A finales del siglo XIX, Robida era un ilustrador muy popular en Francia. Trabajador incansable, editó durante más de una década la revista La Caricature, publicó en periódicos y semanarios diversos miles de dibujos satíricos que reflejaban los años de la belle époque y escribió y dibujó más de ochenta libros relativos a todo tipo de temas, desde los viajes a la literatura infantil. Su estilo suelto y dinámico con toques de humor, fue el precursor de, por ejemplo, los chistes de Far Side de Gary Larson.
Pero Robida se recuerda hoy sobre todo por sus tres novelas, escritas entre 1882 y 1892, en las que predecía cómo sería la vida a mediados del siglo venidero. Fue una figura única en la CF del siglo XIX puesto que integró en su trabajo literatura e ilustración, creando lo que algún autor ha calificado como “novelas de ciencia-ficción multimedia”: los imaginativos textos de Robida eran completados con maravillosos dibujos.
El primero de sus trabajos fue El siglo XX…, donde las ilustraciones se apoderan de la floja línea narrativa. La protagonista, Hélène, una hermosa huérfana adoptada por la adinerada familia Ponto, vuelve a un Paris futurista desde la institución de provincias en la que se encontraba. Robida la usa como ingenua testigo a través de cuyos ojos contemplamos las transformaciones operadas en la ciudad y sus habitantes. De hecho, la ignorancia de Hélène acerca de los avances del futuro es tan completa que resulta difícil de creer: se sorprende al ver una red de telecomunicaciones (aun cuando dicha red es global) que proyecta en pantallas de cristal imágenes de todo el mundo acompañadas de sonido; se le tiene que explicar el funcionamiento de las fábricas de comida centralizadas, que bombean el alimento por tuberías a cada casa (el hogar de los Ponto resulta inundado de potaje al romperse una canalización); la educación en academias de política, derecho y literatura es mixta…
Más avanzado el relato, el hijo de la familia Ponto, Philippe, ha de ser rescatado de Inglaterra, que se ha convertido en una colonia de mormones fanáticos donde la poligamia es obligatoria y los solteros son encarcelados como criminales peligrosos. Tras su huida, Hélène se casa con él y ambos se embarcan para pasar su luna de miel en un viaje por el mundo. Mientras atraviesan el Pacífico, su submarino choca con una mina, un derelicto de la guerra mundial de 1910, y los pasajeros consiguen llegar a una de las muchas islas artificiales que puntean las rutas marítimas. Allí, Philippe concibe un plan para construir un sexto continente en el Pacífico. El libro termina cuando comienza a ponerse en práctica tal plan.
Pero eso no es todo. La desbordante imaginación de Robida nos regala otras imágenes de un futuro fascinante: la Luna ha sido atraída hacia la Tierra 675 km, aparentemente sin más razón que la de iluminar las noches; Rusia ha sido totalmente destruida e inundada durante una guerra mientras que Italia ha sido comprada por compañías comerciales y convertida en una especie de paraíso turístico; Mónaco, otra nación reconvertida en parque temático, está tan dispuesta a salvaguardar su parte en ese mercado que se prepara para entrar en guerra con su vecino…
Si la ligera vivacidad de todas estas visiones del futuro puede tender a distraernos y evitar nuestra implicación en la historia, las ilustraciones lo solucionan. Son dibujos para contemplar despacio, a mitad de camino entre Phiz y Heath Robinson y llenos de detalles: aeronaves, cañones, maquinaria futurista… incluso los vestidos de época están plasmados con todas sus florituras y ornamentación.
El éxito de El siglo XX… animó a Robida a continuar con la creación de ese mundo futurista en La Guerra en el Siglo XX (1887), que narra una guerra en 1945 ayudado por aún más ilustraciones que en su obra anterior; y La vida eléctrica (1892), donde defiende la posibilidad de que la electricidad se convierta en la tecnología del futuro, planteando de manera poco científica toda una serie de posibilidades bastante fantasiosas, como que esa nueva y fascinante energía sea capaz de controlar el clima. Su visión, no obstante, guarda también un aspecto de desconfianza hacia la ciencia, un elemento común a los autores de ciencia-ficción de la época.
No puedo dejar de comentar con más detalle uno de los inventos que describe, el telefonoscopio, una fascinante mezcla de televisión e internet: un artefacto que transmite documentos, imágenes en movimiento y sonido y que funciona como receptor y emisor de mensajes personales, pudiendo ser utilizado desde el propio domicilio o bien desde oficinas públicas abiertas a tal efecto. Robida no tenía por supuesto ni idea acerca de televisión, ondas de radio, microchips de silicio o redes de información, pero supo plantear un invento útil que satisfaría las necesidades del hombre.
Robida ofrecería muchos más ejemplos de inventiva futurista que, a medida que la ciencia y la tecnología lo han permitido, han pasado a formar parte de la vida cotidiana. Los helicópteros, por ejemplo, que Robida imaginó se convertirían en el medio de transporte familiar del futuro, circulando a diferentes alturas y aterrizando en los domicilios particulares; trenes de alta velocidad que discurren por el interior de tubos metálicos; la guerra bacteriológica y química… además de nuevos escenarios sociales en los que la superpoblación es un problema y donde la mujer desempeña oficios como ingeniera y científica.
Sus libros pueden ser incluidos dentro de lo que entonces era aún una novedad dentro de los géneros literarios: la novela científica, cuyo primer y mejor representante hasta la fecha era Julio Verne. Como ya hemos visto en entradas anteriores, en los argumentos de estos libros jugaban un papel importante el conocimiento científico y la tecnología. Robida sería el más popular de los seguidores de Verne, aunque su estilo era muy diferente.
En primer lugar, mientras que Verne era un erudito que basaba toda su ficción tecnológica en hechos o leyes científicas (llegó a rellenar 25.000 tarjetas de datos como fuente de consulta y archivo), Robida confiaba más en su instinto, dejándose llevar por él a la hora de imaginar cuáles serían los avances tecnológicos que marcarían el futuro pero siendo, eso sí, incapaz de explicar los principios científicos que los hacían posible. Simplemente asumió como algo natural que los científicos y los sabios acabarían desarrollando los prodigios que él soñaba. Es curioso que, dejando que su imaginación volara libre, acabó dando en el clavo respecto a muchos de los avances técnicos y sociales por venir.
En resumen, el interés de Robida es doble. Por un lado, como visionario –mucho más osado que Julio Verne– de un mundo futuro, con sus milagros científicos y tecnológicos, sus amenazas ecológicas, avances sociales y la peligrosa relación entre los militares y la ciencia. Por otro, aunque la prosa de Robida es interesante, su mérito principal tiene más que ver con su papel de visionario dentro del aspecto formal de la ciencia-ficción: se anticipó en casi un siglo a la fusión de lo verbal y lo visual, siendo este último ciertamente original. Aunque las novelas de Verne solían estar ilustradas por terceros, los dibujos solían hacer hincapié en enormes maquinarias y gigantescos armamentos que pretendían causar impresión y asombro en el lector. Robida, en cambio, ilustraba sus propias novelas con un grafismo más amable, incluso comercial: sabía que los dibujos de chicas vendían y no dudó en llenar sus ilustraciones con mujeres elegantes de figuras esbeltas.
Robida es un autor muy conocido en Francia, donde se le considera algo así como una versión ligera de Julio Verne. En España no es fácil conseguir su obra.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Este texto apareció previamente en Un universo de ciencia ficción y se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.