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El secreter de Beethoven

Beethoven murió en Viena el 26 de marzo de 1827. Lo narró Gerhard von Breuning, el hijo adolescente de Stephan, amigo de juventud del compositor en Bonn:

«Entre las cuatro y las cinco [de la tarde], espesas nubes se formaron por todas partes, oscureciendo el día cada vez más. De repente, una formidable tempestad estalló, acompañada de una tormenta de nieve y granizo. Como en la Quinta Sinfonía, donde nos complacemos en conocer al “destino que llama a la puerta”, el cielo parece dar al universo, por medio de la voz de los gigantescos timbales, la señal del hecho terrible que iba a golpear al mundo. A las cinco y cuarto vinieron para llevarme a tomar una lección. Dirigí al moribundo un último adiós: su respiración era imperceptible. No llevaba más de media hora en casa cuando la sirvienta vino a comunicarnos la muerte, ocurrida a las seis menos cuarto».

Una vez certificado el deceso del compositor, la casa fue testigo de una horrible disputa entre Johann van Beethoven, que buscaba unos bonos bancarios que el finado guardaba para su sobrino Karl, y Stephan von Breuning y Schindler, quienes habían atendido al moribundo en sus últimos momentos, a quienes tachó de ladrones a gritos. Trastornado por la brutal acusación, ante la súbita desaparición de los documentos mencionados, Stephan fue en busca de Holz, el amigo violinista e integrante del cuarteto Schuppanzigh, que conocía el resorte secreto del escritorio, donde aparecieron los tesoros del fallecido (junto a los bonos), que han permitido el acceso a los más íntimos detalles de la vida de Beethoven: el Testamento de Heiligenstadt (1802), la carta a la amada inmortal (1812) y dos pequeños retratos de mujer –que fueron entregados a la familia Breuning como recuerdo–, las condesas Giulietta Guicciardi y Marie Erdödy.

Imagen superior: Giulietta Guicciardi, izquierda; Marie Erdödy, derecha. Beethoven-Haus (Bonn).

Los últimos meses de su vida, el compositor había trabajado con ahínco en su Décima Sinfonía, destinada a la Sociedad Filarmónica de Londres, de quien había recibido un generoso montante pocos días antes de su muerte. Sin embargo, la obra quedó inacabada para siempre y, ante unos esbozos fragmentarios de un primer movimiento, el musicólogo británico Barry Cooper hizo una reconstrucción –cuestionada en su día, pero elaborada a partir de un método más fiable que los empleados hoy día por la llamada inteligencia artificial– que presentó en 1988 y que fue estrenada, tantos años después, por la misma orquesta londinense a la que Beethoven la había dedicado.

Este mencionado fragmento, con introducción lenta –como las sinfonías Primera, Segunda, Cuarta y Séptima–, comienza con tres compases de tutti en tonalidad de Mi bemol mayor, con una instrumentación extremadamente parecida a la obertura de la Flauta Mágica de Mozart, en el mismo tono. A continuación, el sigue un himno religioso –del que Beethoven había hablado a Holz– procedente del adagio cantabile de la Sonata Op. 13Pathétique” que el joven compositor había dedicado a Lichnowsky en el último año del siglo XVIII, que, a su vez, remite al segundo movimiento de la Sonata en Do menor KV 457 de Mozart (1784):

Imagen superior: Beethoven, Sonata Op. 13, II.

Imagen superior: Mozart, Sonata KV 457, II.

La analogía entre ambas remite a uno de los más logrados temas de Beethoven, muy propenso a la melodía armónica, y también rememora una obra del pasado a la que el compositor, en su vejez, aún volvía la mirada con orgullo hacia una lejana época, en la cual, pleno de ambiciones en la Viena prenapoleónica, se había enamorado locamente de Giulietta Guicciardi…, cuyo retrato se había encontrado en el compartimento secreto de su escritorio.

De este modo, la Décima Sinfonía se erige en el secreter espiritual de Beethoven, donde, sepultado por diversas miserias morales y materiales, en la firme convicción de la necesidad de recuperar los valores democráticos y artísticos de la antigua Grecia, rememoró los azares de su juventud, la SonataPathétique”, que tantos éxitos le granjeó como pianista en torno a 1800 y su admiración ilimitada por Mozart, todo ello en su Décima e inacabada sinfonía… –como la Octava de Schubert–, cuyo último secreto, junto al de la amada inmortal, se llevó consigo.

Procedente de Las nueve sinfonías de Beethoven. Fórcola Ediciones.

Copyright del artículo © Marta Vela. Reservados todos los derechos.

Marta Vela

Marta Vela es pianista, escritora y docente en la Universidad Internacional de La Rioja. Junto a una actividad muy intensa en diversos ámbitos artísticos –interpretación, dirección musical, gestión cultural, elaboración de contenidos audiovisuales–, sus líneas de investigación versan sobre música y literatura, interpretación y análisis, música vocal post-tridentina y música instrumental de los siglos XVIII, XIX y XX. Sus artículos han sido publicados en diversas revistas especializadas de España, Argentina, Chile, Venezuela, Colombia, México, Costa Rica y Reino Unido, entre las que destaca la "Revista de Occidente". Sus actividades artísticas han aparecido en medios de alcance nacional, Es.Radio, Cadena Cope, TVE 1, Radio Nacional de España, "El País", "El Mundo", "La Razón". En Radio Clásica ha presentado y dirigido espacios como "Temas de música" y "Música con estilo". Dos de sus libros, "Correspondencias entre música y palabra" (Academia del Hispanismo, 2019) y "Las nueve sinfonías de Beethoven" (Fórcola, 2020) le han valido sendas candidaturas, en 2020 y 2021, al Premio Princesa de Girona, en la modalidad de Artes y Letras. Asimismo, es autora de "La jota, aragonesa y cosmopolita" (Pregunta Ediciones, 2022).