En un artículo de The Guardian de hace algunos años, se contaba la historia del actor Alan Alda y unos huevos cocidos. En una grabación para una serie de documentales de la que Alda era el presentador, éste se sumergía, confiado cual narrador que nada tiene que ver con la historia que cuenta, en los oscuros campos de la memoria humana sin saber que iba a ser parte activa del viaje.
Pero hete aquí que, en alguno de los descansos, los investigadores con los que se hizo el programa invitaron al actor-presentador a una merienda en el parque, donde se hizo evidente que Alda odiaba los huevos cocidos, debido a una traumática experiencia infantil.
Aquella experiencia infantil nunca ocurrió: Alan Alda había sido el conejillo de indias de su propia serie y sometido a un implante de recuerdos falsos sin que la víctima tuviera la más mínima sospecha. Los detalles del experimento los recoge la directora del mismo, la psicóloga Elizabeth Loftus, en un artículo publicado en 2003 en la revista American Psychologist –del que se extraerán, sirva de aviso, los demás ejemplos de este artículo—. Loftus explica que Alda había sido sometido previamente a un cuestionario sobre su vida, se le había preguntado sobre sus hábitos personales y se habían establecido conexiones entre su comportamiento y sus gustos culinarios. Finalmente, los investigadores se las apañaron para explicarle que, según los resultados, quedaba claro que él odiaba los huevos cocidos porque un mal día, de pequeño, tuvo tal empacho de tanto comerlos que los acabó odiando para siempre.
Alda dio por hecho que la conclusión era suya, que realmente odiaba los huevos cocidos y que había tenido una traumática experiencia durante su infancia que le había marcado de por vida.
Desde hace décadas, la investigación psiquiátrica ha perfeccionado métodos para que las personas asuman información falsa y recuerden hechos propios que nunca tuvieron lugar.
Primero, el individuo se convence a sí mismo de que es posible que un suceso haya ocurrido. Luego, se convence de que él mismo experimentó ese suceso. En este punto, “sabe” que el hecho implantado ocurrió pero que no tiene una memoria muy clara sobre los detalles. Entonces, es cuestión de que se le “guíe” para que su imaginación rellene los huecos y ofrezca la visualización deseada.
Elizabeth Loftus llevó en su día los experimentos fuera de los laboratorios para comprobar si sería posible implantar recuerdos falsos en el entorno cotidiano, donde las reacciones emocionales ante la realidad habitual son más intensas y tienden a complicar los resultados obtenidos en el entorno artificial de una sala de experimentación.
Así, cuenta cómo ella y sus colegas, tras esparcir unas gotas de desinformación entre los testigos de un ataque terrorista en Moscú en 1999, lograron testimonios sobre el atentado en que los declarantes hablaban de animales muertos y heridos, como gatos que yacían sangrando entre los escombros, descritos con gran detalle y realismo.
Pero nunca hubo tales animales en el escenario del ataque terrorista. “Podemos distorsionar fácilmente el recuerdo de los detalles de un acontecimiento que experimentamos”, dice Loftus, “y también podemos llegar hasta el punto de implantar recuerdos totalmente falsos; los llamamos ‘recuerdos falsos enriquecidos’ porque son muy detallados y extensos”.
Los investigadores han llegado al punto de poder implantar recuerdos imposibles que se escaparían a toda lógica, como afirmar sin ninguna duda que se tuvo un encuentro con Bugs Bunny en Disneylandia.
Bugs Bunny habita en el país de Warner Bros…
Un detalle de este tipo no es ninguna tontería si se transplanta la analogía y se consideran las consecuencias que tiene, por ejemplo, la declaración de un testigo ocular en un juicio por asesinato.
Nada impide, así, que la realidad se complique de manera kafkiana y sean varios los testigos que hayan visto a Bugs Bunny en Disneylandia, porque entonces no habrá dios que libre al inocente conejo de una condena por espionaje industrial.
Una emoción fuerte puede tanto reforzar como debilitar los recuerdos reales. Por un lado, los recuerdos falsos, una vez aceptados, pueden evocar fuertes emociones e imitar sentimientos reales sin ninguna diferencia. Por otro lado, en el caso de traumas, por ejemplo, se reduce la importancia de recuerdos dolorosos hasta el punto del olvido. Esto es otra forma de recuerdo falso: algo que nunca ha ocurrido.
Un grupo de la Universidad de Sussex, dirigido por el psicólogo Daniel Wright, encontró que las personas propensas a la falta de atención y fallos de memoria son las más vulnerables a los recuerdos falsos. En una necesidad del cerebro por rellenar los espacios en blanco, los olvidos pueden dejar a estas personas indefensas ante la distorsión de recuerdos, por lo que verdadero y falso se tornan más difíciles de distinguir.
Michael Anderson, de la Universidad de Oregón, ha estudiado la capacidad de ciertas sustancias químicas para anular los recuerdos de experiencias traumáticas. Así, el propranolol se ha convertido, gracias a los experimentos de diferentes universidades, en un bloqueador comúnmente prescrito para los casos de desorden de estrés postraumático, interfiere con la ruta neuroquímica que se cree es responsable de hacer que acontecimientos que suscitan emociones intensas sean más memorables e interrumpe el proceso de recuerdo.
Pero la inducción química del olvido tiene su efecto sobre recuerdos reales, no sobre fantasías. Es decir, se pueden eliminar los traumas experimentados mientras permanecen los recuerdos falsos implantados. Esta inducción del olvido de experiencias reales es algo que, complementado con la implementación de recuerdos falsos, abre las puertas a infinidad de posibilidades y retorcimientos: ¿Qué pasaría si, por ejemplo, en lugar de gatos heridos, los testigos recordaran individuos con turbante en la cabeza corriendo entre el humo de los atentados de Moscú?
Los experimentos de Loftus sobre la interacción entre recuerdo y emoción concluyen con que el asunto es más complejo de lo que se pensaba hace una década, hasta el punto de que las aparentemente sencillas preguntas de quien trata de averiguar los detalles de un suceso condicionan en tiempo real los recuerdos del testigo. En caso de que las preguntas se hagan con una intención determinada y un propósito consciente, el testigo se convierte en víctima de una manipulación.
La diferencia entre los experimentos y la manipulación es tan simple como que la víctima sepa o no de la manipulación a que ha sido sometido. Si a Alan Alda no le dicen lo que había sucedido, el actor pasaría el resto de su vida seguro de su trauma infantil.
Se puede, por ejemplo, lograr que alguien recuerde un encuentro desagradable con cierta persona, que hubiera insultos o cualquier tipo de desprecio. De esta forma, el control sobre el comportamiento de la persona afecta a su vida más personal. Y todo sin que la víctima sea consciente de manipulación alguna.
Pero hay una vertiente más “positiva” en esto de la manipulación: la inducción de olvidos y recuerdos falsos es defendida como una solución terapéutica para los casos de estrés postraumático. El caso es que, puesto que cada día somos más vulnerables y “sensibles” al sufrimiento, es de esperar que los requisitos para tomarse un par de propanololes sean cada vez menos.
Dice Loftus que, al final, es una cuestión de elección personal: o ser más sabios pero tristes y deprimidos con los recuerdos de todos los horrores pasados, o no tener tanta memoría pero vivir felices. Una reflexión que me lleva a citar un pasaje de esa profecía que es Un mundo feliz, de Aldous Huxley: «La gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio.»
Imagen superior: Pixabay.
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