El guionista Jean-Claude Carrière, que trabajó con Luis Buñuel en películas como Belle de Jour, El discreto encanto de la burguesía o Ese oscuro objeto del deseo, decía que el cine existió mucho antes de su nacimiento oficial. Existía ya en la prehistoria, porque hay que suponer que los trogloditas soñaban, y soñar no es otra cosa que proyectar una película en el interior de nuestro cerebro. No se trata de una idea romántica o una metáfora, sino de una descripción que cualquier persona, si ha prestado un poco de atención a sus sueños podrá confirmar.
Y no sólo existía el cine durante el sueño, “el cine de las sábanas blancas”, como lo llamaba mi abuela, sino que ya existía en las fotografías de caballos y atletas que hizo Ernst Muybridge antes de que los hermanos Lumière presentaran su primera película. Las fotografías de Muybridge no pudieron verse entonces como cine, pero sí son ahora las primeras películas que conservamos.
Muybridge colocaba cámaras que se disparaban una tras otra al paso del caballo. Si ahora unimos esas fotografías de manera sucesiva, como si fueran fotogramas en una tira de celuloide, y las proyectamos, lo que descubrimos es un movimiento como el del cine.
Otro invento narrativo moderno, el hiperenlace que nos permite navegar por Internet simplemente pinchando en un vínculo, también ha existido mucho antes de que fueran inventados los ordenadores y la red mundial. Por ejemplo, en las notas a pie de página de un libro, que permiten que el lector navegue desde el cuerpo principal del texto hasta aspectos específicos, como la referencia al ensayo del que procede una cita; lo que, a su vez, puede hacer que el lector cree por sí mismo otro hiperenlace y viaje hasta un estante de su librería para tomar el libro mencionado y abrirlo por la pagina indicada, lo que a lo mejor le permitirá establecer un nuevo vínculo, por ejemplo descolgando el teléfono para llamar a su profesor y consultarle una duda.
El Talmud judío también ha sido considerado un primitivo hipertexto. Durante siglos los diferentes sabios y rabinos añadían comentarios al texto principal, que era ya un comentario a sus textos sagrados, y después, siglo tras siglo, añadían comentarios a los comentarios, creando complejísimos documentos que remitían unos a otros de manera difícil de manejar. Cuando se inventó la imprenta, Daniel Blomberg, que no era judío, ideó un método para mostrar en una misma página el texto principal, que ocupa el lugar central, y los diversos comentarios, situados alrededor, cada vez más hacia el exterior según su importancia o la época en la que fueron escritos.
En una página del Talmud, las distintas columnas de texto han sido escritas por distintos autores y en diferentes épocas, y son como los hipervínculos de una página web que nos llevan a otra pantalla, pero en este caso todo está desplegado en la misma hoja.
El Talmud, en efecto, es un hipertexto desplegado, como se puede observar en esta imagen:
Otros precursores de la narrativa hipertextual son Rayuela y 62 modelo para armar, de Cortázar, o el Diccionario jázaro, de Miroslav Pavic, que se compone de tres textos, uno cristiano, otro musulmán y otro judío, que cuentan los mismos sucesos pero desde diferentes perspectivas y ordenados a manera de diccionario que, además, tiene un ejemplar “masculino” y otro “femenino”.
A pesar de todos estos precedentes, lo que proporcionan los ordenadores y los soportes digitales actuales es una facilidad de uso que convierte en realidad inmediata casi todas las posibilidades del hiperenlace que antes sólo se imaginaban, y que permiten que el lector pueda encontrar, consultar e incluso leer todos los libros que se contienen en un único libro.
Los precursores del hipertexto, como el Talmud, Rayuela o los librojuegos de aventuras eran propuestas difíciles de seguir sobre un papel, pero se convierten en un campo muy prometedor gracias al ordenador, que permite hacer permutaciones en cascada; a Internet, que facilita acceder a millones de datos, y al hiperenlace, que sirve para conectarlo todo.
Ahora en un texto que aparece en la pantalla de un ordenador o lector digital, basta una señal sencilla, como una palabra subrayada en azul, para abrir un nuevo documento, leerlo y regresar, de nuevo con un clic, al lugar de origen. El hiperenlace reproduce de manera efectiva el modo de funcionar de un cerebro sano, que no se mantiene en un mismo carril, sino que salta continuamente a uno y otro lado, explorando las vías paralelas o perpendiculares, constatando que la historia de la literatura se encuentra en cierto modo en el interior de cada uno de sus volúmenes, como mostró, aunque todavía sin poder usar el hiperenlace, Roland Barthes en su análisis de la novela de Balzac Sarrasine.
Del mismo modo que las fotografías que hizo Muybridge ahora se pueden convertir en cine, los textos que contenían hipernarrativa en ciernes ahora pueden disfrutarse realmente como tales, y no de manera lineal. Con el hiperenlace, los ordenadores y la red mundial, lo que hasta hace poco había sido un sueño, una sugerencia o una intuición, ha empezado a convertirse en realidad.
Pero todavía no hemos conocido al verdadero precursor del hipertexto: Jorge Luis Borges.
Borges, santo patrón del hipertexto
Cuando los historiadores del mundo digital, internet y la hipernarrativa rastrean en el pasado en busca de precursores del hiperenlace, encuentran libros como el Talmud editado por Daniel Blomberg, o el Diccionario filosófico de Pierre Bayle. Se trata, en efecto, de hipertextos antes del hipertexto.
Pero no es a Bayle o a Blomberg a quienes señalan los historiadores como padres fundadores, sino a Vannevar Bushy a Jorge Luis Borges. Así lo hacen Janet Murray y Lev Manovich, los autores de la deliciosa antología The New Media Reader (El lector de los nuevos medios). En The New Media Reader se reúnen textos que anticiparon o establecieron los nuevos modos narrativos que apenas ahora empezamos a aprender a disfrutar, casi todos ellos basados en el hiperenlace, desde los videojuegos a la literatura interactiva o la multinarrativa audiovisual.
Vannevar Bush habló en su artículo As we may think, publicado en 1945, de un aparato llamado Memex que anticipaba los ordenadores actuales y el hipervínculo que nos permite conectar informaciones diversas y dispersas en un instante. Aunque es posible que Bush pensara en el memex años antes de hacer públicas sus ideas, lo cierto es que su histórico artículo apareció en 1945, mientras que Borges publicó su cuento El jardín de senderos que se bifurcan (The Garden of the Forking Paths, en la traducción al inglés), en 1941.
El cuento de Borges ha anticipado muchas ideas, como la de los universos paralelos o Mundos Múltiples, de Hugh Everett, que intenta responder al célebre experimento cuántico de la doble rendija: resulta imposible predecir si un fotón lanzado contra una placa en la que hay dos rendijas entrará por una rendija o por la otra. Es interesante destacar que este experimento marca la diferencia entre la física clásica newtoniana, en la que es posible predecir el comportamiento de la materia, por ejemplo dos bolas de billar sobre una mesa, y la física cuántica, en la que tal predicción, por lo menos a nivel subatómico, resulta imposible. Es la diferencia entre un universo determinista y predecible y un universo indeterminista e impredecible.
La teoría de los universos paralelos o mundos múltiples propone que lo que sucede cuando lanzamos el fotón es que no entra por la rendija izquierda o por la derecha, sino por las dos. Lo que sucede, dijo Everett, es que en un universo lo hace por la derecha y en otro por la izquierda. Si observamos que ha entrado por la rendija derecha será porque estamos en uno de esos dos universos, pero, en un universo paralelo, otra persona, en todo idéntica a nosotros, verá que el electrón ha entrado por la rendija izquierda.
El gato de Schrödinger es un experimento imaginario que ilustra algunas de las paradojas de la física cuántica, tanto el principio de incertidumbre de Heisenberg, como la teoría de los mundos múltiples o universos paralelos. Pronto subiré a mi página un mi ensayo La filosofía de la física cuántica (1995), donde se intenta explicar esta paradoja, pero por ahora recomiendo a quien no conozca el asunto la extraordinaria página de Pedro Gómez-Estebán Cuántica sin fórmulas.
Borges y el hiperenlace
Aquí nos interesa El jardín de senderos que se bifurcan no por su relación con la física cuántica, sino porque se considera el primer texto en el que se expresa con claridad la idea del hiperenlace. No es casualidad que una de las obras pioneras de la novela hipertextual se llame Victory Garden: su autor, Stuart Moulthrop, quiso rendir un homenaje a El jardín de senderos que se bifurcan. Moulthrop también adaptó el propio cuento de Borges a la forma hipertextual.
En el cuento de Borges se desarrolla una trama que se ramifica hasta alcanzar una complejidad inabarcable, pero que se puede resumir en su aspecto más trivial con cierta sencillez. Parafraseo la sinopsis que ofrece la Wikipedia:
“El espía chino Yu Tsun, que trabaja para los alemanes, huye de Londres perseguido por el capitán inglés Richard Madden. Yu Tsun encuentra en una guía telefónica la dirección del sinólogo Stephen Albert y se reúne con él en su casa de campo. Los dos hombres hablan y descubrimos que Yu Tsun es el bisnieto de Ts’ui Pên, un astrólogo chino que se había propuesto construir un laberinto infinitamente complejo y escribir una novela interminable: El Jardín de Senderos que se Bifurcan. Después de su muerte, se pensó que había fracasado en sus dos tareas: no se sabía que existiera el laberinto y la novela estaba incompleta y resultaba absurda e incoherente, por ejemplo, algunos personajes morían y reaparecían en capítulos posteriores.Albert acaba por revelar a Yu Tsun que ha descubierto el secreto de la novela: el libro es el laberinto, y el laberinto no es espacial sino temporal. El jardín de senderos que se bifurcan es la imagen incompleta del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên.”
Este resumen, que no abarca el cuento de Borges porque es uno de esos relatos que no pueden ser resumidos, lo he tomado con algunas modificaciones de la Wikipedia; he eliminado, por ejemplo, la expresión “fortuita coincidencia borgeana” para explicar el encuentro entre Yu Tsun y Stephen Albert, en primer lugar, porque no se trata de una coincidencia; en segundo lugar, porque Borges detestaba que se calificara algo como borgeano. No le gustaban adjetivos como dantesco o cervantino, como recuerda Bioy Casares: “A Cervantes cuando escribió el Quijote, no se le ocurrió ser cervantino ni a Kant kantiano ni a Goethe goetheano.”
Un día le preguntó un conocido crítico cómo debía definirse su obra, “borgeana” o “borgeseana”: “Simplemente como la obra de Borges”.
Y recuerda también Bioy Casares: “Al poco tiempo me propuso la siguiente broma:
–Por qué no hablamos de la obra “Joséortegaygasseteana”, o de la obra “Marcelinamenéndezypelayesca”. De paso inventamos las frases más largas de la lengua castellana, ¿qué le parece?”
Yo estoy de acuerdo con esa aversión de Borges, como puede comprobar quien lea mi ensayo Nada es lo que es, el problema de la identidad, donde dedico un capítulo a este asunto y explico por qué Kafka no es kafkiano.
Volvamos ahora, en este artículo con tantas bifurcaciones, al cuento de Borges.
Las primeras anticipaciones del hiperenlace en el cuento de Borges se encuentran en lo que dice su personaje Stephen Albert al contar a Yu Tsun el proyecto de su abuelo:
“A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.”
En otro pasaje parece describirse una novela hipertextual muchos años antes de que aparecieran: “En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo.”
Se encuentra en el relato de Borges la presencia constante de los laberintos, una construcción y una figura que no es frecuente en China, aunque aparece en El sueño del pabellón rojo, que fue tal vez la inspiración más evidente de El jardín de senderos que se bifurcan, pues Borges amaba aquel libro chino; también hay un laberinto en El romance de los tres reinos, que no sé si Borges llegó a leer.
Es casi seguro que Borges oyó hablar o leyó algo acerca del Yuan Ming Yuan, el antiguo Palacio de Invierno de Pekín, en el que había dos laberintos, uno a la manera china y otro que imitaba los occidentales. Cada uno de los laberintos parece una metáfora de distintos tipos de narrativa hipertextual.
En el laberinto occidental se propone un cosmos ordenado y geométrico, cartesiano, casi como si se tratara de un libro lineal que se lee de principio a fin con una sucesión de capítulos, apartados y páginas ordenadas en forma jerárquica y de índices alfabéticos.
Por el contrario, en el laberinto chino reina un aparente desorden y los caminos parecen fruto del azar, como un hipertexto sin ordenar, como internet, donde los hiperenlaces nos llevan a sitios a menudo inesperados, donde la información se dispersa en forma de redes y se conecta mediante asociación de ideas, semejanzas o puro azar.
Aunque en el laberinto chino el emperador proponía un recorrido de 42 escenas, lleno de agradables sorpresas, de perspectivas insólitas, de rincones encantadores o misteriosos, cada visitante podía elegir otra bifurcación y crear nuevos senderos, como si leyera Rayuela o 62/modelo para armar, las dos novelas hipertextuales de Cortázar.
Esos dos laberintos quizá fueron la causa de que el espía Yu Tsun trabajara para los alemanes en el cuento de Borges, porque durante la Segunda Guerra del Opio de 1860 los ingleses y los franceses incendiaron y destruyeron aquellos increíbles jardines, que eran una imagen del universo mismo.
Janet Murray, antóloga de The New Media Reader establece una comparación interesante entre Borges y Bush, aludiendo a que ambos escribieron sus textos durante la Segunda Guerra Mundial, que sin duda es un primer atisbo de la “globalización”. No es extraño que en esos años, durante los que cualquier persona se acostumbró a oír hablar de italianos, alemanes, ingleses, chinos, japoneses, estadounidenses, rusos, húngaros, australianos; y de lugares como Bélgica, París, Berlín, Pearl Harbor, Tokyo, Nankín, Stalingrado, Varsovia, Egipto, El Alemein o las Árdenas, muchos llegaran a imaginar el mundo como un laberinto complejo, lleno de senderos, de idiomas, de lenguas, de claves y de pasadizos ciegos.
Es cierto también que tanto Borges como Bush imaginan un laberinto que comparan con la mente humana y el universo, pero para Borges se trata de un lugar en el que uno no tiene más remedio que perderse, mientras que Bushlo considera como un problema o un acertijo que sí se puede resolver.
En esta encrucijada nos detenemos, dejando para otro momento la solución imaginada por Vannevar Bush al caos hipertextual y otras coincidencias que lo acercan a Borges, como su aversión al orden alfabético.
Sobre laberintos occidentales, el libro más completo que conozco es el de mi amigo Marcos Méndez Filesi: El laberinto, historia y mito.
Los ingleses emplean dos palabras para referirse a los laberintos: labyrinth y maze. Aunque en el lenguaje común se usan indistintamente, algunos expertos emplean labyrinth para referirse al laberinto unidireccional, como una espiral con un centro y maze para referirse a los multidireccionales que ofrecen diferentes senderos en cada bifurcación. Sin embargo, los antólogos de The New Media Reader prefieren traducir el “laberinto” de Borges como “labyrinth”, a pesar de que es uno de los más complejos laberintos. Su elección es, en mi opinión, acertada, pues la idea de que el laberinto cretense era una simple espiral procede de las ciertas representaciones simples que se hicieron célebres en la Antigedad, pero el relato cretense habla sin duda de un laberinto de múltiples caminos y encrucijadas, pues, si se tratara de una simple espiral, Teseo no habría necesitado el hilo de Ariadna.
En el libro de Marcos Méndez Filesi El laberinto, historia y mito, se muestra la complejidad de los laberintos y cómo escapar de aquellos en los que el truco de avanzar con una mano pegada siempre a la pared, que se menciona en el relato de Borges, no sirve.
El libro múltiple y sus hiperlectores
En las últimas décadas no se ha producido una mutación genética en la especie humana, así que el lector de esta página quizá se preguntará por qué antes sólo había lectores y ahora hay hiperlectores. La respuesta es que antes no había hipertextos, sino textos.
Sí, es cierto que no es del todo cierto lo que acabo de decir, porque ya conté que existen precursores del hipertexto, desde el Diccionario histórico–crítico de Bayle a Rayuela o 62/modelo para armar de Cortázar, aunque su apariencia sea la de textos lineales, es decir libros a la antigua usanza.
Lo anterior nos lleva a una nueva pregunta: ¿qué es lo que ha hecho posible que haya hipertextos? Los lectores fieles ya saben que la respuesta se encuentra en otro lugar de este artículo, y que esa respuesta es la palabra ‘hiperenlace ’.
¿Y qué es el hiperenlace? La respuesta ahora no puede ser más sencilla: el hiperenlace es lo que acaba de usar el lector para llegar a esta página en la que le hablo de los hiperlectores.
Pero, si nos limitamos a la narrativa en sí, ¿qué diferencia existe entre un lector y un hiperlector o entre un texto y un hipertexto? Una manera de intentar entender esa diferencia puede ser recordar las teorías del filósofo alemán Leibniz acerca de las mónadas, por ejemplo en su Monadologie.
Leibniz pensaba que cada uno de nosotros poseemos un alma creada por Dios, aunque en vez de hablar de almas prefería la palabra “mónadas”. El lector no debe inquietarse si no acaba de entender a qué se refiere exactamente Leibniz con mónadas y cuál es la diferencia exacta ente alma, átomo, materia, esencia o sustancia, porque con ciertas ideas filosóficas hay que aplicar lo mismo que dijo Richard Feynman de la física cuántica: “Si lo entiendes es que no lo has entendido”.
Lo importante es que Leibniz opinaba que cada mónada, cada “yo” personal (tú, por ejemplo), percibe el universo desde un punto de vista diferente; esa visión, esa perspectiva única e intransferible es lo que nos hace diferentes, lo que define nuestra identidad. El universo según Leibniz es el conjunto de todos y cada uno de los puntos de vista, de todas las relaciones entre las diferentes percepciones de las mónadas. Ahora bien, Dios no posee un único punto de vista como nosotros, sino que también percibe todo el conjunto de mónadas y sus relaciones. Esa es la diferencia entre nosotros y Dios. Nosotros tenemos un punto de vista y no vemos la totalidad, pero Dios sí la ve.
El lector tradicional, el que lee libros e historias lineales desde la primera palabra hasta la última sería como una mónada con un único punto de vista, mientras que el hiperlector sería algo así como un aprendiz de Dios.
Es un aprendiz y no Dios mismo porque el hiperlector nunca podrá ver la totalidad de las relaciones y nexos de una historia al mismo tiempo; ni siquiera podrá degustar, en cualquier hiperhistoria medianamente complicada, todas y cada una de las posibilidades que ofrece la combinatoria.
Para demostrarlo, pensemos en un libro de poemas como el que publicó Raymond Queneau, 100.000 millones de poemas.
Es un libro que sólo tiene diez páginas pero que contiene 100.000 millones de sonetos. Cada una de las páginas está recortada separando cada verso del poema, de tal modo que el lector puede combinar el primer verso del primer soneto con el segundo verso del quinto, el tercero del séptimo, el cuarto del noveno, creando un poema que quizá ningún otro lector ha leído, porque para leer todos los poemas haría falta disponer de mucho tiempo libre: “Es una especie de máquina para fabricar poemas, aunque en un número limitado; pero este número, aunque limitado, proporciona lectura para más de doscientos millones de años si se lee venticuatro horas al día ”.
A continuación ofrezco al lector el poema que he escrito a medias con Queneau en una página interactiva de su libro.
Es el soneto 568115, y aunque se lo atribuyan a Queneau, es obvio que él y yo lo hemos creado juntos, porque él no pudo escribir uno a uno ni leer siquiera los 100.000 millones de poemas que contiene su libro. El lector puede escribir su propio poema con Queneau en 100,000,000,000,000 Sonnets.
El ejemplo del libro de Queneau nos revela que nadie puede contemplar al mismo tiempo todas las perspectivas de las mónadas y la compleja relación de todos sus puntos de vista, cada mónada sólo contempla los nexos conectados con ella y que se extiende a lo largo de su perspectiva. La visión de todas las conexiones queda reservada a dios, al Hiperlector con mayúsculas.
Sin embargo, nosotros, en tanto que hiperlectores modestos, podemos superar las limitaciones del lector de textos lineales y percibir una parte de la inmensa red de nexos, e incluso hacerlo desde diferentes puntos de vista. Lo diré de otro modo: ser un hiperlector es tener la posibilidad de ocupar el lugar de otro lector y, desde ese nuevo e inesperado punto de vista, contemplar otra vez el universo, o lo que Ted Nelson, el creador del hiperenlace, llamaba el Docuverso: ese cosmos formado por todos los textos y piezas audiovisuales contenidos en la red mundial. No leer una única historia, sino muchas, y percibir de este modo un atisbo de la complejidad, de ese ‘orden implicado’, oculto bajo las apariencias inmediatas, del que hablaba David Bohm.
Aunque el lector de esta página no haya leído ninguna novela hipernarrativa, ni visto ninguna película que ofrezca diferentes finales a la carta, también es sin duda un hiperlector y ha disfrutado de la narración hipertextual. Es probable que lo haga todos los días, si tiene la costumbre de conectarse a Internet, o todos los días en los que acuda a su cita con la Biblioteca ideal. Porque Internet es una gigantesca hipernarrativa en la que unos enlaces nos van llevando a otros. Bienvenido, hiperlector de esta página, al punto de vista del Dios de Leibniz.
Sospecho cuál será la tercera pregunta, así que dedicaré próximos artículos a explicar qué es y cómo se inventó el moderno hiperenlace. Es una historia fascinante, como todas las relacionadas con el mundo digital.
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