¿Qué se puede decir de King Kong que no se haya dicho ya? Es sin duda una de las películas de ciencia-ficción más conocida de todos los tiempos y su criatura, el rey Kong, un icono cultural que sirvió de modelo para otros muchos monstruos gigantes en años venideros, desde El monstruo de los tiempos remotos (1953) y Godzilla (1954) hasta Parque Jurásico (1993).
En realidad, más que al subgénero de «monstruos», King Kong es más precisamente clasificable como de «Mundos perdidos», esa fantasía victoriana alimentada por los viajes de los exploradores del siglo XIX y los descubrimientos científicos de la época en el ámbito de la geología y la biología. En este espacio hemos comentado abundantes obras de este tipo, escritas por algunos de los más destacados escritores del género: Julio Verne, Arthur Conan Doyle, H. Rider Haggard, Abraham Merritt, James Hilton o Edgar Rice Burroughs, por nombrar solo unos cuantos.
Los Mundos perdidos apelaban al «sentido de lo maravilloso» del lector evocando territorios recónditos e inexplorados con infinitas y exóticas posibilidades de aventura: bestias prehistóricas, ciudades olvidadas, razas perdidas, tesoros legendarios… Pero a comienzos de los años treinta los mapas apenas mostraban ya espacios en blanco y las posibilidades de situar en ellos un entorno físico sobre el que desarrollar ese tipo de peripecias se redujo tanto que se tardó poco en dar el siguiente paso lógico: trasladarlas a otros planetas.
Sin embargo, el interés de los espectadores por lo exótico pervivió en el cine durante más tiempo que en la literatura popular, no tanto en la forma de películas de ficción como en la de documental. Tanto entonces como hoy a la gente del medio urbano le fascinaba contemplar escenas de culturas y geografías completamente diferentes, algo que descubrió Robert J. Flaherty cuando en 1922 estrenó con gran éxito Nanuk el esquimal.
Era una modalidad cinematográfica compleja y peligrosa, especialmente en una época en la que los medios de transporte no eran ni de lejos tan rápidos y cómodos como hoy, la gente de países remotos no estaba acostumbrada a los extranjeros, las infraestructuras de todo tipo eran básicas en el mejor de los casos y el equipo técnico era todavía muy primitivo. Pero los estudios descubrieron que no sólo el público respondía fenomenalmente bien a estos documentales sin costosas y conflictivas estrellas, sino que muchas de sus escenas de vida animal o paisajes podían reciclarse en otras películas rodadas en estudio.
Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsak fueron dos avezados especialistas en este subgénero cinematográfico, una pareja de auténticos Indiana Jones. En 1925 habían realizado una película sobre el nomadismo de una tribu irania en el Kurdistán (Grass) y en 1927 rodaron una ficción protagonizada por elefantes en Tailandia (Chang). Cuando presentaron su idea para desplazarse a África y rodar a los gorilas en libertad, la Gran Depresión ya se había abatido sobre Estados Unidos y los estudios no tardaron en recortar la financiación de los documentales. Y no fue solo por razones de presupuesto. La situación económica había modificado las necesidades, los gustos y las modas. Ahora el público no pedía realismo, exigía evasión.
Y si de evasión se trataba, el subgénero de Mundos perdidos era ideal. En ellos se ofrecían mundos en los que el dinero era irrelevante y la vida quedaba reducida a términos mucho más sencillos y primarios en virtud de los cuales un hombre se medía por su fuerza y su valor. A menudo, en esos escondidos territorios se escondían utopías que contrastaban poderosamente con la realidad cotidiana de quienes acudían a las salas de cine. De ello precisamente se beneficiaron las películas de Tarzán, que a partir de 1932 disfrutaron de una popularidad inmensa.
Y así, el documental sobre los gorilas africanos de Cooper y Schoedsack acabó reconvertido en una película de ficción de Mundos perdidos titulada King Kong y producida por el legendario David O. Selznick, entonces presidente de RKO Radio Pictures. Éste no se arrogó mérito alguno, declarando que su única contribución fue fusionar las ideas de Cooper y Schoedsack con los efectos especiales diseñados por Willis O’Brien.
La historia no es nada sofisticada. Carl Denham (Robert Armstrong), un exitoso y controvertido director de películas especializado en localizaciones exóticas ‒en realidad un alter ego de los propios Cooper y Schoedsack‒, alquila un barco, contrata en el último momento a una bella chica, Ann Darrow (Fay Wray), como protagonista principal y zarpa con destino a una remota isla que no figura en las cartas marinas y de la que oyó hablar en Singapur. Al atracar en su costa, Ann es secuestrada por los nativos y ofrecida como sacrificio a Kong, un enorme simio al que temen como si se tratara de un Dios. La gigantesca bestia se enamora de Ann y en lugar de devorarla la secuestra, internándose en la jungla poblada por bestias prehistóricas.
La tripulación del barco forma una partida de rescate pero todos excepto Denham y Jack Driscoll (Bruce Cabot), el segundo de a bordo y enamorado de Ann, sucumben víctimas de una u otra criatura. Finalmente, Ann es rescatada y Kong gaseado y transportado hasta Nueva York para exhibirlo públicamente como «La Octava Maravilla del Mundo». El animal escapa, atrapa de nuevo a Darrow y escala el Empire State antes de ser tiroteado hasta la muerte por aviones de guerra. En cierto sentido, es una reelaboración del famoso primer episodio liliputiense de Los Viajes de Gulliver desde el punto de vista de los liliputianos.
King Kong es una película de ritmo rápido, intenso dramatismo y una premisa atractiva. Como los trabajos anteriores de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsak, el film se recrea en el primitivismo de las culturas que viven próximas a la Naturaleza. En la Isla de la Calavera, que parece estar justo en los límites del mundo, Kong es el rey de la jungla y la película emplea mucho metraje en mostrar su primitiva majestad. La tesis subyacente es que la civilización corrompe la grandeza de la bestia. Ello queda perfectamente simbolizado al final la película, cuando Kong es trágicamente abatido por los biplanos desde la cúspide del Empire State. La aviación y el propio edificio ‒recién terminado y por entonces el más alto de la ciudad‒ son los representantes más avanzados de la civilización humana, símbolos de su progreso. Kong nada puede hacer contra ellos.
Han corrido ríos de tinta sobre el supuesto contenido sexual de King Kong, especialmente a raíz de una escena suprimida del estreno original a instancias del Motion Picture Code en la que Kong sostiene a Fay Wray en su mano, le arranca la ropa, la toca y después se huele los dedos. Posiblemente esta polémica sea más artificial que real, pero es difícil no pensar que algo hay. ¿Qué pensar si no, de la simple idea de una relación amorosa entre un simio de quince metros de altura y una corista rubia? Por no hablar de la innumerable especulación humorística sobre la posible consumación de tal relación.
(Por cierto, hubo otras escenas suprimidas, estas relacionadas con la violencia: cuando durante el estreno el público vio cómo los hombres caían al abismo para ser devorados por unas arañas gigantes, o primeros planos de gente aplastada por los saurios, hubo quienes se levantaban de sus asientos y salían de la sala incapaces de soportarlo. Otras versiones proyectadas cortaron también primeros planos de gente aplastada por las mandíbulas de Kong).
En mi opinión, toda la historia, más que metáforas sexuales, despliega cierta aura onírica que lo aproxima a cuentos de fantasía como La Bella y la Bestia. Ninguna otra película «de monstruos» ha conseguido plasmar con tanta eficacia la relación entre el monstruo feroz pero de gran corazón y la inocente heroína. De hecho, pocas se han molestado en dotar de una personalidad a la criatura en cuestión, limitándose a presentarlo como una bestia de instinto tan primitivo como agresivo. Los ejemplos van desde Alien a Species pasando por Godzilla.
La guionista Ruth Brown imaginó, en cambio, no un agente de destrucción y muerte, sino un animal que, a su manera, quiere hacer lo correcto: Kong se preocupa por su prisionera humana, la protege, ataca sólo cuando le provocan y, si le dejaran en paz, sería totalmente feliz en su isla perdida. Es sólo la avaricia del empresario del mundo del espectáculo la responsable de despertar su furia. Por eso, cuando Kong se desploma hacia la muerte desde la cima del Empire State, no tenemos ninguna sensación de triunfo sino que nos preguntamos quién es el verdadero monstruo aquí, Kong o Carl Denham.
Ahora bien, es de justicia reconocer que el éxito de la película vino dado, en buena medida, por sus efectos especiales, capaces de dar vida a un mundo imaginario con un grado de realismo inédito hasta entonces. El artífice de ello fue Willis O’Brien, quien había dirigido y diseñado los efectos en varias cintas de este tipo desde 1915, culminando en la innovadora El mundo perdido (1925).
En King Kong, O’Brien y sus colaboradores de la RKO (el artista Linwood Dunn y el técnico de sonido Murray Spivack) se superaron a sí mismos, utilizando todos los trucos que conocían: acción real, retroproyecciones, animación stop-motion, miniaturas y maquetas, pinturas mate….
Otros efectos hubo que improvisarlos sobre la marcha. Por nombrar solo un ejemplo, algunas escenas hubieron de rodarse en vivo y luego proyectarlas sobre una pantalla diminuta que, por comparación, hiciese parecer gigante a la figura de Kong. Buscando la superficie de proyección adecuada, los especialistas se decidieron por una hecha a base de condones (ante la consternación del farmacéutico local, incapaz de imaginar para qué necesitaban un pedido tan numeroso).
El nivel de detalle es extraordinario, como esos pequeños gestos de Kong, meneando su cabeza y frotando sus ojos cuando aspira el gas somnífero; o los estertores de la cola del estegosaurio moribundo. La furibunda batalla de varios minutos entre Kong y el tiranosaurio es, todavía hoy, una de las mejores escenas de animación stop-motion que jamás se hayan rodado. Cuando el tiranosaurio se rasca su cabeza como si fuera un perrito, nos parece real, no una simple maqueta. La escena en la que Kong mata al dinosaurio rompiéndole las mandíbulas, transmite un realismo brutal. Fue Willis quien supo imbuir en sus modelos la personalidad que Ruth Brown había imaginado sobre el papel.
El resultado fue un espectáculo visual continuo que comienza tras media hora de plúmbeos diálogos y que, tras la aparición de Kong, ya no se detiene hasta el final. En esta época de efectos digitales indistinguibles de la realidad, el stop-motion de King Kong nos puede parecer inocente, simplón y primitivo, pero no deberíamos olvidar que fue el antecesor directo de las espectaculares películas que hoy nos bombardean con sus sofisticadas imágenes. Sin King Kong no habría habido Alien o Parque Jurásico.
Por ello es aún más sorprendente que King Kong contara con un presupuesto relativamente modesto: alrededor de 600.000 dólares. Escenas que hoy habrían costado semanas de trabajo ‒como aquella en la que Kong agita un gran tronco arrojando al abismo a los hombres que tratan desesperadamente de agarrarse a él‒ se rodaron en dos días; el muro gigante que separa al pueblo de los nativos del monstruo era un reciclaje de otra película: se había construido originalmente como parte del Templo de Jerusalén en la cinta de Cecil B. DeMille Rey de Reyes (1927).
Otro capítulo en el que se ahorraron costes fue el del reparto. Aunque Fay Wray llevaba actuando diez años en el cine, nunca pasó de la serie B. Y el coprotagonista, un seco y poco convincente Bruce Cabot, no era sino el portero de un club de Hollywood que participaba aquí en su primera película.
El film es también notable por otros aspectos. Hasta su estreno, casi todas las películas de CF se basaban en libros previamente publicados. King Kong demostró que se podían hacer películas de género ‒y además con éxito‒ sin necesidad de recurrir a obras literarias. Además, fue la película que prácticamente inventó el diseño de sonido. La banda sonora de Max Steiner mostró cómo utilizar la música original para resaltar momentos concretos. El guión, directo claro, enseñó como insertar una fantasía desbocada en el mundo real y cotidiano.
Decir que King Kong fue el Star Wars de su época puede sonar exagerado. No lo es. Efectos especiales jamás vistos con anterioridad, pases continuos durante todo el día, colas interminables para comprar entradas… Star Wars llegó cuando más se la necesitaba, en plena depresión económica y cuando el público, saturado de películas de tono pesimista y violento, recibió con entusiasmo una historia sencilla y espectacular. King Kong se estrenó en la época más dura de la Gran Depresión ‒recordemos las escenas del inicio de la cinta que muestran las colas en la beneficencia, o a Ann Darrow, desesperada por el hambre, robando una manzana‒ y le dio a la gente lo que quería: un mono gigante destrozando Wall Street y aterrorizando a los ricos que acudían al espectáculo que exhibía al gran simio.
Como mucha iconografía religiosa, hay imágenes de la historia del cine ‒pocas, imprevisibles y caprichosas‒ que por alguna razón siguen conservando su vigencia muchos años después de que fueran capturadas por una cámara. Todo el mundo en nuestra cultura está familiarizado con ellas aunque jamás hayan visto las películas originales de las que proceden. La figura de Charlot, la cabeza de Boris Karloff como Frankenstein, el rostro de Alex en La naranja mecánica, el casco de Darth Vader… y la silueta de King Kong en lo alto del Empire State.
La medida de su impacto en la cultura popular pueden darla la larga serie de sus imágenes que han quedado para la posteridad: desde la isla perdida poblada por nativos agresivos a la chica en la palma de la mano de Kong, o el mono encadenado en un escenario, deslumbrado por los flashes de las cámaras; y, sobre todo, encaramado a la aguja del Empire State enfrentándose a los aviones que le ametrallan. Todos estos momentos inolvidables hicieron que King Kong se convirtiera no sólo en símbolo del cine de aventuras y monstruos ‒e incluso de la ciudad de Nueva York‒, sino que pasara a formar parte de la cultura popular occidental durante los últimos ochenta años.
Y eso no fue todo. Ray Harryhausen afirma que cuando era un niño acudió a ver King Kong al Teatro Chino de Grauman y que aquella sesión cambió el curso de su vida. Sin el talento que Harryhausen desplegó en el campo de los efectos especiales en muchas películas de los cincuenta y sesenta, éstas jamás habrían podido hacer soñar a cineastas posteriores como George Lucas o Steven Spielberg. Muchos años después, otro niño de doce años quedó tan impresionado por la película que decidió dedicarse a hacer las suyas propias. Su nombre era Peter Jackson.
Antes de que terminara 1933, los principales responsables del éxito de la película (los directores, el compositor Max Steiner, la guionista Ruth Rose, el técnico Willis O´Brien y los actores Robert Armstrong y Frank Reicher) se embarcaron en el rodaje de una prescindible secuela, El hijo de Kong.
En la década de los sesenta, los estudios japoneses Toho recuperaron a Kong para enfrentarlo a su dinosaurio fetiche en King Kong contra Godzilla (1962) y luego lo convirtieron en protagonista exclusivo en King Kong escapa (1967).
El productor Dino de Laurentiis impulsó en 1976 un denostado remake de la película original, continuado por una cinta aún peor, King Kong Vive (1986). El último en caer rendido ante el encanto del original y ofrecer su versión fue Peter Jackson en 2005.
Por supuesto, el número de imitaciones, homenajes y parodias supera con creces el espacio de esta entrada ‒y casi el de toda esta web‒, desde las realizadas por los propios creadores originales (Mighty Joe Young, 1949) hasta las copias de segunda o tercera (White Pongo, 1945, King of the Lost World, 2005), de la animación (King of Atlantis, 2005) al porno (Flesh Gordon) pasando por la comedia (El profesor chiflado, 1996, La Pantera Rosa ataca de nuevo, 1976).
¿Quién se acuerda hoy de los actores? ¿Se pregunta hoy alguien por qué estúpida razón los nativos construyeron un muro con una puerta tan grande que Kong podía traspasarla sin problemas? ¿O la razón por la que el mono aparece con una altura diferente en cada parte de la película (seis metros en la isla, diez en el teatro y diecisiete en el Empire State?
No, porque no importa. Con sus efectos visuales superados y sus interpretaciones insulsas, King Kong tiene algo primitivo y muy básico que sigue asombrando y haciendo soñar, asegurando su supervivencia a los cambios en los estilos, las técnicas y los gustos. Se han ofrecido todo tipo de teorías y metáforas para ello, desde la experiencia inmigrante de Norteamérica al simbolismo de Naturaleza versus Civilización, de Freud a Jung (la torre del Empire State ha hecho desbarrar a más de uno)… Estoy seguro de que a aquellos que intervinieron en su realización todas estas elucubraciones les sorprendían tanto como les divertían. Después de todo, Cooper declararía: «Kong jamás pretendió ser nada más que la mejor película de aventuras jamás filmada. Lo consiguió. Y eso es todo».
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción. Reservados todos los derechos.