1) «En la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla se conservan dos volúmenes manuscritos atribuidos a María de Jesús de Ágreda (1602-1665), la monja concepcionista que fue consejera de Felipe IV. Manuscritos, de mano desconocida, que contienen escritos de la monja así como numerosas cartas, de las muchas que intercambió con el monarca. Cartas que, en teoría, eran privadas pero que circularon abundantemente por aquella España de finales del XVII y principios del XVIII. El primero de ambos manuscritos, el [BH MSS 199] contiene uno de los escritos inéditos de María, el Tratado de la redondez de la tierra, también conocido como Tratado del grado de luz, del que se conservan numerosas copias, habiéndose perdido el manuscrito original.
Hasta el momento, la copia de la Biblioteca Histórica no se encuentra en ninguno de los repertorios bibliográficos donde se reseñan otros ejemplares. Se trata de una copia completa, titulada Tratado del grado de luz y conocimiento de la ciencia ynfusa que tubo la Ve. Me. Sor María de Jesús Abadesa del Convento de la Ynmaculada Concepción de la Villa de Ágreda, de toda la redondez de la tierra y de los avitadores della y algunos secretos y misterios que en si contiene, y ocupa las hojas 237 a 285. (…) El Tratado de la redondez de la tierra ofrece dificultades a la hora de ser catalogado. Obra de cosmología para muchos, se trata, en realidad, de la descripción que ofrece María de Ágreda de las órbitas celestes y terrestres, según el modelo medieval que situaba la Tierra en el centro del universo, rodeada por una serie de esferas concéntricas y cristalinas o cielos. Una descripción que María no había alcanzado por sus conocimientos astronómicos sino por revelación divina. Una revelación en forma de viaje sideral por las cuatro partes conocidas de la Tierra y los diez cielos. Un viaje en el que había ido acompañada por seis ángeles custodios que el mismo Dios había puesto a su servicio.
María de Jesús de Ágreda (1602-1665), nacida María Coronel Arana, vivió los sesenta y dos años de su vida sin salir del soriano pueblo de Ágreda que la vio nacer. A los dieciséis años vio transformada su casa familiar en convento concepcionista, debido a la visión que había tenido su madre Catalina. Su fama universal vino de la mano de las supuestas “exterioridades” que experimentó en los primeros años de vida religiosa. Fenómenos místicos, según los cuales, sor María se bilocaba y evangelizaba, sin salir de su celda agredana, a los indios de Nuevo México» (Nota tomada del artículo «¿Estrategia misionera o genealogía femenina? El Tratado de la redondez de la tierra de sor María de Jesús de Ágreda». Mar Rey Bueno. Pecia Complutense. 2017. Año 14. Núm. 27. pp. 49-64).
Imagen superior: Sor María de Jesús de Ágreda. Segunda mitad del siglo XVII. Óleo sobre lámina de cobre.
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