A partir de la década de 1930, cierta zona de la literatura argentina empieza a ser frecuentada por los fantasmas. No se trata de los fantasmas de la novela gótica ni de las apariciones de la ficción modernista. Tampoco, de las alucinaciones mórbidas que cruzan muchas páginas de las novelas naturalistas dedicadas a la observación del genio y la locura, el crimen y el delirio. Los fantasmas góticos asustan desde una zona intermedia de cadáver insepulto, donde la carne descompuesta se niega a ganar la quietud de la muerte.
Los fantasmas modernistas –los de Las fuerzas extrañas de Lugones– integran el mundo de lo sobrenatural, de una realidad intangible por la ciencia y que sólo el arte puede percibir o, al menos, denunciar. En cuanto a las visiones de los locos, borrachos o genios del naturalismo, suelen tener explicaciones científicas, de mayor o menor verosimilitud causal. Sicardi, Chiappori, cierto Horacio Quiroga se ocuparon de ellas. Se relacionan con la categoría romántica del visionario convertido en artista, que advierte lo que el filisteo no percibe. Los narradores argentinos de la citada época heredan este punto de vista. Fingen pertenecer al mundo burgués en el que suceden sus fábulas, pero toman distancia respecto a las percepciones habituales de sus habitantes. Ven lo que éstos no ven.
Si atendemos a las fechas podemos señalar la Gran Depresión iniciada en 1929 y la consiguiente parálisis histórica que afecta al imaginario de unos cuantos letrados del país. La historia pierde su prestigio y la realidad del realismo queda en entredicho. La práctica humana y el mundo donde ocurre se tornan conjeturales y ambiguos. El fantasma sirve de modo privilegiado para perfilar novedades y desconciertos. La inmovilidad se torna decadencia, usura, desgaste y quietismo. Paralelamente, el ensayismo de esos años –Scalabrini Ortiz, Martínez Estrada, Mallea– insiste sobre otro fantasma: la identidad nacional argentina. Se la busca fuera de la historia, en el mito, la esencia, el pasado muerto que vuelve como espectro. La Argentina de estos escritores tiene algo de fantasmal.
El fantasma es un muerto que se ignora y se sitúa fuera del mundo biográfico de los mortales, cuya vida acaba con el deceso. Es una aparición humana pero carece de cuerpo, que es el escenario de la historia. Puede ser sujeto pero no objeto de acciones. Respecto al personaje “vivo”, corporal, tiene poderes asimétricos. Al no tener tiempo, carece de historia y es invulnerable a la muerte. Es la paradójica calidad que lo convierte en motor del cuento.
La ambigüedad afecta al relato –vínculo entre el escritor y el texto– pero también a las relaciones entre los personajes, que no saben bien con quién han de vérselas. Todo el discurso se torna doblemente fantasmal y lo único realmente real es el lenguaje que lo despliega.
Especial atención merece el reencarnado. Es un fantasma que transita de un cuerpo a otro. Hay en él una doble naturaleza: su cuerpo es mortal pero su espectro es inmortal. Ambas se vuelven ambiguas, al pertenecer a ese tercer mundo donde no son del todo fantasma ni cuerpo biográfico. La historia lo afecta pero, a su vez, se exime de ella. Vive la vida de uno que fue otro y esto es especialmente significativo cuando no lo sabe de entrada y lo va descubriendo de a poco. Debe hacerse cargo de su vida actual y de la vida de otro, es coetáneo pero no contemporáneo de sí mismo, despiezando la trama de la historia. Sus percepciones y la calidad del tiempo histórico se alteran. Ambas pierden unidad y coherencia y se dispersan en lo heterogéneo y fragmentario. El reencarnado puede preguntarse: ¿quién era yo, que soy uno y otro, cuando no era uno ni otro, en ese mundo incorpóreo y transitivo en que no era uno ni otro?
La puesta en cuestión de la Historia pone en cuestión la historia, que se vuelve conjetural y deja de ser real para ser virtual. No es, puede que sea. La unidad cede ante la pluralidad: una historia es a la vez, varias historias, con finales divergentes que hacen divergente su trayecto. Borgianamente, es un jardín de senderos que se bifurcan y no conducen a una meta sino que tejen un laberinto.
Borges, en “Un teólogo en la muerte” (Historia universal de la infamia) evoca a Melanchton, el teólogo reformado, que muere y se marcha al otro mundo donde los ángeles le disponen una casa similar a la que tenía en la tierra. Melanchton no advierte que está muerto y sigue escribiendo sobre la justificación por la fe. Su apariencia es corriente, sólo que carece de cuerpo y no habrá de morir: no podrá morir. En el poema sobre Baltasar Gracián (El otro, el mismo), Borges repite el truco: “…dado a sus temas/ minúsculos, Gracián no vio la gloria/ y sigue resolviendo en la memoria/ laberintos, retruécanos y emblemas.”
Si en “Las ruinas circulares” (Ficciones) el personaje que se creía histórico advierte que es un fantasma, sueño de otro que lo sueña, en “El inmortal” (El Aleph), Marco Flaminio Rufo llega a la ciudad de los inmortales y se vuelve uno de ellos, entre los cuales está Homero, cuya fábula de Ulises ha leído Marco. Es, finalmente, Homero y Ulises, o sea nadie y todos los hombres. Su identidad, múltiple e inasible, es fantasmal como la Historia misma, desaparición en el tiempo.
¿Es un fantasma el amante de la mujer que protagoniza La última niebla de María Luisa Bombal? ¿Está viva o muerta la muerta de La amortajada de la misma autora, que nos cuenta su historia desde el ataúd donde yace? ¿Es un fantasma o un efecto de la alucinación la mujer que se suicida y sigue apareciendo en la vida de su amante, en Sombras suele vestir de José Bianco? Paulina, la del Bioy Casares de “En memoria de Paulina” insiste en la vida del narrador dos años más tarde de que otro hombre la haya matado. A Bioy le interesa tal calidad de la mujer, como se advierte en La invención de Morel, donde el narrador se enamora de un fantasma producido por una máquina de proyecciones y decide morir para incorporarse a la cíclica historia que narra dicha máquina y estar eternamente con la amada.
Abundan los fantasmas en Silvina Ocampo. Los ven los niños, los débiles mentales pero, a veces, también la gente “normal”, tanto que aparecen fotografiados. Reencarnados que evocan eras pretéritas y objetos que se animan como si fueran seres vivos, remiten al mismo mundo. En algún caso, un personaje construye la tumba de su mujer para que la crean muerta y fantasmal. En otro, el narrador mismo confiesa, por fin, estar muerto, ser un fantasma que escribe.
En Mujica Lainez el fantasma actúa con decisión. Es una muchacha reencarnada como en “La que recordaba” o es una casa que están demoliendo, la voz narradora en La casa, donde insisten dos fantasmas: un niño asesinado una noche de carnaval, y un ángel. Los narradores de Bomarzo (el duque homónimo) y El unicornio (el hada Melusina) son seres incorpóreos e inmortales, que han vivido una existencia carnal y se descarnan para contar las respectivas historias. En El escarabajo la voz que cuenta es la de un objeto que pasa de mano en mano, a través de los siglos, recordando anécdotas de sus sucesivos propietarios.
Como en el sueño, el fantasma puede intervenir en nuestras vidas de lectores según interviene en la vida de los seres de carne y hueso, pero ni uno ni los otros pueden intervenir en sus existencias. Parece un sujeto pero carece de cuerpo o se encarna en un cuerpo ajeno, con la facultad de señorear sobre la palabra que cuenta. Media entre un autor desaparecido y un lector intermitente. El redactor del texto lo invoca para que lo narre y en ese cruce reside la invención. La definitiva corporeidad del fantasma es el texto. Una corporeidad incierta pero insistente, como la vida misma.
Imagen superior: Leopoldo Lugones.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.