Creo que quien trajo la idea a España fue Jesús Hermida, aunque por aquellos días ‒entre 1981 y 1983‒ no nos dimos cuenta de que era una novedad. Ocurrió en un programa de televisión, Su turno. El clásico debate, con ponentes y adversarios a ambos lados del cuadrilátero.
La gracia es que, en mitad del zipizape, el micrófono caía en manos de un espectador inesperado. Alguien sin títulos ni credenciales. Un desconocido que representaba la voz del pueblo. Recuerdo un caso en especial: dos o tres chavales desvergonzados, indistinguibles entre ellos, que discutían la opinión de un profesor de la vieja escuela. Chicos de barrio frente a un señor de negro, que parecía salir de un tebeo de Bruguera.
Este pequeño seísmo de realidad no era nuevo en Estados Unidos, otro país que ya conocía Hermida. Programas de entrevistas como The Les Crane Show (1964) habían demostrado, mucho tiempo atrás, que un invitado extravagante valía su peso en oro. Por otro lado, los reality shows o los debates más encendidos ‒por ejemplo, The McLaughlin Group‒ tampoco sorprendían a los gringos.
Sin embargo, en España, aquello nos hizo perder el equilibrio. El salto de la televisión postfranquista a la televisión comercial, sobre todo la de corte italiano, fue como salir de un ateneo para entrar en un bingo con premios, bailarinas y chupitos.
¿Dónde fueron a parar aquellos catedráticos, con modales de otro siglo, que se cedían la palabra en La Clave? ¿Qué fue de aquellos sabios y divulgadores que, gracias a la tele de los setenta, se asomaron a nuestras vidas? ¿Qué meteorito extinguió a esos expertos y los borró de la pantalla?
La historia es muy larga, así que solo le dedicaré un párrafo. Con el impulso de las cadenas privadas, el mercado publicitario promovió una selección darwinista. El primer paso lo dio ese tipo de la calle ‒nuestra celebridad underground‒ que se subió a la tarima de forma espontánea. Luego llegaron los cretinos que quitaban la razón a cualquiera ‒el loquito de la astrología cantando las cuarenta a un astrofísico‒. El siguiente eslabón fue el primer entrevistador que dijo aquello de: «Por favor, explíquelo de forma que lo pueda entender hasta mi abuela». Y al final, nos encontramos con los humanoides que habitan en los reality shows, con los hinchas que berrean tras un reportero ‒»¡Qué ambientazo se vive en Las Gaunas!»‒, y con la vecina alterada que opina en el telediario sobre los pormenores de un crimen.
Como ven, el modelo es de elección binaria. Éxito o fracaso. O captan nuestra atención o dejamos de mirar. O nos divierten o zapeamos. Y ahora pónganse en su lugar, y decidan. ¿Quién merece su minuto de gloria? Un crítico musical o el fan que acampó veinte horas para comprar su entrada al concierto. Un paleoclimatólogo o ese anciano que, secándose el sudor de la frente, vuelve a decir: «Desde antes de la guerra no se ha visto aquí un verano igual». Un antropólogo que cita a Lévi-Strauss ‒habrase visto‒ o la influencer que parpadea de un modo hipnótico.
Lo dijo Lope de Vega a propósito de sus comedias: «Porque como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto».
La prensa, y en concreto la televisión, ha ido olvidándose del lema «informar, educar y entretener», que algunos periodistas de mi quinta aún escuchábamos en la facultad. A partir de los noventa, la tómbola sustituyó al despotismo ilustrado. De ahí que sea tan duro comparar al reportero de hoy ‒jovial, hiperactivo, tuteando sin que nadie se lo pida‒ con los sobrios titanes de otro tiempo. Pongamos por caso: Joaquín Soler Serrano, entrevistando con voz diamantina a Borges o a Octavio Paz en A fondo.
Ya lo ven. Lo que ahora cuenta es emocionar. Nadie se resiste a un diluvio de bromas, de ternura o de indignación. Y precisamente por eso, los atributos del experto palidecen frente a los del tipo común, siempre que sea gracioso o insolente.
Algo parecido ocurre con el tertuliano modelo. No necesitamos que haya hecho una tesis. Lo esencial es que nos agite. Sobre todo cuando actúa como un géiser, lanzando tópicos multiuso.
Que Dios bendiga a los todólogos: satisfechos, elocuentes, resabiados y oportunistas. Defendiendo la verdad, solo porque sí.
Ese contertulio es como nosotros. Y cuanto más se nos parezca, o mejor encarne nuestros prejuicios, más popular será.
Internet invita a desarrollar el mismo tema. En su libro The Cult of the Amateur: How Today’s Internet Is Killing Our Culture (2007), Andrew Keen nos convencía de que, al igualarnos a todos a la hora de opinar o difundir contenido, la red consigue un resultado perverso: acaba con la excelencia profesional, y pone al creador, o al pensador con ideas propias, a merced de quienes parasitan su esfuerzo sin reconocerlo.
En el terreno que nos ocupa, lo que Keen viene a decir es que los eruditos ‒vigías de nuestra cultura, encargados de filtrar la realidad‒ hoy son sustituidos por el aficionado que accede, sin disciplina ni protocolo, a esta fiesta igualitaria.
Las quejas de Keen pueden parecer excesivas, y seguramente lo sean. Pero invitan a reflexionar. Además, me obligan a precisar un par de conceptos.
Cuando hablo acá de «aficionados», no me estoy refiriendo a esos magníficos diletantes que emprenden un proyecto de divulgación en YouTube. Y tampoco hablo del coleccionista que consigue fundar un museo, ni de esos entusiastas de las máquinas que acaban registrando patentes o compartiendo tecnología libre.
El paisanaje que aquí me interesa es ‒quiero dejarlo claro‒ un subproducto de la sociedad del espectáculo. Puede tratarse de alguien enérgico, pero mal cualificado (el ecologista que, en los medios, ocupa el lugar del catedrático de biología). Acaso sea un inexperto que se lo pasa bomba (el becario arribista y con amigos poderosos). O quizá hablemos de un charlatán que vende crecepelo (neuropedagogos, mentores posmodernos, terapeutas holísticos, o qué se yo).
También, aunque no tenga culpa de ello, incluyo en el mismo lote a ese efímero aprendiz que, gracias a la telerrealidad, suplanta a los cantantes a quienes imita.
Como tiene que haber de todo, aún nos queda otro derivado: el caradura reutilizable. Los sinvergüenzas y otros yonquis de la fama. Esa cochambre humana tan habitual en programas de variedades, docushows y talent shows.
No me malinterpreten. Adoro la cultura popular. Además, la frivolidad es algo muy necesario, y no todo en el mundo catódico deben ser sutilezas. Pero esa concentración de novatos, de impostores y de figuras grotescas empieza a ser abrumadora, y en algunos casos, también tóxica.
Desde luego, siempre habrá nichos donde encontrar la excelencia, pero cada vez son más recónditos y están más alejados del foco principal.
No sé ustedes, pero yo empiezo a pensar que nos lo hemos ganado a pulso. ¿Se les ocurren razones para ello? Por mi parte, propongo tres.
Ahí va la primera: las estrategias de implicación emocional son, hoy en día, más importantes que el conocimiento. Y quien dice emociones, dice «vivencias», dice «actitudes» o dice likes.
Este sesgo emocional de la opinión pública (y por supuesto, de la opinión publicada) lo envuelve todo, y explica el éxito del infoentretenimiento, de muchos youtubers y tuiteros, y también, mal que nos pese, de la política-espectáculo que hoy padecemos.
Dicho en breve, comunicar bien, o comunicar de forma impactante y llamativa, generando magnetismo, es preferible a tener algo importante que comunicar.
Vamos con una segunda razón. El conocimiento se ha banalizado, y ese antiintelectualismo se impone por doquier. La figura del sabio se caricaturiza como un friki, o como un empollón disfuncional. El abstemio de la fiesta. El gafotas resentido o medio loco.
¿Quién querría ser como él? Lo suyo es infantilizarse, renegar de los clásicos y abrazar una cultura de sonajero y pantalón corto: lúdica, fragmentaria y caprichosa.
A la hora de la verdad, la excelencia intelectual tampoco despierta interés en los medios. Uno se huele el truco. En general, la meritocracia ‒por ejemplo, deslomarnos en clase y premiar ese esfuerzo‒ es vista como algo reaccionario. Peor aún: como una negación de la igualdad.
¿Quién, a estas alturas, considera respetable a una eminencia? Salvo que uno vaya al médico o necesite un arquitecto, la mediocridad es más tranquilizadora que la grandeza. Sobre todo si se trata de ganar votos, fans o espectadores.
¿Y cuál es la tercera razón? Al principio, mencioné a los sicarios televisivos que desprecian cuanto ignoran. Esto es algo que se extiende a la sección de comentarios de cualquier revista digital, y no hablemos ya de las redes sociales. Lo que predomina es el igualitarismo, con un un toque de envidia. O aún peor, una ineptocracia, tal y como la definió Jean D’Ormesson. De ahí que un testimonio callejero, incluso anónimo, adquiera tanto peso como el de un experto.
Suele repetirse que todas las opiniones son respetables. Y es que todo vale. ¿O quizá no? «Yo puedo opinar de física nuclear, de la que no tengo ni idea ‒dice Fernando Savater‒, junto con un premio Nobel de la materia, y ambas aportaciones llegan al lector con el mismo tipo de letra. Por eso es importante que el usuario de internet sepa distinguir entre la opinión de aquel que sabe y la de quien lanza exageraciones, algo que sólo se puede hacer a través de la capacidad de abstracción. (…) No todas las opiniones son respetables, ni mucho menos. Lo que son respetables son las personas, pero no las creencias en sí mismas. No merece el mismo respeto una opinión que afirma que dos y dos son cinco que la dice que son cuatro. Y eso es aplicable a cualquier contexto”.
Por desgracia, la aclaración de Savater no sirve en Twitter. Y tampoco es válida en la televisión generalista. En esa tabla de valores invertida, lo único que importa es destacar, aunque sea por las razones equivocadas. Y si hay que mentir, se miente.
La cosa no tiene remedio. Juzguen ustedes mismos. A no ser que hayan encontrado un búnker, o tengan una autoestima estratosférica, les resultará difícil ser optimistas.
Dado que es imposible despertar de esta resaca, ¿qué consuelo nos queda? Pues el que proporcionan libros y cómics. Las buenas películas que ya quitaron de los cines. La nostalgia y los viejos amigos. Un tocadiscos… Y si nada de esto funciona, relativicemos el presente, como recomienda Álvaro Mutis. «El último hecho que en verdad me preocupa ‒decía el escritor colombiano‒ (…) y que me concierne y atañe en forma plena y sincera, es la caída de Constantinopla en manos de los turcos el 29 de mayo de 1453».
Imagen superior: «Jersey Shore» / MTV.
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