Con cierta parsimonia pero también con regularidad, se reponen algunos títulos del teatro de Alejandro Casona (1903–1965). Siempre fue un mimado de los públicos. En los años de la República, con La sirena varada y Nuestra Natacha (filmada en España y en la Argentina) y, luego, en el exilio al cual lo obligó su actuación en las Misiones Pedagógicas.
Estrenó en México, Venezuela y, especialmente, en la Argentina, durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta: teatro, cine, televisión y radio acogieron sus comedias y libretos. Llegó a escribir hasta un texto de ópera, Don Rodrigo, con música de Alberto Ginastera en su primera incursión dentro del teatro lírico.
En 1962 Casona volvió a España y dio a conocer su repertorio prohibido. Las plateas volvieron a aplaudirlo y cierta crítica marcó su desazón, propia de tantos momentos de la posguerra: ¿por qué prohibir como rojo peligroso a este hombre de teatro tan suave y conciliador, capaz de alinearse con la dramaturgia española del momento?
El tiempo ha limado asperezas y puesto un poco de orden en el juicio crítico. El teatro de Casona se sostiene por su buena carpintería, su habilidad para el diálogo, la prudencia en la motivación para desarrollar situaciones y cierto cuidado poético en la elocución, no exenta de manierismos y cursilerías. Lo lastran su tendencia a neutralizar conflictos y una dosis de didactismo y conclusiones edificantes.
Entre sus contemporáneos hay escritores de mayor alcance lírico, como Lorca, o mayor riesgo estético y técnico, como Jardiel Poncela, pero Casona no empalidece ante las comparaciones. Tal vez su obra más conseguida sea una fábula popular asturiana, La dama del alba, estrenada en Buenos Aires por Margarita Xirgu, quien lo había presentado en sociedad, en el Madrid de 1934, con La sirena varada.
El mundo de Casona va de la una a la otra: la ilusión que hace posible la vida en medio del horror del mundo, es como una sirena varada, un fabuloso animal marino abandonado en la tierra firme de la historia. La «dama del alba» es la muerte a la cual distraen de su tremendo cometido unos niños, con sus cantos y juegos. El arte, para Casona, fue como tales entretenimientos que postergan la muerte, la peregrina que se mete en todas las casas, previsible y siempre a destiempo. Este birlibirloque ante la muerte permite sobrevivir a ciertas obras, que siguen acompañando la vida de todos y de ninguno.
Imagen superior: Asunción Sancho, protagonista del estreno en el Teatro Bellas Artes de Madrid de «La dama del alba». Fotografía: Gyenes (1962).
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.