En la moda, como en tantas cosas que atañen a la vida social, los creadores se valen de referencias que, inicialmente, no proceden del universo textil. Hay en este juego de modistas y diseñadores bastantes apelaciones históricas, literarias, y como ahora veremos, también cinematográficas.
Por ejemplo, el conde de Chesterfield popularizó durante el siglo XIX un modelo de abrigo que hoy se denomina, simplemente, chesterfield.
El blazer, una chaqueta corta de color azul marino, a la que adornan unos botones de latón con la insignia de la Marina Real británica, debe su nombre al capitán de la fragata HMS Blazer, quien ordenó a su tripulación el empleo de dicha prenda para agasajar a la reina Victoria en 1837.
Uno de los personajes que la gran Sarah Bernhardt inmortalizó en 1883, la princesa Fedora Romanoff, prestó su nombre a ese sombrero, el fedora, que en la ficción cinematográfica portaron con galanura héroes como Indiana Jones.
Trilby (1894), una popular novela de George Du Maurier, sirvió para designar otro sombrero flexible: el trilby.
Y ya que citamos el apellido Du Maurier, hay que acudir a una de sus más conocidas depositarias, Daphne, porque esta escritora es indispensable para estudiar la palabra que hoy nos interesa: rebeca, equivalente de lo que los ingleses llaman cardigan en honor de otro personaje, Lord Cardigan.
Leamos esta entrada del Diccionario manual e ilustrado de la lengua española (Real Academia Española, 1984): «rebeca. (Del n. p. Rebeca, título de un filme de Alfred Hitchcock, basado en una novela de D. Du Maurier, cuya protagonista exhibía prendas de este tipo.) f. Chaquetilla femenina de punto, sin cuello, abrochada por delante, y cuyo primer botón está a la altura de la garganta».
Como puede comprobarse, la señora Du Maurier es quien firmó la novela en cuestión, Rebeca (abril de 1938), y la convirtió en obra teatral (1939).
La pieza fue luego adaptada en forma de serial radiofónico por Orson Welles (The Campbell Playhouse, diciembre de 1938) y convertida en película de éxito por Hitchcock (1940).
A imitación de la obra más famosa de Charlotte Brontë, Jane Eyre (1847), el escrito de Du Maurier bordeaba el subgénero de la novela gótica, adornándolo con ingredientes propios del cuento policíaco. En definitiva, un material idóneo para el cine, y tan fascinante a ojos de los espectadores que vieron el resultado en la España de la posguerra, que éstos inmortalizaron su gozo a través de esas prendas de punto que lucía, bellísima, la actriz Joan Fontaine, aún hoy perdida en las soledades de la mansión Manderley.
Copyright del texto © Guzmán Urrero. Publiqué originalmente este artículo en el Centro Virtual Cervantes. Reservados todos los derechos.