La historia de la obra monteñana es ondulante y variable como su pensamiento. Sus ensayos aparecieron en ediciones ampliadas y corregidas por él mismo en 1582 y 1588, tras la primera de 1580.
Se sabe que, a su muerte, en 1592, seguía reelaborándolos. En 1595, Marie de Gournay editó la serie con los detalles y añadidos que conocía por ser, entre otras cosas, su nuera. Esta edición es la que se leyó durante siglos y sirvió de base a sus traducciones, hasta que, entre 1906 y 1933, Fortunat Strowski exhumó un ejemplar que poseía la Biblioteca de Burdeos, datado en 1588 y con notas y correcciones manuscritas del propio Montaigne. Es la edición llamada Municipal y que se juzgó más fiable que la de Gournay, cuyos documentos se han perdido.
No obstante, la Pléiade volvió a ella bajo el cuidado de Jean Balsamo y colaboradores. De modo que tenemos, en cuerpo y corpus, varios textos. Sobre Gournay y teniendo en cuenta otros editores como Pierre Villey, André Tournony Jean Céard, se basó Bayod para un minucioso trabajo que le debe no sólo su limpia traducción sino las referencias acerca de las diversas ediciones y una disposición en párrafos que facilita la lectura y evita una agobiadora anotación de variantes.
Compagnon, por las suyas, señala en su ensayo liminar que, a las diversas entregas, la historia ha sumado variopintas lecturas. La más corriente estudia sus fuentes y posibles clasificaciones: del estoicismo al epicureísmo pasando por el escepticismo. El rigor de la vida y el derecho/deber humano de gozarla eslabonados por la certeza de verdades que admitimos puedan ser erróneas.
Pensar, como vivir, no es ser –permítaseme el pleonasmo– sino devenir, lo que el amigo Montaigne denomina tránsito. ¿Hacia adónde, si no es la muerte? Hacia sí mismo, el inconstante y metamórfico existir del ser humano que se arraiga en la palabra, en ese ensayo (intento, proyecto, arrimo) de saber. En efecto, para él, tantas veces tachado de relativista, hay, sin embargo, al menos un par de rasgos comunes a todos nosotros: la razón y los signos, al extremo que se pensó, alguna vez, como un primitivo, desnudo y pintado, es decir, en pelota y cubierto de garabatos.
Pascal y Malebranche se sintieron obligados a refutarlo, los republicanos del XIX lo vieron conservador monárquico–legitimista, hasta que a fines del mismo siglo lo recuperaron por escéptico y diletante, para acabar categorizado por los profesores como si fuera un docente de filosofía y no un amante del saber, del que Barthes extrae la hermandad del sabor.
Para Gide, el moralista, su lugar era el Panteón de los Grandes del Mundo, en representación de Francia: un ético laico y liberal, nada más ni menos, si quitamos al liberalismo su reducción actual y grosera a liberismo económico manchesteriano o made in Chicago.
Hace diez minutos se lo asoció a la posmodernidad pero no hay en Montaigne ni la renuncia a la razón ni el nihilismo valorativo y ligero de equipaje que la caracteriza. Si su crítica a lo moderno como sistema y como dogma del poder racionalizado le hace tomar distancia de su tiempo, es porque acepta que ser moderno es siempre mirar críticamente lo que nos enorgullece como conquista, sea de la técnica, la colonización o el recorte de la vida que la razón –la medida– efectúa para producirse.
Pensar, para Montaigne, como aprecia Compagnon, es «discernimiento, escucha y simpatía». Si se atiborró de citas no fue sólo para enseñar a revisar el pasado y entretejer glosas sino para que los clásicos dialogaran entre ellos y participaran en su tertulia. Plutarco y Tasso, Séneca y Erasmo, su amigo La Boétie y Raimundo Sabundio, nos llevan hasta Emerson, Nietzsche, Stefan Zweig y, de nuevo, Gide, tal si todos fueran sus conocidos.
Le pertenecen las Luces de la Ilustración tanto como la dispersión y el fragmentarismo de los románticos. Es capaz de eludir las estanterías de la historia literaria y sus simplificaciones entomológicas. También, la dureza aparentemente definitiva del bronce y el mármol: no cabe en mausoleos ni monumentos. Sin él, tal vez no habría hecho Shakespeare enraizar a Calibán ni volar a Ariel, ni Proust jugar al Yo entre los reflujos de la memoria que hace del magma de la vida una historia y al pasado, una construcción del deseo presente.
Leerlo, releerlo, pulir sus entrelíneas y traducirlo, es una manera de traerlo hasta nuestra tertulia, no dejar que se duerma en el helado silencio de un sepulcro. Tómese un trago, amigo Michel, un cafelito, un mate amargo, y sigamos en la tarea de pegar la oreja y echar hebra y más hebra en la desazón y la alegría de vivir por la palabra, hasta mantener enhiesta nuestra posible y mayor tarea: la libertad.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en ABC. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.