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José Luis Téllez va a la ópera

El titular de estas líneas es uno de nuestros principales críticos de música gracias a que une su insaciable curiosidad de melófilo a una solidísima formación de musicólogo e historiador de tal arte. Buena parte de su obra se dispersa en artículos, de modo que ha sido una excelente iniciativa editar una buena miscelánea de ellos: Música reservata y otros escritos musicales (prólogo de Stefano Russomanno, Fórcola, Madrid, 2019, 478 páginas).

A pesar de su origen segmentado, el conjunto es de una gran coherencia y revela la no declarada empresa que lo sostiene: una historia de la música –occidental europea, luego universal– desde la polifonía medieval hasta la electroacústica, como un continuo, contradictorio, polémico a veces, conciliatorio y entendible apenas algún agudo observador encuentre sus líneas maestras.

Brevísima es la lista de los temas no tratados por Téllez. En cambio, los abordados exigen la bolsa de Santa Claus. Sólo me detengo en uno: la ópera. Me pregunto, con el escritor, qué pasaría si no hubiera operómanos, gentes apasionadas por el género pero de gustos muy reducidos en cuanto a repertorio y, en materia de intérpretes, de un forofo sólo comparable con los taurinos y los futboleros. La ópera es mucho más que esto, sobre todo es mucho más que el interés que le dispensaron los compositores de ópera y que abarca a casi todos los músicos (con ilustres excepciones como la Triple B: Bach, Brahms y, reservadamente, Beethoven). Sólo se exige, según señala Téllez, que conserve su realidad escénica. Nunca serán sesiones de ópera las grabaciones en disco o la lectura recitada de sus libretos. La ópera no existe como tal fuera de los escenarios.

En el extremo opuesto están los operófobos, los que consideran el género como una antigualla que sólo puede gozarse con ánimo camp por irónicos espectadores vestidos de gala. Esto no resiste un examen histórico, el cual demuestra que prácticamente todos los grandes nombres modernos de la composición musical han escrito óperas y, a menudo, propuesto fórmulas de actualización que comprueban su modernidad. Muy espesa es la cuestión de la permanencia temática, la enfática proclama de que existen temas eternos en la condición humana. Hoy no toca. Baste un ejemplo: hablada, La dama de las camelias nos cae gorda. Cualquier Margarita Gautier mandaría al padre de su amante a hablar con su hijo y mandaría a los dos a la porra, al uno por meticón y al otro por vago y botarate. Pero si en vez de hablar, los personajes cantan la música de Verdi en La Traviata, si emiten ese atrapante discurso de signos inefables, hasta podemos conmovernos aparte de gozar del canto.

Nada digamos de la variadísima fauna operística donde tenemos desde dioses y héroes clásicos hasta barberillos y mucamas, pasando por noblezas y plebes, santos y pecadores, ángeles y demonios. Hasta una época que proclamó el segundo o tercer vanguardismo en los años del beat y la contracultura, para la cual la ópera era una contaminante obsolescencia, acabó componiendo las óperas de Maderna, Ligeti y Henze. Nada digamos de operistas actuales como Heggie, que han incorporado a su haber todo el bagaje de los siglos melodramáticos más los ruidos tecnológicos, las proyecciones de video y televisión, la cancioncilla callejera del shopping y los imprevisibles trucos de pasado mañana.

La vitalidad de la ópera es razonada por Téllez a propósito de sus efectos políticos. No sólo porque asuntos políticos interesaron a los operistas, más allá de las intimidades con rincón de alcoba de reinas y reyes, sino porque lograron conectar con unos públicos sensibles a la sublevación. Así ocurrió con La muda de Portici de Auber en Bélgica y con Nabucco de Verdi en Italia, a tal punto de que hoy es más himno nacional italiano su coro de los desterrados judíos que el oficial del señor Mamelli.

La brevedad de este espacio impide seguir explorando la colectánea de Téllez, que bien lo merece. Entre sus muchas utilidades figura la de servir de reproductor periodístico, de contar a todo el mundo lo que en principio sólo importaría a un club de especialistas y eventuales maniáticos. No lo es y aportaré más pruebas en su momento.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")