Hace cinco siglos ya estaba rumbo a alguna parte la expedición que bajo la capitanía de Magallanes había partido de Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522. Más tarde, es decir dos años, once meses y dos semanas, los restos de la tripulación, esta vez bajo el mando de Elcano, recuperaba las costas de Andalucía. Como todos sabemos, se trata de la primera circunnavegación de nuestro planeta.
Que la hazaña correspondiera a Castilla dentro del Imperio Sacro y Romano de los Pueblos Alemanes cuyo monarca era Carlos de Habsburgo, tuvo algo de feliz coincidencia. Magallanes, un portugués, ofreció el proyecto al rey de su país, quien lo desdeñó y así lo obligó a cruzar la actual Raya de Portugal. Algo similar le había ocurrido en 1492 a Colón, a punto de tratar su proyecto con el rey de Francia, cuando fue alcanzado por un propio a caballo y súbdito del monarca Fernando de Aragón.
De algún modo, la deriva de Magallanes y Elcano redondeaba –nunca mejor dicho– la posibilidad de cercar el mundo con una sola línea de navegación. Los esquicios corresponden al citado Colón, a Vasco da Gama y a Bartolomé Díaz. Además de lo anterior, las consecuencias históricas del viaje circular son decisivas. Se comprobó que América no estaba unida a una mitológica Terra Australis sino que se trataba de un continente autónomo. El océano Pacífico se podía cruzar como el Atlántico. En consecuencia, hubo de negociarse entre los dos países peninsulares el límite del reparto mundial fijado –convengamos que de modo bastante difuso– en el tratado de Tordesillas. Lo palmario es que ambas dinastías se repartieron tierras y aguas de toda la Tierra. Según era previsible, dado que Magallanes era portugués, Portugal se atribuyó la titularidad del evento y su poeta nacional, Camoens, lo rubricó con algunos de los más altos versos del Renacimiento. Para él, un padre luso tenía el invento: Vasco da Gama.
En lo tangible, las flotantes fronteras del Pacífico se fijaron por el tratado de Zaragoza en 1529. En 1532 Felipe II mandó una expedición dirigida por Urdaneta y Legazpi para conquistar algo de Asia. Así aparecieron ante los ojos del visitante las Islas Filipinas y, con el tiempo, una ruta de medio mundo, el galeón de Manila, que partía de Cádiz, llegaba a Veracruz, cruzaba México por Tierra y volvía al mar desde Acapulco hasta Manila. Ahí queda eso, un año de trajín antes de volver a Cádiz.
Podría pensarse en que, océano más o menos, estamos ante la clásica expansión de los imperios que conocemos los humanos desde que existe memoria histórica. Pero hay una diferencia esencial entre las experiencias anteriores y las posteriores a la dichosa expedición circunavegante. Los imperios clásicos, fueran de Alejandro Magno, Roma o Gengis Khan, identificaban el mundo con su propia extensión y así se consideraban señores del mundo. Pero el mundo, según sabemos, era algo más grande. Ahora sí, a partir de 1522, los imperios se fueron tornando globales pues en un solo recorrido se podían poner en cualquier sitio del planeta y dar/recibir batalla. El proceso abierto fue y es la globalización. Nos hemos habituado a pensar que el fenómeno es reciente, acaso de fines del siglo XX, cuando ya tenemos jet, satélites artificiales y viajes a la Luna. No. La globalización es mucho más antigua y menos vistosa y sí más patética y exhausta. La acabaron protagonizando un puñado de marineros europeos más un esclavo malayo, muertos de hambre, disecados por el escorbuto, habituados a los filetes de rata y a la crema de gusanos, tendidos febriles sobre la cubierta del Victoria, volviendo a oír hablar español en las calles dibujadas por el Sol andaluz.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.