A estas alturas el ver a Drácula por tierras americanas ya no extraña a nadie, desde aquel primer viaje del Conde Lon Chaney Jr. a las señoriales mansiones de Florida de la mano de San Robert Siodmak en Son of Dracula. Encallecidos como estamos con el chupasangres después de tantos Bláculas, Dráculas 73, Jovencitos Drácula, efébicos no muertos, condes Yorga, sucedáneos charros, italianos sedientos, pakistaníes bailarines, guaperas con colmillos y demás alejamientos kilométricos del personaje de Stoker, lo que realmente sorprende es encontrarse con un filme del género que como en sus raíces se consagre por entero a una misión: dar miedo.
Traslada El retorno de Drácula (The return of Dracula) al Conde desde las podridas tinieblas de la vieja Europa -el mal, lo antiguo- a la Norteamérica del sueño suburbial, lugar inocente como Nuevo Mundo que es. Siguiendo el esquema que enseñase Alfred Hitchcock en La sombra de una duda, el vampiro escapa de sus perseguidores checoslovacos hacia Estados Unidos, suplantando la personalidad de un artista huido del Telón de Acero, infiltrándose en el seno de una arquetípica familia respetable y optimista. Allí se dedica en seguida a lo acostumbrado, mordiendo jovencitas y practicando un juego de equívocos sombríos.
No es el argumento muy original, ya lo ven, mas sí y mucho sus formas. No hay en El retorno de Drácula un átomo de humor. De cabo a rabo es sin respiro puro terror del que apela a lo más profundo, el sexo y la religión, no con alharacas grotescas sino hurgando en las esencias, como solo el añorado Stoker supo hacer. El vampiro es el Mal con mayúsculas que infecta y contamina un organismo sano y feliz; la parábola deviene social y hasta metafísica, y el No Muerto muta en arquetipo satánico miltoniano, enemigo de cuerpos y almas, todo grandeza y ambigüedad.
Desde el primer al último fotograma lo ominoso pesa como una losa oprimiendo el ánimo. Se encargan de ello una dirección milimétrica, atenta al encuadre, dramática, encaminada fatalmente hacia el morbo y la oscuridad; una fotografía de quitar el hipo capaz de convertir en gótico lo cotidiano; y un guion que, prodigiosa metamorfosis, cambia un argumento conocido en nuevo sin incurrir un solo instante en la parodia.
Y menudo Drácula compone Francis Lederer, nada menos que el amante de Lulú (Louise Brooks) en la sagrada La caja de Pandora. Educado, viril, imponente No Muerto de ojos acuosos, cadavérico y seductor, atracción del mal canalizada por una pulsión sexual de destrucción que casi se palpa. Una de las incursiones del Conde más convincentes de la pantalla que devuelve al personaje a los orígenes y logra que por una vez olvidemos su cualidad de icono pop, narrada con tal convicción y firmeza que consigue hacernos ver un filme de vampiros como si fuese la primera vez. Milagros de la serie B.
Copyright del artículo © Pedro Porcel. Tras publicarlo previamente en El Desván del Abuelito, lo edito ahora en este nuevo desván de la revista Cualia. Reservados todos los derechos.