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Dos siglos con Baudelaire

Los aniversarios son buenas excusas para recordar, es decir para ir al pasado y volver con un fragmento, tanto como para actualizar, es decir no reponer dicho fragmento en el pretérito sino quedarnos con él, anidado en nuestra contemporaneidad. De Baudelaire se ha dicho todo lo decible y, a la vez, se sigue diciendo por ser el poeta nacional en una nación donde los literatos son normalmente próceres y en la cual, a la vez, la justicia de su época condenó a Baudelaire por haber escrito Las flores del mal.

Hay en esta contradicción algo que hace al retrato del escritor. La justicia burguesa condena a alguien que nada tiene de revolucionario. Por el contrario, a alguien que ha elogiado al déspota Luis Napoleón y rescata la monarquía como aristocrática, como exaltadora de los valores nobles y los individuos excelentes, contra la democracia republicana que estimula el gris término medio, la vulgaridad y el horterismo. Baudelaire era un romántico, es decir un enemigo del filisteísmo burgués y un idealista de las aristocracias. Estaba enamorado de su belleza y sumido en un mundo de fealdad, producido por la modernidad igualitaria, la cultura de lo mediocre.

El mundo bodeleriano, pues, es malo pero no socialmente malo sino en sentido metafísico. Es terrenal y aspira a lo celestial, a ese espacio infinito y sublime donde debería estar la divinidad con su corte de ángeles, querubes y serafines, pero donde no hay nadie ni nada. En cambio, en el mundo terrenal está Satán, el jardinero de las flores del mal. Satán es, como Dios, único y también único como el poeta, capaz de sentirse solo y ensimismado en medio de una multitud municipal y espesa como la acabó adjetivando el bodeleriano Rubén Darío. El francés se sentí aristócrata mas no miembro de una casta sino un gran señor solitario.

En estas derivas, Baudelaire se encontró con su poesía. Reformuló la belleza que, al igual que una diosa creadora, está en todas partes, en los cielos y los abismos, entre gente hermosa y gente horrible, entre sanos y enfermos. El mal es florido y la hetaira de lujo lo es como la prostituta vieja, el ermitaño en la Tebaida y el ladronzuelo en el suburbio. A todos los contempla el poeta desde su spleen, el hastío que le produce un mundo del que se siente y se promueve como excluido. Está en un punto de lo moderno en que ha hecho crisis la idea de progreso asociada al desarrollo del conocimiento profano. El mundo de las cosas ha mejorado pero la condición humana sigue siendo siempre la misma. El desarrollo material no es correlato del desarrollo moral. Aquél existe, éste es ilusorio. Para colmo, no hay Dios ni dioses a los cuales acudir, increpar o rezar. El hombre moderno está solo ante su propia obra.

Baudelaire no propone volver a tiempos perimidos. Su aristocratismo no es histórico. Más bien diría que es utópico, que en sus invitaciones al viaje hay el diseño de un mundo de ocio para todos, de sereno placer, de apacible complacencia donde todos son hijos y hermanos –mejor dicho: hijas y hermanas– del poeta. En fin: no reacciona contra la modernidad sino que la critica. Tiene como antecedente a otro romántico, esta vez a su pesar: Giacomo Leopardi. Ambos creyeron que sólo el arte podría salvar a la criatura humana, enajenada de las antiguas certezas religiosas y de las actuales certezas políticas.

Aunque auspiciado por el Demonio, el poeta no se complace en la miseria ni en la maldad. Por el contrario, es la compasión que lo empuja hacia los desdichados porque él mismo se percibe sublime a contar desde su propio sufrimiento. En este sentido, la poesía acaba siendo –porque lo es desde el comienzo– un gesto de solidaridad entre el Individuo Absoluto y la humanidad que padece aspirando el ambiguo perfume de las flores malignas. ¿Las cosechó Baudelaire para llegar al bien a través del reconocimiento del mal? La pregunta carece de respuesta en su obra. No era un moralista. Era un poeta. Si hubiese sido lo primero, hoy estaría archivado junto con otras ideologías de su tiempo. Es lo segundo. Por eso pervive como nuestro contemporáneo.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")