Paul Valéry dijo alguna vez que Europa era una península asiática administrada por una comisión americana. También dijo que las civilizaciones habíamos comprendido que somos mortales. Lo dijo después de la primera guerra mundial y antes de la segunda. ¿Han perdido actualidad estas miradas sobre el mundo actual, una fórmula también valéryana?
Quizá deteniéndose en los detalles, resultan anticuadas. No hay una comisión Marshall, pero está la OTAN, cuyos bombarderos operaron sobre Europa desde Estados Unidos. Las civilizaciones seguimos siendo mortales, aunque la retícula de ellas no es la misma que en la entreguerras citada. No existen ya lo grandes imperios coloniales europeos y, aunque en España se sigue discutiendo si Cataluña es o no una nación, nuestros cacharros espaciales merodean en torno a Saturno.
En lo panorámico, Valéry sigue teniendo razón. Europa ha perdido sustancia internacional y con los restos de sus difuntos imperios –léase: inmigrantes– no sabe bien qué hacer. O algo peor: los necesita sin saber qué hacer con ellos como no darles empleos en negro. De todos modos, también ocurre lo contrario: Europa trata de ser Europa, lo que no ha sido nunca. Hubo imperios europeos que intentaron apoderarse del espacio europeo, lo cual es bastante distinto. Roma, España, la Francia de Napoleón y la Alemania de Hitler dominaron porciones decisivas de Europa, es decir de aquella península, desde un centro que declaraba periférico al resto.
La integración europea es lenta e incierta. Son dos defectos que apuntan a dos virtudes: que nada se resuelve atropelladamente y que no tenemos un modelo reconocible, es decir que vamos consiguiendo tenerlo a medida que lo hacen, o sea que estamos inventando a Europa y somos, en esto, muy creativos y originales. Hasta, en un minuto de exaltación, podríamos concluir que estamos dando un ejemplo interesante al mundo.
¿Fue alguna vez distinta la situación? Anecdóticamente, sí. Críticamente, no. Europa empezó a pensarse unida mientras recogía los escombros de la guerra más grande de la historia, la de 1914/1945, con las treguas que se quiera, que no fueron más que treguas. Digamos que el viejo ideal de una confederación de Estados europeos, invento de Víctor Hugo rehabilitado por Churchill, se impuso por la fuerza de las cosas, porque no hubo más remedio. Al tiempo, se liquidaban los dos mayores imperios coloniales que restaban: Reino Unido y Francia. La unión se imponía. Los medios de comunicación, el alcance de las armas y la expansión de las empresas, todo ello se estaba globalizando. Un proceso que nos venía desde Cristóbal Colón y Vasco da Gama pero ahora se daba en technicolor y pantalla panorámica.
Además, el paisaje europeo donde aparecen el Euroatom y la CECA para llegar al Tratado de Roma y el Mercado Común, distaba de ser homogéneo como para sostener un proceso de unificación. Media Europa estaba sometida al control soviético. Gran Bretaña no quería integrarse sino hacer su propio mercadillo común con sus antiguas y supuestamente fieles colonias. En Italia apareció un proyecto de golpe de Estado neofascista, una respuesta a las Brigadas Rojas. En Alemania, que era en realidad dos Alemanias, las cuales llegaron a estar separadas por una muralla, operaba la Banda Baader-Meinhof. Francia encaraba su quinta crisis constitucional republicana. En España estaba Franco y en Portugal, Oliveira Salazar. A toda esta trama se la llamó la gran familia europea.
Me atrevo a decir que resultaba mucho más difícil empezar la historia que continuarla, según vemos en la actualidad. Ninguno de aquellas amenazas subsiste, ni siquiera que el desenganche inglés pueda ser traumático para el continente. Digo más: ni siquiera que pueda ser. La lista de problemas a resolver es larga: desarrollo del euro, control inmigratorio, alharacas de separatismo, riesgo de proteccionismo generalizado y, especialmente: etcétera, mucha etcétera. Acaso a veces olvidamos que somos, los humanos, animales problemáticos y que llegamos a producir problemas cuando nos escasean. La península euroasiática subsiste. Hasta tiene su propia comisión, que no es ya americana. Tal vez haya llegado la hora de hablar, por primera vez en la historia, de un continente europeo y de contestar, con propiedad igualmente histórica, a la pregunta del título.
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