“En efecto, un tigre enorme, dando un salto soberbio trató de alcanzar nuestra casa, pero se quedó enganchado entre dos renuevos de bananero que le aprisionaron el cuello. Bajo la fuerza del viento, el tronco principal se inclinó poniendo en tensión sus renuevos y estrangulando al tigre.
–¡Pobre bicho! –dijo Fox.
–Estos animales han nacido para morir a balazos y no ahorcados –expresó indignado el capitán” (La casa de vapor, de Julio Verne).
La casa de vapor es la tercera novela que leo este año de Julio Verne (después de Miguel Strogoff y Un capitán de quince años), en edición de Editorial Sopena Argentina de diciembre de 1940, con traducción de Jose Onrubia.
Mi impresión ha sido la de una obra bastante rutinaria en su confección. La idea de partida, ese viaje pseudoturístico a través de la India (desde Calcuta y pasando por el Himalaya) que oculta el deseo de venganza de uno de sus viajeros, trayecto realizado en una pionera roulotte en forma de locomotora de vapor modelada como un elefante metálico que remolca dos vagones habilitados para alojarse en ellos, hace abrigar la esperanza de que las aventuras que aguardan a sus personajes serán tan intensas como las del Correo del Zar o que los caracteres descritos despertarán en el lector emociones tan nítidas como las del capitán adolescente.
Sin embargo, los personajes son aún más planos de lo habitual en esta ocasión (con la excepción, quizá, del divertido secundario Van Guitt, un excéntrico proveedor de zoológicos muy bien pintado por la pluma del autor), y la aventura tampoco alcanza mucho vuelo, pese a que el enemigo de la historia promete, pues se trata de un personaje real: Nana Sahib, líder de la rebelión de los cipayos cuyo confuso destino aprovecha Verne para apropiárselo y llevarlo a su morral, es decir, a su propia trama. En la novela, tanto Sahib como el británico Coronel Munro se odian a muerte debido a haber asesinado a sus mutuas parejas sentimentales… Munro está a punto de alcanzar un estatuto de antihéroe interesante (se trata de un personaje taciturno, sereno y torturado al mismo tiempo), pero por desgracia Verne no le concede el mismo tiempo de fermentación ni mima su desarrollo psicológico para que llegue a la estatura de un Capitán Nemo. Una lástima, porque ahí estaban latentes las condiciones.
Todo lo referente al funcionamiento y peripecias de la propia “casa de vapor” responden a la minuciosidad y capacidad imaginativa a la que Verne nos tiene acostumbrados: las idas y venidas del elefante metálico es lo mejor del volumen (tanto en su encuentro con humanos como con sus propios hermanos proboscidios). Los demás ingredientes están un poco pillados por los pelos y dosificados con cierto reflejo rutinario: así, prácticamente no sabemos nada del narrador en primera persona, el francés Maucler y, cuando creemos que por fin averiguaremos algo de su vida y pensamiento, Verne cambia de marcha y lo abandona en la cuneta para tomar él las riendas directas del relato en tercera persona: adecua pues la voz narrativa a la trama en vez de hacerlo al revés o, al menos, buscar una manera pertinente de que el cambio de narrador se integre armónicamente con la peripecia narrada. Nada más lejos de la opción escogida: usar un personaje como relator sin especificarnos porqués algunos y, cuando no puede estar presente en lo explicado, pegarle la patada y pasar a la tercera persona omnisciente como un hovercraft de andar por casa que lo mismo le da estar sobre oleaginoso líquido que sobre suelo pedregoso.
Lo más interesante desde un punto de vista del lector de hoy es, obviamente, el panorama moral que sobre la colonización de la India ofrece Verne: como ya hiciera en Strogoff, sus preferencias (lo extraño hubiera sido lo contrario) están del lado “civilizador” del poder establecido europeo, pero tampoco oculta alguna que otra barbaridad imperialista. Sí hay una tendencia decimonónica a creer férreamente en que los modos de nuestro continente superaban en buenas maneras y trato humanitario el de sus enemigos, así como que la colonización se llevaba a cabo por el bien último de los colonizados, aunque el supuesto fair play de la guerra siga siendo muchas veces excusa más que suficiente para justificar una conflagración brutal. Y es que el ánimo guerrero se veía antes con muchos mejores ojos que hoy día, como ocurre con el personaje del Capitán Hod, uno de los heroicos miembros expedicionarios: lo que entonces podía constituir un rasgo de caracterización “simpático” (la adicción del militar a la caza mayor, hasta un punto obsesivo), en la actualidad resulta claramente repugnante y cada poco dan ganas de meterle un tiro en la frente al dichoso Capitán. Se trata de esos cambios de sensibilidad social que al propio Verne sorprenderían y quizá no disgustarían del todo.
Pese al conjunto desganado y precipitado en resoluciones, asombra siempre la capacidad para el detalle de Verne a la hora de recrear escenarios y situaciones jamás vistas ni vividas.
Da ganas de viajar.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.