Xenius aparece a rachas en nuestras librerías aunque falta una edición ordenada de sus obras completas. No es un desconocido ni un olvidado, pero tampoco una referencia. Él mismo definió su historia como una suerte de constante y extraño purgatorio, lo cual lo sitúa –si es que se puede hablar de situación– como un escritor residual.
Varios libros han explorado su biografía y sus obras. Andreu Navarra los admite y, en parte, discute con ellos en un texto ambicioso y ponderado: La escritura y el poder. Vida y ambiciones de Eugenio D’Ors (Tusquets, Barcelona, 2018, 543 páginas). La tarea ha sido ímproba porque no sólo exigió navegar por la frondosa producción orsiana encuadernada, sino por sus escritos dispersos, apuntes, mecanografías inéditas, correspondencias, tarjetas postales, folletos y prospectos.
El empeño ha sido logrado y vale tanto para quien quiera iniciarse en la lectura de don Eugenio como para el especialista o el generalista que quiera enterarse de lo pensado en España durante el siglo XX. Apunto un par de aciertos estructurales: el estudio de las contradicciones perpetuas del escritor y un posible eje que permite alinear su escritura desde dentro y, como el título anuncia, sus roces con los poderes con los cuales convivió.
D’Ors no fue un filósofo sino lo que Kant propone: alguien que filosofa sin hacer filosofía, si por ella entendemos un sistema. Lo planeó pero su obra está compuesta por fragmentos y por libros inconclusos. En esto se parece a Ortega, con quien compartió empresas y peloteras. También a Paul Valéry, salvo que a éste nada le importara el problema de la fe. En los tres, sin embargo, anida y actúa una confianza en la palabra, la bella palabra que siempre es saber.
Más que un pensador, D’Ors fue un hombre pensativo y siempre ocupado en ordenar culturas desordenadas: la catalana, la española, la suya propia. Le tocaron malos tiempos, como a cualquier humano, según afirma Borges. Trató de vivir bien aún entre la patética maldad de su siglo, suntuoso de hallazgos y catástrofes.
Su vanguardismo choca con su clasicismo. Vanguardia es anarquía, experimentación y labor improvisada. Lo clásico es, por el contrario, ley, taller, razón y medida. Al lado está su contradictoria relación con el barroco, pariente del romanticismo y el modernismo. D’Ors abominaba de él porque temía serlo. Romántico es lo irracional, lo pasional, lo amorfo, el goce de la infinitud, el pintoresquismo, el casticismo y el nacionalismo. Modernismo es proliferación desbocada y, finalmente, fioritura decorativa. Octavio de Romeu, otro de sus heterónimos, propone el neocentismo: antidemocrático, autoritario, regeneracionista, sindicalista, socialista si por tal se entiende quien atiende a las necesidades del trabajador para evitar el desorden, el caos revolucionario que destruye la Ciudad. Su modelo es el déspota ilustrado del Siglo de las Luces, a cuya vera hay un intelectual imbuido de pedagogía social: Ortega, Giner de los Ríos, Costa.
No menos contradictorio es su supuesto catolicismo. D’Ors tenía poco y nada de cristiano. De hecho, su modelo de sociedad y de Estado era la Roma pagana. Y su religión católica es un antiguo culto agrario a Ceres, la Madre Tierra, enmascarada en Virgen María, madre del héroe. Otro paganismo, levantino y mediterráneo, distante del nórdico, vindicado por los nazis, por los que –a menudo secretamente– sentía desprecio por su talante plebeyo, patán y hortera.
Xenius fue teatral, gesticulante, barroco en su escritura y cultor de ritos y ceremonias. En esto, casa bien con el catolicismo, el jesuítico de la Contrarreforma, que logró cohesionar una sociedad tan aficionada al repetido motín, instruyéndola en un culto refinado y estetizante. Barroco, y con él volvemos al dualismo anterior y a la que es, quizá la mejor aportación de su obra: el estudio del barroco como una morfología cultural inherente a una época. Desde el otro extremo político, lo replica un personaje simétrico: José Bergamín. Y esto sin olvidar que considerar el barroco una época histórica es asimismo obra de otros intelectuales no casualmente latinos: Benedetto Croce y Américo Castro, con su Edad Conflictiva, la propia de las formas que vuelan ante las formas que pesan, las clásicas, siguiendo la nomenclatura orsiana.
Hay en el escritor, y Navarra lo indica con lucidez, un elemento axial y es la utopía. Toda su vida sostuvo un credo imperialista: durante su juventud, aplicado a Cataluña; en la primera guerra mundial, a Alemania, líder dinámico de una Europa unida; tras ella, el fascismo italiano y la retórica neoimperial romana de Mussolini; finalmente, la alharaca del imperio español voceada por el franquismo. Según se ve, unas empresas fracasadas. D’Ors revisó su catalanismo, considerándolo un ejercicio de pedantería colectiva. En cuanto a Franco, que ciertamente ganó su guerra y la vistió de cruzada, lo más imperialista que hizo fue salir deprisa y corriendo de Marruecos. Por su parte Alemania, doblemente derrotada, lo único que hizo por la unidad de Europa fue aniquilarla. Las empresas coloniales del Duce resultaron ruinosas.
La quiebra utopista lo desengañó y lo estimuló a la melancolía, si se admite que hay un estímulo melancólico para el trabajo creador. En todo caso, lo resolvió colocando el arte en la cima de la creatividad humana, incluyendo en lo estético la ironía del científico, heredero de Sócrates, que siempre está buscando saber como si nada supiese. Discutido en muchos aspectos pero jamás desdeñado, Xenius como crítico de arte señaló campos y senderos para su disciplina en España. Propuso una suerte de formalismo racionalista que hoy podemos considerar estructuralista: la obra como significante a partir de su técnica y prescindiendo de periodizaciones, encuadres históricos y minucias biográficas. No es que no existan sino que el crítico no ha de mezclarse con ellas a la hora de juzgar. De lo contrario, se mancilla la libertad que el artista se ha tomado al construir su obra, imponiendo a ésta unas categorías previas que la ensombrecen y anulan su autonomía.
En este punto surge otra tensión orsiana, la producida por su actitud ante la historia. Propuso una ciencia de la cultura que partiese de una morfología de sus objetos y sustituyera a cualquier filosofía de la historia. Sucesión, continuidad y evolución quedaban así suprimidas. Pero, a la vez, inventó la categoría del eón, que define una época a partir de una palabra rectora –lo que Foucault denominará su arqueología– y la aparición de un personaje heroico que la encarna, de modo que todo aparece fechado aunque insistan las repeticiones estructurales que oscilan entre el desorden propio de lo irracional, lo abusivo y confusamente musical (medievalismo, barroco, romanticismo) y el orden propio de la razón, la expresión, lo efable y transparente (lo clásico). Es curioso observar la repartija de roles que hace D’Ors cuando aplica la teoría al caso: el Greco, Delacroix y Gaudí son malos ejemplos; en cambio, Picasso en la pintura y en el dibujo de línea, y Schönberg con el rigor austero y normativo de su atonalidad serial, son paradigmas.
Tales prototipos no se dan en lo concreto, que nunca se repite, y en esta insistencia compatible con la diversidad, el escritor halla una suerte de dialéctica histórica. En efecto, la historia orsiana es un congreso donde todo está dicho a medias en una interminable deliberación. Acaso por ello, sus relaciones con el poder no cuajaron nunca en puestos de dirección políticos.
D’Ors siempre fue hábil para encontrar espacios de acomodo, incluso durante la Segunda República, pero a la vez tuvo iguales desacuerdos y cesantías. El poder lo atraía en tanto lugar donde encajan los hombres de acción, los decisores, los mandones y los efectivos. Admiró a Prat de la Riva, al emperador de Alemania, a los bolcheviques, a los fascismos, a cierto brillo en Mussolini y mucha opacidad en Salazar. Daba igual: eran obedecidos. Su prosa a menudo enrevesada, propicia al neologismo y el arcaísmo culterano, abusivamente coqueta, despertaba respeto a la distancia y sospecha de cerca, porque olía a heterodoxia, cuando no a herejía.
Ante la tremenda crisis civilizada y su inesperado salvajismo, Xenius se encantó, sin euforizarse, por los remedios heroicos. Sólo ellos podrían regenerar la historia humana. Finalmente –mejor dicho: desde el comienzo– el hombre es un animal pecador, expulsado del Paraíso por su exceso de curiosidad y de tal modo anda, andamos, culposos y curioseando, inquiriendo, dando vueltas por el mundo que, a su vez, gira sin tenernos en cuenta. Más allá de él, quizás esté el Todo o, por lo mismo, la Nada. No contamos con uno ni con otra. El libro de Navarra nos muestra que esta leña de contradicciones y otredades es como la materia de una hoguera que nos sigue calentando. Por acudir a una figura que seguramente le gustaría gastar a Xenius: porque la zarza bíblica habla cuando arde.
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