Unas cuantas imágenes insisten en mi memoria cuando evoco a Luis Rosales. Ni por nacimiento ni por edad nos correspondía encontrarnos. Sin embargo, la evidente coincidencia literaria y algunos años de trabajo en común en lo que hoy se llama Agencia Española de Cooperación, bastaron para que nos propusiéramos un largo diálogo que la muerte no ha conseguido importunar.
Por si no se supiera, él era un persistente lector de literatura americana. Diré más: un admitido seguidor de poetas como Vallejo y Neruda, un compañero de poéticas tan diversas y fraternas como las de Octavio Paz y Gonzalo Rojas.
Hay una imagen de Luis que define el conjunto de estos recuerdos: la puerta siempre abierta de su despacho, en un mundo donde es habitual echar cerrojos: una invitación al diálogo, a una suerte de audiencia perpetua.
Por esa puerta he visto pasar a Dámaso Alonso, a Gerardo Diego, a José Caballero, a Maruja Mallo. También, y repetidamente, a la ausencia de Federico. Y si de dichos se trata, retengo su manera de despedirse: «Hasta ahora» solía decir.
Es una fórmula que raramente escucho en Madrid y sí, a rachas, en puntos de Andalucía. No era el usual «hasta luego», que es una promesa de volverse a ver: habrá un luego, seguiremos vivos y nos interesará encontrarnos. El «hasta ahora» es otra cosa, es admitir que siempre contigo estaremos en el ahora, en este momento que, por repetido, parecerá no transcurrir nunca, no disiparse en olvidos o indiferencias.
Vivir en el ahora es un deber de los que privilegian la existencia y así, con su impregnación libremente cristiana, la entendía Luis Rosales. La vida es el ahora, donde todo ocurre a la vez. Lo gloso con una fórmula suya: lo junto. Estar vivo es estar junto a todo y , en especial, estar junto a todos los otros. Hasta ahora, lector/a.
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