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«Irène» («Travail soigné», 2006), de Pierre Lemaitre

El día que Eduardo Mendoza visitó la biblioteca de mi pueblo para ofrecer en ella una charla, a mis tímidos 16 años me atreví a pasarle uno de mis cuentos: en la carta recibida semanas después con su amable respuesta, además de incurrir en la benevolencia de alabarme el pulso y de animarme con la mayor generosidad a seguir escribiendo, Mendoza me aconsejaba leer literatura en francés, porque era «como hacer pesas».

No seguí del todo su consejo, volcado como me hallaba en empaparme de inglés. De todos modos, sabía que mi boca, mi garganta y mi cuerpo entero no estaban confeccionados para la fonética y gestualidad francesas… Con todo, me esforcé en empezar a leer en ese idioma y, sirviéndome de las lianas que me procuraba mi uso habitual del catalán, me abrí paso como un picapedrero autodidacta a través de varios volúmenes de Arsenios Lupines y un par de Nothombs, Houellebecques, Lerouxes, Manchettes y Boileau-Narcejacs.

El confinamiento me ha permitido leer tanto como solía en mi niñez y depurar un poco mi conocimiento del francés escrito. Y Travail Soigné (2006) ha sido una estupenda prueba de fuego: la primera novela de Pierre Lemaitre me ha encantado, quizá influido por el nada gratuito factor de haberla comprendido de cabo a rabo. Una novela donde debuta el singular comandante de policía Camille Verhoeven y que ha sido publicada en España con el título de Irène, quizá para romantizar un poco el producto y atraer a gente normal: al menos no han sido tan brutos como los editores yanquis, que la han editado como segundo volumen de la serie Verhoeven, sin tener en cuenta lo anticlimático de alterar el orden concebido por su autor.

Le tenía mis peros a la premisa de la historia, pues no hay nada que me irrite más en una novela policíaca que las referencias literarias explícitas: en cuanto descubrí que el psicópata de este ‘cuidadoso trabajo’ se esmeraba en emular crímenes extraídos de obras clásicas del género, me temí lo peor. Cuando un autor introduce a un sicario o a un detective que confiesan ser escritores frustrados y se ponen a citar a mil y un «maestros literarios», uno puede estar razonablemente seguro de que se encuentra ante un escritor primerizo. Y si encima su villano copia crímenes ya imaginados por otros… ¡lo que se ahorra en construir una trama!

Sin embargo, el caso de Lemaitre escapa enseguida de esa aparente vía de endogamia y pereza: pues si algo no le falta a su obra es imaginación. Y aunque su meditado tono y pretensiones respondan más a lo que se valora como «alta literatura», por mucho que cite a Javier Marías y hasta remede un poco de su narrativa en espiral, no renuncia en absoluto a abrazar para su intriga soluciones folletinescas y piruetas imposibles dignas del reportero Rouletabille, o a zambullirse en descripciones macabras propias de la más desatada serie Z, o a incluir un tremebundo final que sólo un francés vestido de negro se puede permitir.

Otro punto fuerte de Lemaitre son sus personajes: no sé si Camille Verhoeven me llega a conmover ‒creo que no‒, pero es un buen compañero de viaje, a medio camino entre la alienación de un Quasimodo y el laconismo de un Duca Lamberti: y si bien su relación sentimental no brilla por su originalidad ‒pero resulta verosímil‒, la que mantiene con sus compañeros de comisaría sí me parece entrañable. Secundándole podemos encontrar al típico madero guaperas que derrocha su potencial en noches de sexo y juego; a un niño bien que prueba a redimirse en el cuerpo policial por haber gozado de una cuna privilegiada; o al veterano capaz de revisar una y otra vez cada informe con la paciencia testaruda de un burócrata, lastrado sólo por una proverbial tacañería que le obliga a cazar en papeleras el periódico de la mañana o a usar en su despacho lápices robados de Ikea (anda, ¡como yo!).

La camaradería de Verhoeven con sus subordinados roza la sentimentalidad y se agradece mucho que personajes con tantas fallas de carácter sean tratados con tanta comprensión y no simplemente usados para intereses prácticos dentro del esquema argumental.

El misterio funciona y, para más inri, Lemaitre inserta en el tercer acto uno de esos sencillos movimientos de pieza que pone patas arriba la perspectiva que teníamos del relato: de pronto, el autor nos recuerda la maravilla que supone cuestionar todo lo que se nos había contado, tal y como Charles Williams planteaba en las últimas páginas de El arrecife del escorpión. Y así, de golpe, renovamos nuestra fe en lo fascinante que resulta ser manipulados por un narrador cuando lo hace de un modo tan limpio y transparente.

Travail soigné me ha parecido un plato contundente y sabroso, de los que deja satisfecho y lleva tiempo digerir. Tengo muchas ganas de lanzarme a la segunda entrega, pero esperaré un tiempo a terminar de asimilar las bondades de la primera.

Lo cual no deja de ser el mejor elogio.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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