Contamos en este curioso planeta con una gran cantidad de entidades internacionales, es decir que se dedican a la relación entre naciones. La más notoria es la llamada, justamente, Naciones Unidas. Sabemos que no siempre la caracteriza su unidad pero, con todo, resulta simpático que se consideren igualitariamente a sus miembros, aunque la diferencia de volúmenes sea enorme. En efecto, hay en la Unión naciones tan grandes como un continente y pequeñas como media isla, la China y Haití por ejemplos. Esto puede no importar. Ambas son igualmente soberanas y han manifestado su interés por asociarse.
Nación es una palabra que remite al acto de nacer. Naciones o pueblos, clásicamente, son conjuntos de seres humanos nacidos en un mismo lugar, una tierra que, a la vez, les pertenece por la misma razón. Es decir: una redundancia. Nación implica fijeza aunque todas las naciones, más o menos, han tendido a extenderse más allá de sus fronteras, a ser más que menos. La antigüedad solía denominar a esta suerte de hinchazón territorial mundo. Eran tiempos en que había varios mundos en el Mundo. La cosa se complicó cuando pudo comprobarse que el Mundo era uno solo, esférico para colmo, de manera que podía irse de cualquier lugar a cualquier otro a sabiendas de que no se salía del mismo planeta.
Esta obviedad no lo fue siempre. Más bien diríamos que se trata de un fenómeno moderno, algo que data del siglo XV. Fue cuando Bartolomé Díaz dio vuelta al Cabo de las Tormentas, Vasco da Gama llegó a la India y Cristóbal Colón fijó una ruta para alcanzar lo que alguna vez se llamaría América. Lo traigo a cuento por lo antedicho acerca de las naciones. Lanzados al ancho mundo, los europeos empezaron a colonizar tierras muy alejadas de sus metrópolis. Parte de sus poblaciones debió trasladarse a parajes extraños donde ninguno de ellos había nacido. ¿Serían siempre extranjeros o las colonias ensanchaban su tierra natal? La discusión no cesa y, por el contrario, sigue alimentando a los nacionalismos. En Europa hay quienes no quieren compartir unas tierras donde no han nacido. El Reino Unido dio el primer gran ejemplo al separarse de la Unión Europea. Les ha ido mal e intentan restañar lo destruido pero no faltan en el continente quienes quieren imitarlos.
Si hay una sinergia o por lo menos una tendencia en la historia, cabe decir que tiende a la contracción y no a la dispersión. Sin exagerar puede afirmarse que nos estamos globalizando y lo digo pensando en aquellos españoles y portugueses del Cuatrocientos y a un portugués al servicio de España, Magallanes, que hizo en el siglo siguiente el primer tour global de la historia. Tan clásico es nuestro proceso de globalización.
¿Dónde han ido a parar, entonces, nuestras queridas naciones? ¿Por qué los mapas han borrado los nombres de reinos como los alemanes que perduraron hasta la Primera Guerra Mundial confederados en un imperio encabezado por Prusia, más Camboya, Kapurtala y Annam? Hay quien quiere reponer etiquetas. Sin ir más lejos: Cataluña, Flandes, Córcega, Escocia. La historia los amenaza. Insisto en el ejemplo inglés. Ciertamente, los nacionalismos juzgan la nación propia como un universo, de modo que el afuera no les hace falta. A la vez, también, ocurre que si hay que tratar con China o Estados Unidos, lo mejor será juntarse pues juntos tenemos más fuerza.
El proceso de hacer un solo mundo en el Mundo es una ocurrencia europea al comprobarse que la tierra propia puede estar lejos de la tierra natal y que la vocación de ser cosmopolitas, es decir ciudadanos del mundo, es una secreta pretensión que se guarda a la espera de tiempos mejores. Bien, pero: conviene prepararlos para que no resulten peores. Si tuviéramos un Mundo de verdad nos sobrarían las naciones.
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