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«Hicimos de tripas corazones». Arte y biología

¿Recuerdan la locución Natura nihil facit frustra? En efecto, la naturaleza no hace nada en vano. Lo dijo Aristóteles en su Política, subrayando que el hombre, por naturaleza, es una especie de animal social, y que «se diferencia de los demás animales al tener, por ello, el sentido del bien y del mal, el de lo justo y de lo injusto y todo lo demás que le es propio». Leucipo de Mileto dijo algo similar: «Todo lo que sucede lo hace por una razón y necesidad».

Nada en vano… Es algo que observo día a día, por el hecho de trabajar a diario dentro del bosque. Los fenómenos naturales tienen siempre una razón de ser. Todo funciona de forma sistémica, y ese bosque es quien proporcional el alimento para quienes en él habitan. De hecho, siempre hay un fruto disponible y maduro cualquier día del año.

Esta evidencia me inspiró a la hora de desarrollar una instalación que se incluyó en Parte de Art3, la Muestra de Artistas Plásticos de la Sierra Norte (16 de diciembre de 2017 – 20 de enero de 2018). Dicha instalación, Hicimos de tripas corazones, se inscribió en el proyecto En camisa de 11 varas, «una forma abierta a dinámicas que posibilitaran el reconocimiento del refrán con las experiencias personales y subjetivas del grupo de artistas».

Arte, biología, refranes… Acaso les parezca confuso. Permítanme, entonces, que les cuente el significado esta obra y en qué consiste su pulsión vital.

Los frutos, recogidos durante 12 meses, han sido transformados en formas que recuerdan corazones. Cada fruto tiene su momento de maduración y los comensales necesarios para su dispersión. Descubrirán aquí corazones de fresitas de bosque, cerezas silvestres, maíllas, saúcos, frambuesas, grosellas y moras, majuelas, serbas y escaramujos, ceresuelas, guillomas, enebrinas, endrinas, acebiñas, hiedras…

El espectador se encuentra con algunos de estos  frutos embutidos a lo largo de 9 metros de tripa deshidratada. Es una longitud similar a la del intestino humano. Y es que, como dicen Carmen Peláez y Teresa Requena en su libro La microbiota intestinal (CSIC y Catarata, 2017), «los microorganismos, sobre todo las bacterias, que habitan nuestro intestino se conocen como microbiota intestinal. Los llamamos microbios en sentido despectivo como si solo representaran una amenaza, a pesar de que a principios del siglo XX ya se empezó a hablar de bacterias buenas. En la actualidad, ya sabemos que la microbiota intestinal es la encargada de cooperar con nuestro mecanismo de defensa a las enfermedades, de digerir componentes de la dieta e incluso del desarrollo neurológico. Además, puede modularse a través de la dieta y el estilo de vida. La pérdida de equilibrio en la microbiota intestinal puede dar lugar a enfermedades como la obesidad, la inflamación intestinal y algunos trastornos neurológicos».

Carmen Peláez es reconocida por su trayectoria en el departamento de Biotecnología y Microbiología de los Alimentos del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL-CSIC) y como jefa del Grupo de Biología Funcional de Bacterias Lácticas. Entrevistada por Laura Basagaña en Soycomocomo.es, Peláez decía que la microbiota intestinal de los humanos «ha evolucionado conjuntamente a lo largo de miles de años de desarrollo de la humanidad para adaptarse a los cambios ambientales y sobre todo a la alimentación de la especie humana. La primera microbiota que adquirimos cuando nacemos proviene de la madre y nos llega durante el parto, y también a través de la lactancia materna; por supuesto, también está influida por la alimentación posterior. Es muy importante que esta primera colonización del intestino durante los primeros dos-tres años de vida sea correcta, porque serán los microorganismos que nos ayudarán a madurar el sistema inmunitario y a estabilizar la homeóstasis intestinal. Los cambios bruscos o una colonización inadecuada durante esta fase temprana de la vida pueden afectar la predisposición a enfermedades de la edad adulta. La madre se debe alimentar correctamente durante el embarazo y la lactancia, para ayudar a que la microbiota del bebé funcione bien».

Gracias a su libro, sabemos también que «los fallos y desequilibrios en la microbiota podrían incidir en la función cerebral, en el comportamiento e incluso tener relación con el autismo, la enfermedad de Alzheimer, la depresión o la ansiedad crónica».

Laura Chaparro, de la Agencia Sinc, recogía en uno de sus artículos la afirmación que hizo en 2012 Thomas Insel, entonces director del Instituto Nacional de la Salud Mental de Estados Unidos: “Nuestros cuerpos son un complejo ecosistema en el que las células representan un insignificante 10% de la población. Más allá de los números, hoy conocemos sus sorprendentes diferencias. Una de las grandes fronteras de la neurociencia clínica de la próxima década será averiguar cómo influye la diversidad del mundo microbiano en el desarrollo del cerebro y en el comportamiento”.

«La flora o microbiota intestinal ‒escribía Chaparro‒ está formada por un numerosísimo conjunto de microorganismos que habitan en el intestino. Su cifra es similar al número de células del cuerpo humano, es decir, entre 10.000.000.000.000 y 100.000.000.000.000, algo que contrasta con su escasa masa, de unos 200 gramos en total. En su mayor parte, la microbiota está compuesta por bacterias, aunque también por virus, hongos y protozoos, y su relación con nosotros es de beneficio mutuo: les damos alojamiento y alimento y estos seres microscópicos realizan un sinfín de tareas beneficiosas para nuestra salud. Las mariposas en el estómago y los retortijones de los nervios son ejemplos de la conexión entre el sistema gastrointestinal y la mente».

En el mismo artículo, Laura Chaparro recogía una declaración del científico que acuñó en 2013 el concepto de los psicobióticos: Ted Dinan, catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Cork (Irlanda). Dcie Dinan que «os psicobióticos son bacterias que, ingeridas de forma adecuada, mejoran la salud mental».

«La gran pregunta ‒escribe Chaparro‒ es cómo llegan los psicobióticos a tener efectos sobre la psique. Una posibilidad que barajan los científicos es que los microorganismos actúen directamente sobre el sistema nervioso entérico –encargado de controlar el aparato digestivo– que, a su vez, se comunica con el cerebro. Otra opción es que regulen el sistema inmunitario intestinal, el cual modula el sistema nervioso central».

En este sentido, y a partir de estas evidencias científicas, cabría considerar a la microbiota intestinal como “el segundo cerebro de las emociones”. Y este, queridos lectores, es precisamente el concepto que exploro, artísticamente, en Hicimos de tripas corazones.

La emoción (expresada químicamente por la dopamina o la serotonina) circula ‒metafóricamente‒ por esa microbiota específica, que conforma un mundo interior y desconocido, amenazado por el abuso de antibióticos, el sedentarismo, la alimentación hipercalórica y el contacto con diversas substancias químicas, asociadas con la vida moderna pero claramente evitables. Sobre todo si nos detenemos a observar la naturaleza y comprendemos su frágil equilibrio.

Copyright del artículo, de la obra artística y de las imágenes © Mario Vega. Reservados todos los derechos.

Mario Vega

Tras licenciarse en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, Mario Vega emprendió una búsqueda expresiva que le ha consolidado como un activo creador multidisciplinar. Esa variedad de inquietudes se plasma en esculturas, fotografías, grabados, documentales, videoarte e instalaciones multimedia. Como educador, cuenta con una experiencia de más de veinte años en diferentes proyectos institucionales, empresariales, de asociacionismo y voluntariado, relacionados con el estudio científico y la conservación de la biodiversidad.