Antes incluso de que H.G. Wells viajara a Norteamérica en 1906, el skyline de Nueva York ya simbolizaba para él un crecimiento inagotable y enérgico, “algo inevitable e inhumano”. Tras un día recorriendo sus calles, observó: “Lo importante es el aspecto mecánico, ese algo inintencionado que acelera a toda esa gente, haciéndoles colgar de arneses, impulsándolos por los huecos de ascensor y derramándolos en los ferrys”.
En su segundo día en Nueva York, llegaron al este las noticias del terremoto y el gran incendio de San Francisco. Wells, que había destruido tranquilamente Londres en su obra La Guerra de los Mundos, se sintió impresionado por la indiferencia americana ante tal desastre y el pragmático esmero que se puso en la reconstrucción de la ciudad, otra muestra de esa “fuerza sobrehumana” que impulsaba a América.
Wells escribía con un espíritu típicamente europeo. Desde mediados del siglo XIX, aquéllos que habían visitado Norteamérica habían subrayado la inhumanidad de esa nación. Más tarde, en aquel mismo siglo, su esencia mecanicista ocupó el centro de las discusiones acerca de la modernidad.
La insistencia repetitiva de Wells sobre el desalmado papel de las máquinas en la vida cotidiana de Estados Unidos sólo anticipaba la intensificación del discurso que traería consigo el siglo XX, con las teorías de Frederick Taylor sobre la gestión científica de los negocios y las prácticas industriales de Henry Ford. Aquel mismo perfil neoyorquino inspiró a Fritz Lang su visión de la tiranía mecánica de su película Metrópolis; en Primeros y últimos hombres, una obra de referencia en la ciencia-ficción escrita por Olaf Stapledon a comienzos de siglo, se presenta una nueva edad oscura como resultado de la creencia americana en su destino manifiesto, según el cual “Dios ha nombrado a los americanos para que mecanicen el Universo”.
Causa y consecuencia de todo esto fue que la figura del ingeniero o inventor mecánico fue elevado al nivel de héroe cultural. El pragmatismo de la ingeniería opuesto a la teorización abstracta prendió en el imaginario colectivo norteamericano. La revista Scientific American publicaba en 1850 que “los hombres de los talleres han puesto el mundo patas arriba con sus invenciones, mientras que los sabios de Oxford y Cambridge sólo han añadido algunos teoremas nuevos a los Principios de Newton”. Este antiintelectualismo se encarnaría luego en personajes reales como Thomas Alva Edison, Alexander Graham Bell y Henry Ford, todos ellos idealizados como muchachos humildes que habían comenzado trabajando con sus propias manos, no con sus mentes, y que, pese a todo, intuyeron el camino que les llevó hacia los inventos que les harían ricos y transformarían la vida cultural norteamericana.
Estos mitos fueron sin duda parte de la inspiración que llevó a un espectacular incremento en el número de ingenieros a partir de 1880. Estos técnicos eran parte fundamental del discurso político sobre eficiencia nacional a través de la innovación tecnológica, ya viniera de presidentes como Herber Hoover (en su tiempo magnate de la minería y portavoz del Instituto Americano de Ingenieros de Minas) o quedara concretado en enormes proyectos de ingeniería como los llevados a cabo por Franklin D. Roosevelt. Este paradigma de la ingeniería es la base de la ciencia ficción americana en los años que precedieron al fin de la Segunda Guerra Mundial.
Thomas Alva Edison fue un genio práctico y un hombre seguro de sí mismo, un personaje que tenía entre el pueblo la reputación de ser un inventor con una capacidad ilimitada, una leyenda en su propio tiempo. Alcanzó fama mundial en 1878 gracias a su fonógrafo y en los siguientes 50 años su genio se hizo patente tanto en sus inventos como en la descarada autopromoción. Menlo Park, su hogar y taller, se convirtió en un destino turístico. Iluminado desde 1879 por las bombillas inventadas por él mismo, se fletaban trenes para visitar el lugar (más tarde, Henry Ford desmontó el complejo y lo trasladó a su Museo Industrial). En las entrevistas con la prensa, Edison hablaba con soltura desde los problemas de la extracción mineral a su confianza en que la prueba científica de la existencia de Dios estaba al alcance de la mano.
Fue el origen del mito del artesano socialmente aislado, sin formación científica, sordo y empujado a una producción interminable de nuevos inventos. A los 65 años todavía trabajaba 18 horas al día, afirmando con desdén que “el cuerpo es sólo la pieza de una máquina». Un elemento esencial en este mito fue la imagen del inventor solitario como víctima inocente de los barones industriales y especuladores capitalistas. El resentimiento social hacia la compra en la última década del siglo XIX de General Electric por parte de J.P. Morgan convirtió a Edison en una figura popular en una era de problemas laborales y actitud antimonopolio. De hecho, el propio Edison fue un pionero de la industrialización, construyendo fábricas, experimentando con cadenas de montaje y utilizando directivos interpuestos para controlar y supervisar la investigación y desarrollo. Ahogó a la fuerza las huelgas de sus empleados y protegió de forma implacable sus derechos de patente en los tribunales. Consideraba su apellido “Edison” como una marca y lo extendió a inventos con los que tenía poco que ver. Protegió esa marca hasta el punto de obligar a su hijo alcohólico a cambiarse de apellido. El mito Edison, por tanto, contiene una contradicción: el inventor–artesano fue en realidad el responsable de una modernidad mecanizada que destruyó para siempre al propio inventor–artesano.
Todavía en vida de Edison, Mathias Villiers de L’Isle-Adam escribió: “el entusiasmo por Edison tanto en su propio país como en ultramar le ha dotado de una mística especial en muchas mentes”. Entre sus 1.300 patentes figuraban el telégrafo, el fonógrafo, la bombilla incandescente, la pila, un modelo de cinematógrafo… Dio igual que en sus últimos años sus fracasos fueran tan sonados como sus éxitos (como la batalla, finalmente perdida, que mantuvo contra Nikola Tesla, sobre transmisión de electricidad a distancia); la CF encontró en él una figura arquetípica, la del inventor hecho a sí mismo y con un cerebro de inagotables recursos, que dio lugar a todo un subgénero cuya trayectoria se prolongaría varias décadas: la Edisonada.
A finales del siglo XIX, la Edisonada ya era un género conocido aunque no recibiera ese nombre. Un yanki en la corte del rey Arturo”, como ya vimos, presentaba a su protagonista, Hank Morgan, como alguien muy próximo a la figura de Edison, y su apocalíptico final nos recuerda las vagas afirmaciones del inventor americano acerca de que, si fuera necesario, podría fabricar super–armas.
Pero el mejor y más puro ejemplo de edisonada fue Edison’s Conquest of Mars, de Garrett P. Serviss, publicada en forma de serial en el New York Evening Journal. Pretendía ser secuela y contestación a La Guerra de los Mundos de H.G. Wells, que se había serializado en Norteamérica en la revista Cosmopolitan a finales de 1897. Ya vimos en el artículo anterior cómo Wells subrayaba de forma inquietante que para los seres avanzados, el Hombre debe ser tan inferior como lo son para nosotros los lémures o los monos. Este sermón sobre la superación del ser humano expresaba las ambigüedades del imperialismo británico a finales del siglo XIX, que se hallaba en una fase expansiva al tiempo que atenazado por las ansiedades de un posible “ocaso” o “degeneración”. La Guerra de los Mundos, pues, era una especie de fantasía sobre la “contracolonización».
Por el contrario, la narración de Serviss, publicada sólo unas semanas antes de la conquista de Cuba por las fuerzas norteamericanas, hablaba de una nueva política expansionista y lo hacía en el patriotero lenguaje de la prensa amarilla que le dio cabida en su primera edición. En lugar de la pasividad de la obra de Wells, Serviss da la respuesta activa y nada ambigua de América a la invasión marciana, encarnada en la figura de Edison. El libro detalla “el contragolpe vengador que la Tierra devuelve a su despiadado enemigo en los cielos”.
Tras el primer ataque de los marcianos, muchas ciudades han quedado reducidas a escombros y la población del mundo sufre una “profunda depresión mental y moral”. El pánico hace otra vez presa de la Humanidad cuando los astrónomos sospechan que hay una segunda invasión marciana en marcha. El único “rayo de esperanza” para la humanidad descansa en “unos pocos hombres intrépidos, entre los cuales destacan Lord Kelvin, el gran sabio inglés; Wilhelm Röentgen, descubridor de los famosos rayos X; y especialmente Thomas A. Edison, el genio americano de la ciencia”. Es el talento mecánico de este último lo que le permite elevarse por encima de la ciencia abstracta y liderar el contraataque humano: aprende a dominar los principios del vuelo interplanetario y diseña un arma desintegradora que aniquilará las ciudades marcianas.
Las habilidades técnicas se unen al nuevo liderazgo global de Norteamérica. Los líderes del mundo –la reina Victoria, el Emperador Guillermo, el Zar y el Emperador de China– viajan a Washington para asistir a la demostración de los inventos de Edison y compiten –con una vanidad estúpida propia de extranjeros– por financiar el proyecto. “Recuerdo bien” comenta el narrador, “cómo mi corazón se conmovió con esta impresionante exhibición de influencia sin límites que mi país había pasado a tener sobre todos los pueblos del mundo, y me giré para contemplar al hombre a cuyo genio debíamos este auge de la Tierra. Pero Edison, como tiene por costumbre, parecía totalmente ajeno a tal hecho”. El inventor dirige todo el entramado fabril que ha de producir las máquinas necesarias (desde el telégrafo aéreo a los trajes presurizados pasando por el desintegrador, ingenios de ingravidez o la puerta automática) y, al contrario que el Edison real y su incapacidad crónica para crear los inventos que había prometido, consigue fabricar toda una flota de naves espaciales en el tiempo acordado.
Serviss, que era autor de varios textos sobre astronomía, concibe el Sistema Solar como una serie de posibles colonias: los diamantes de la Luna y el oro de un asteroide ocupado por los marcianos deben ser tomados y asegurados para uso americano. Una vez que termina el aplastamiento de las defensas marcianas, el texto abandona el exhibicionismo mecánico paraconvertirse en un melodrama que –como sucedía en los relatos de jóvenes inventores– se centraba en asuntos raciales. Los decadentes emperadores marcianos se relajan con la música que toca una mujer humana, descendiente de los antiguos arios, usados por los marcianos durante siglos como mano de obra esclava.
La núbil belleza aria es rescatada y vengada por el coronel Smith, perfecto militar norteamericano. Su abrazo final permite a Serviss cerrar el libro: “Y así se unieron para el futuro el primer brote de la raza aria, que había estado perdida pero no destruida, con el último descendiente de una gran familia”. Edison y el entorno marciano desaparecen casi totalmente en estos últimos capítulos (los alienígenas que no son masacrados son colonizados), pero es la maestría tecnológica del primero la que permite la gran reunificación de la raza blanca –una fantasía propuesta en aquellos años por imperialistas como Cecil Rhodes–, no bajo dirección británica, sino americana. Esta última parte de la novela de Serviss es un claro anticipo de la literatura pulp y, concretamente, de las aventuras de John Carter de Marte, escritas por Edgar Rice Burroughs a partir de 1912.
El creciente mercado para la literatura de masas sufría a menudo ataques acusándola de influencia corruptora. Los argumentos basados en chicos muy trabajadores que se convertían en inventores heroicos respondían a la necesidad de los editores de crear un personaje de altas miras morales y acorde con una América cada vez más tecnológica. Como ejemplo del desarrollo de estas ficciones ya comentamos en un artículo anterior, El hombre de vapor de las praderas, de Edward S. Ellis.
Mejor que ninguna otra forma literaria, la Edisonada respondía a la necesidad de América de una nueva mitología que se ajustara a los nuevos tiempos. La idea de que ciencia y tecnología podían, literalmente, cambiar el futuro fue el mensaje lanzado en las Ferias Mundiales de Filadelfia (1876), Chicago (1893), Buffalo (1901) y San Luis (1904). En sus pabellones dedicados a la electricidad, la fabricación o el transporte, estas exposiciones anunciaban de forma dramática al público americano que la tecnología podía cambiar el futuro, que los teléfonos, las máquinas de escribir, la energía eléctrica, las máquinas,… podían transformar no sólo la industria, sino el hogar. En la Exposición Mundial de Chicago en 1893, la electricidad centró de forma especial la atención: los extensos terrenos de la muestra fueron iluminados por la corriente alterna de Tesla –enemigo declarado de Edison–, demostrando así lo que se podía conseguir con los nuevos inventos. Levantada en buena medida a partir de ideas tomadas de estas exposiciones internacionales, las atracciones del parque de Coney Island presentaban al público las primeras aplicaciones mecánicas en el terreno del ocio. Y estas llamativas concentraciones tecnológicas venían acompañadas por artículos en conocidas revistas, desde Scientific American (que dedicaba regularmente artículos a detallar el funcionamiento de esas atracciones de Coney Island) a Ladies Home Journal.
En semejante entorno dominado por lo tecnológico, los inventores e ingenieros se convirtieron en los símbolos del progreso y la eficiencia materiales. Se hicieron figuras conocidas tanto en revistas para niños (St. Nicholas) como para adultos (Collier’s, Saturday Evening Post). Los chicos soñaban con convertirse en ingenieros. Al fin y al cabo el propio Edison había carecido de una educación especializada. De acuerdo con esta idea, el joven inventor no sólo respondía al espíritu de los tiempos, sino que resultaba especialmente atractivo para el público en general: cualquiera podía ser ingeniero.
El mito del inventor-científico que trabajaba solo no tardaría en evaporarse en un mundo real cada vez más dominado por el crecimiento de las grandes corporaciones industriales (al mismo tiempo que las Edisonadas celebraban los logros individuales de investigadores solitarios, el propio Edison se convertía en cabeza de un gran grupo industrial relacionado con Eastman Kodak y General Electric), pero proporcionó uno de los iconos más sólidos y exitosos de la ciencia-ficción.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.