Los vestigios de los jardines colgantes de Babilonia se encuentran en Estrabón (64 a.C. – 24 d.C.), en Diodoro Sículo (37 – 100), en Claudio Josefo (630 – 562 a.C.), quienes dejaron noticia admirada de un vasto zigurat de balcones abovedados erigido sobre la planicie terrosa y calenturienta de Caldea (zigurat significa «torre donde reposan las estrellas»).
Era una monumental cordillera de anchas terrazas alzadas unas sobre otras merced a gruesos pilares de ladrillo —su extensión iba disminuyendo gradualmente hasta la cumbre— y rellenas con tanta tierra que en ellas podían enraizar árboles de las más diversas especies. Así, sembrados en plantaciones superpuestas, palmeras y álamos se alzaban por encima de pinos y cipreses, y estos a su vez se alzaban por encima de cedros y ébanos, y había hileras de viñedos y olivos, y había huertas de membrillos, higueras, manzanos, granados, perales y otros árboles frutales.
Todo un prodigio arquitectónico
Cada una de esas terrazas estaba impermeabilizada con láminas de asfalto que protegían los pisos inferiores de las humedades rezumantes de los pisos superiores, y todas las plantas en ellas cultivadas eran nutridas por el caudal del generoso Eúfrates, que cientos de esclavos o de mulas —entonces no era mucha la diferencia— hacían ascender mediante norias hasta la cúspide, donde se rellenaba de continuo un aljibe del que luego partían, sendereando a través de estrías practicadas en las columnas y de pequeños canalones disimulados entre las ramas, numerosos arroyuelos que distribuían pródigamente el agua.
Por entre esas pilastras cristalinas, por entre ese verdor laberíntico, se dejaban ver en ocasiones los peldaños marmóreos de una escalinata íntima que el rey había hecho construir para que su reina pudiera acceder, a su capricho, desde las altas estancias ajardinadas hasta la orilla del río puesto a su servicio.
En todo caso, la profusión de arbustos y enredaderas desbordando los pretiles y colgando de los mismos era tal, que ocultaba toda la obra de mampostería hasta semejar una inabarcable y frondosa torre amurallada de vegetación suspendida en el aire, lo que brotaba de la tierra reseca como una aparición alucinatoria en medio de un arenal sediento.
Imagen superior: ‘Semíramis construyendo Babilonia’, por Edgar Degas.
Un templo de vegetación
Según se dice, esos jardines fueron un obsequio de desagravio hecho por Nabucodonosor II de Caldea (630 – 562 a.C.) a su reciente esposa Amytis, princesa de los Medos, quien tras descender de su palanquín, concluido el viaje nupcial que la condujo desde su país a Babilonia, masticando aún el polvo del camino que impregnaba su velo, reprochó a su esposo: «En mi tierra, meses de viaje no agotan sus campos de mieses, sus huertas de membrillos, perales e higueras, sus bosques de cedros y álamos, y no hay jornada que no permita el descanso al pie de un arroyo o de una fresca laguna. Pero he traspasado mi frontera y he comprobado que me traes a ser reina de un mar de arena cuyo horizonte invisible fatiga los ojos al primer instante».
El rey no quiso ser responsable de esa temprana infelicidad de su esposa, y concibió ese templo de vegetación alzado hasta el cielo, urdió esa artificial cumbre boscosa no sólo para disipar la nostalgia de su reina, sino para sugerirle que el esfuerzo de su rey por complacerla era capaz de transportarla a la morada de los Dioses.
(No en vano una similar ambición, la que en su día llevó a Nemrod, primer rey de Babilonia después del Diluvio, a construir la torre de Babel, con la desmesurada pretensión de tender una escala entre el Cielo y la Tierra, también fue erigida en las cercanías).
Imagen superior: relieve mural asirio que muestra un jardín en la antigua ciudad de Nínive (Mosul, Irak). En su libro ‘The Mystery of the Hanging Garden of Babylon’ (Oxford University Press, 2013), Stephanie Dalley defiende que, en realidad, el jardín fue creado en Nínive, a principios del siglo VII a. C.
Terribles castigos
El esfuerzo del rey Nabucodonosor no concluyó en traer al desierto bosques y huertas, agua y frescor, y elevarlos hasta los cielos, sino que se prolongó en poblar también ese jardín edénico con el complemento imprescindible de leones encadenados, hieráticos avestruces, monos de diversión y miles de aves multicolores de especies tan escogidas que ninguno de sus cantos era inarmónico.
Por lo demás, ese parque colgante alzado hasta las nubes con aspecto de montaña fue, en lo sucesivo, una muestra de amor cuidada cada día con crueldad: Nabucodonosor decretó que los árboles que solazaban los paseos de la reina no podían ser menos que sagrados, que el bosque que componían era en consecuencia un santuario, que del rumor de sus hojas y los arbitrarios enredos de sus ramas fácilmente podían desprenderse oráculos, y que por tanto el sirviente o el visitante palaciego —no podían los súbditos acceder al jardín— que quebrara sus ramas o arañara su corteza, aun por accidente, no podía ser otra cosa que reo de sacrilegio.
La pena consistía entonces en arrancar el ombligo al hereje, clavar su extremo al árbol ofendido y hacer al culpable dar vueltas en torno al tronco, hasta que sus intestinos quedaran enrollados a él, prestando la vida palpitante de sus tripas a la corteza desgarrada.
La mandarina, las castañas, la ciruela y el cardamomo
Para otros, no obstante, según Mario Satz, los jardines colgantes de Babilonia no son la obra delirante de amor de Nabucodonosor II, sino que éste se limitó, para alegrar y mantener seducida a su mujer, a reformar, agrandar y embellecer los jardines que en su día había hecho construir la emperatriz Semíramis (siglos IX – VIII a.C.), quien, igual que convirtió un poblado de pastores rodeado de desiertos de polvo y sequedad en Babilonia, la ciudad más fastuosa de todo Oriente —que era como decir de todo el mundo—, con la misma determinación con que conquistó Egipto y llevó los límites de su imperio hasta Etiopía y la India, urdió embellecer y refrescar su palacio y su ciudad para que también el desierto supiera que lo sojuzgaba una mujer.
Para ello, hizo acarrear tierras fértiles durante semanas con el fin de sembrar sobre un humus de buena calidad. Envió caravanas a todos los confines de Oriente a recopilar bulbos fragantes. Hizo seleccionar lotos egipcios y jacintos acuáticos de Harappa (hoy diríamos Pakistán).
Ordenó que el cerezo fuera podado con los mejores cuidados y que las nueces fueran cosechadas con el mayor esmero. Y estableció que sus labios debían probar cuanto fruto pudiera degustarse, de manera que cuando el árbol del que brotaba cualquier especie jugosa y dulce no crecía en sus tierras, lo hacía traer desde su lugar de origen para aclimatarlo a sus terrazas, y fue así que llegaron a Babilonia la mandarina, las castañas, la ciruela y el cardamomo.
¿El primer jardín botánico?
Es posible que Semíramis elucubrara también el primer jardín botánico: por mera lujuria de saber, ordenó que a los pies de las especies que crecían en sus jardines se distribuyeran placas de cerámica con sus nombres, aunque no bautizó las plantas con sus nombres propios, sino aludiendo a sus virtudes y poderes: «Inductor del Sueño Amable» o «Lavandera del Vientre» o «Abridor de Hambres» o «Escalera hacia las Estrellas» (un alucinógeno).
Imagen de la cabecera: Jardines colgantes de Semiramis, por H. Waldeck. | Wikimedia Commons
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.