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«El secreto de Maston» (1889), de Julio Verne

En esta ocasión, Julio Verne recupera la institución presentada en otra de sus novelas más famosas, el Gun Club de Baltimore, patrocinador de la construcción del cohete de De la Tierra a la Luna (1865).

A la cabeza del mismo se encuentra su miembro más insigne, Impey Barbicane, quien fuera uno de los “astronautas” de Verne en la mencionada novela. Es su miembro más pintoresco, sin embargo, J.T.  Maston, científico y matemático de carácter apasionado, el que realiza los cálculos del proyecto que pretenden acometer, un plan infinitamente más osado que el del viaje a nuestro satélite: cambiar el clima del planeta.

Y como el club se especializa en cañones, ¿qué mejor manera de hacerlo que usando uno? Apoyando un gigantesco ingenio de 27 metros de diámetro y 600 m de profundidad en un punto cuidadosamente elegido de la Tierra –el monte Kilimanjaro–, el retroceso provocado por el disparo de un proyectil de 180.000 toneladas desviará unos grados el eje de rotación del planeta. Al recibir la radiación solar de forma más uniforme, se alterarán las pautas climáticas y toda la Tierra pasará a disfrutar de una temperatura templada.

El objetivo no es en absoluto filantrópico. El Gun Club se ha dedicado a comprar en secreto grandes extensiones de terreno improductivo en las regiones boreales con vistas a explotar sus riquezas minerales y potencial agrícola una vez el nuevo clima del planeta haya fundido el hielo de los polos. El plan fracasa debido a un error en los cálculos de Maston que hace que la potencia del cañón no alcance los niveles previstos y nada cambie en la Tierra, cubriendo de ridículo a los impulsores del enloquecido plan geofísico.

Es esta una obra menor de Julio Verne. Sus grandes novelas, aquellas por las que es aún querido y recordado, ya habían sido escritas hacía bastantes años. En estos época, Verne, acosado por problemas familiares y económicos, entraba ya en la etapa final de su carrera. Ello se deja notar en el estilo y la acentuación de los puntos débiles que a estas alturas ya hemos comentado suficiente en otras obras y sobre los que no merece la pena extenderse más: la intriga es mínima, el desenlace previsible, los minuciosos datos geográficos entorpecen la narración y los personajes no están bien perfilados. Sin embargo, a la hora de examinar esta época de precursores del género, conviene hacer una mención de este libro al contener algunos elementos muy interesantes que no cobrarían su verdadera relevancia hasta muchos años después.

El término “terraformar”, hoy muy extendido, fue inventado en el ámbito de la literatura de ciencia-ficción. Fue Jack Williamson, uno de los escritores clásicos del género, quien lo utilizó por primera vez en 1942 y hace referencia a la transformación del clima y la ecología de un planeta hasta que sus condiciones se aproximen lo suficiente a las de la Tierra como para que los seres humanos puedan vivir allí sin protección. Con esta obra, Verne precedió en muchos años a Williamson en la idea central, si bien aquí la “terraformación” tiene lugar en la propia Tierra y no, como suele ser habitual, en otro planeta.

La cuestión del cambio climático es de candente actualidad. Y aquí Verne, que se apoyaba en unos cálculos del ingeniero francés Albert Badoureau (la edición original incluía un capítulo suplementario con cálculos y cifras firmado por el propio Badoureau y desaparecido en las siguientes ediciones), jugaba con esa misma idea, si bien él lo imagina no como un subproducto no deseado del sistema industrial, sino como un acto deliberado de un grupo de individuos que hoy podríamos asimilar a una multinacional.

Sin embargo, el escritor no alaba el proyecto del Gun Club como hazaña científica y tecnológica sin precedentes. La idea de manipular la Tierra, de convertirla en una gran máquina que se pueda alterar para conseguir prestigio, poder y beneficios económicos, se encuentra con una gran oposición en la propia novela. Se auguran cambios desastrosos que provocarían más perjuicios que beneficios: la fusión de los polos elevaría el nivel del agua y la desaparición de ese peso sobre una porción concreta del planeta desencadenaría movimientos compensatorios en otros territorios: elevaciones de países enteros, hundimiento de líneas costeras… El clamor popular, avivado por los competidores del Gun Club en la adquisición de las tierras del polo, hace intervenir al gobierno para desbaratar el plan.

Aunque con cierta inocencia en su planteamiento y consecuencias, una vez más, como ya hizo en otras novelas comentadas en esta revista, Verne deja patente su desconfianza hacia el uso que el hombre puede hacer de la ciencia, en este caso persiguiendo intereses económicos. Y, de nuevo, nos quedamos con las ganas de que el escritor hubiera rematado la novela con un final diferente. ¿Cómo hubiera tratado Verne un cambio tan apocalíptico en las condiciones del planeta? Probablemente, sus ideas al respecto –como había sucedido antes con Hector Servadac no habrían gustado a su editor Hetzel, cuya muerte tres años antes había afectado profundamente a Verne.

Y hablando de la relación entre Hetzel y Verne, las restricciones a las que el primero sometía al segundo estaban motivadas por el interés del editor en serializar las novelas del escritor en las revistas educativas para jóvenes que publicaba. Esta táctica inhibió la influencia de Verne, tanto en su propio país como en el extranjero. Aunque los libros de Verne eran apreciados tanto por adultos como por jóvenes, los trabajos de otros escritores “vernianos” –que surgieron con cierta profusión en Francia, Gran Bretaña y Alemania– eran a menudo calificados de “juveniles”. Los más prolíficos discípulos del gran escritor en su país fueron Pierre d’Ivoi y Gustave le Rouge; los más inventivos de entre los ingleses fueron George C. Wallis y Francis Henry Atkins (quien publicaba en las revistas para jóvenes bajo los seudónimos Frank Aubrey y Fenton Ash); en Alemania destacaron Robert Kraft y F.W. Mader.

La introducción de la ficción verniana en Estados Unidos siguió inicialmente un camino similar, pero siempre tuvo un sesgo cultural acusado. Las historias sobre jóvenes inventores llegaron a constituir categoría aparte entre las novelitas baratas junto a los westerns y las historias de detectives. La obra The Steam Man of The Prairies (1868), de Edward S. Ellis era, de hecho, un híbrido entre el western y las ficciones sobre inventores. Se daban cita aquí dos referentes culturales norteamericanos: el mito del Oeste, la frontera; y la actitud favorable al desarrollo tecnológico. Dos géneros que retuvieron su afinidad espiritual durante un siglo aunque la frontera acabó situándose muy lejos, en el espacio.

Tan poderoso fue el mito del Oeste como el lugar donde había que buscar el futuro, que la ficción verniana americana pronto comenzó a superar las ambiciones de sus colegas europeos. Escritores como Frank R. Stockton y su The Great War Syndicate (1889) y The Great Stone of Sardis (1898); y Garrett P. Serviss en The Moon Metal (1900) y A Columbus of Space (1909) ayudaron a construir el camino para que se desarrollara la ciencia ficción netamente americana. Pero de ello hablaremos en otra ocasión…

El secreto de Maston ha sido publicado en España bajo diversos títulos (el original en francés era Sans dessus dessous): “Sin arriba ni abajo” o “En completo desorden” y aún se puede localizar en librerías de viejo o a través de Iberlibro.com la edición de Orbis.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Este texto apareció previamente en Un universo de ciencia ficción y se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".