Daniel Goleman se refiere en El punto ciego a una zona de sombra que nos afecta a todos. Un punto ciego, un vacío que carece de existencia.
Tú también puedes descubrir ese punto ciego en tu sistema perceptivo con un sencillo experimento. Basta con que tapes tu ojo izquierdo y después fijes la mirada en el rombo negro. A continuación, debes alejar o acercar la cabeza, sin dejar de mirar fijamente el rombo.
Descubrirás que a una cierta distancia, tal vez unos 40 o 50 centímetros, el círculo negro desaparece. Es asombroso, pero nos sucede a todos los seres humanos.
La explicación de esta ceguera parcial es que la retina está conectada al cerebro por medio del nervio óptico y que el punto en el que se unen retina y nervio óptico carece de células fotosensibles. Es un punto ciego.
Esta curiosidad fisiológica la aplica Goleman a la psicología: el punto ciego no sólo afecta a nuestra percepción de los objetos, sino también a nuestra percepción de los demás y de nosotros mismos. Un ejemplo es cuando una familia deja de percibir y de reaccionar en su vida cotidiana ante un hecho devastador que les afecta a todos. El dramaturgo noruego Heinrik Ibsen trató en varias de sus obras lo que él llamaba “mentiras vitales”, que permiten a una pareja o a una familia negar la existencia de algo que podría destruir su relación.
Uno de las situaciones de ceguera parcial más asombrosa es la violación de los hijos en el hogar familiar, algo que a veces es conocido por todos los miembros de la familia, pero que jamás se menciona, fingiendo todos, día tras día, que son una familia como cualquier otra.
Ese punto ciego no sólo es perceptivo y emocional, sino también moral, ético e incluso político. Existen ciertos asuntos en los que nuestros juicios acerca del bien y el mal, de lo moral y lo inmoral, de la justicia y el crimen, dejan de funcionar de manera coherente, puntos ciegos en nuestra percepción moral y política.
Bertrand Russell nos enseñó una manera de prevenir esos puntos ciegos mediante el razonamiento lógico. Es cierto, como el propio Russell señaló más de una vez, que la lógica no puede solucionarlo todo, pero sí puede ayudarnos a percibir muchos de nuestros errores y de nuestros prejuicios.
Un buen método consiste en sustituir a los protagonistas de nuestros dilemas morales por simples elementos lógicos, entes abstractos como “A”, “B” y “C”.
De este modo, podemos formular la siguiente afirmación: «La pena de muerte es un crimen”.
Y a continuación, concluir con toda lógica: “Si A ordena que se aplique la pena de muerte a B, entonces A es un criminal”.
Una vez que ya sabemos que de la frase 1 se sigue la conclusión de la frase 2 (A es un criminal”), ya podemos sustituir el ente indefinido “A” por cualquier persona que haya ordenado aplicar la pena de muerte a alguien.
Es decir, podemos sustituir la letra “A” por: “Francisco Franco”, que reinstauró con carácter pleno la pena de muerte en España en 1938
O podemos sustituir “A” por “Ernesto Che Guevara”, que aplicó la pena de muerte en Cuba cuando ya había triunfado la revolución y el nuevo régimen había sido instaurado.
O podemos sustituir la “A” por “Bill Clinton”, que negó el indulto a varios condenados a muerte cuando era gobernador de Arkansas.
O podemos sustituir la “A” por “Maximilien Robespierre”, quien, a pesar de defender públicamente la abolición de la pena de muerte, ordenó todas cuantas pudo, desde la del rey Luis XIV hasta la del Marqués de Sade, que se libró porque el propio Robespierre fue guillotinado poco antes de la fecha que esperaba al divino marqués.
Cuando empleamos el método de Russell para analizar dilemas morales nos damos cuenta de que muchas de nuestras actitudes y reacciones morales o políticas no sólo no son razonables, sino que ni siquiera son coherentes. Con un poco de suerte, si además de aplicar la lógica somos capaces de ser honestos, lo más probable es que derribemos a ciertos ídolos de sus pedestales.
Russell demostró a lo largo de su vida que era capaz de aplicar esta lógica moral, y que podía mantener y defender sus convicciones morales en circunstancias y situaciones donde la mayoría se extraviaba. Lo hizo, todavía muy joven, cuando defendió el sufragio femenino, en contra de la opinión mayoritaria de sus contemporáneos; o cuando defendió el pacifismo durante la Primera Guerra Mundial y acabó en la cárcel; o cuando visitó la Unión Soviética y, tras observar lo que estaba sucediendo y entrevistarse con Lenin, mostró de manera pública su repulsa a lo que había visto allí, aunque ese le costara enfrentarse a muchos de sus antiguos amigos comunista.
Volvió a demostrar esa coherencia lógico–moral cuando, en los años 60, creó el Tribunal Russell contra los crímenes de guerra de Estados Unidos en Vietnam, pero al mismo tiempo condenó el encierro en un gulag de Alexander Solzhenitsyn en la Unión Soviética; o cuando fue encarcelado de nuevo, a los 90 años, por su apoyo a la desobediencia civil y el desarme nuclear.
Sospecho que quizá algunos lectores, ante ciertos ejemplos de este artículo, han dado un respingo y rápidamente han encontrado un argumento que les ha permitido negarse a admitir la existencia del punto ciego en sus juicios políticos. En realidad, no resulta demasiado difícil encontrar excusas, vías de escape que nos impidan admitir lo inadmisible, y justificar a Franco, al Che Guevara, a Clinton o a Robespierre. La explicación de este mecanismo psicológico es muy sencilla.
En efecto, lo más curioso del punto ciego perceptivo es que, cuando se deja de ver el punto negro de la derecha no lo sustituimos por la nada o el vacío, sino por una superficie coherente imaginaria.
Es fácil comprobarlo si repetimos el experimento, pero ahora no sobre fondo blanco, sino sobre fondo negro.
Cierra o tapa tu ojo izquierdo. Mira fijamente el rombo y aléjate o acércate a la pantalla o el papel hasta que desaparezca el punto blanco.
¿Verdad que cuando desaparece el punto blanco su espacio es sustituido por una superficie negra? No vemos la nada u otro color cualquiera, sino que rellenamos el hueco perceptual con color negro, como si todo el rectángulo fuera ahora negro. Como es obvio, ese color negro que ocupa el lugar del punto blanco desaparecido, tampoco existe: es una construcción de nuestro cerebro.
Del mismo modo que sucede con nuestra percepción visual, en el terreno de la moral y de la política también rellenamos los puntos ciegos, porque no podemos admitir que existan. Para lograrlo, nos servimos de la ideología, como vimos en Armas de destrucción masiva, de la deshumanización del enemigo (Bichos) o de algo todavía más eficaz: la contextualización. Pero de eso hablaré en otro lugar.
Aclaración
Quizá deba explicar por qué creo que la pena de muerte es el peor de los crímenes. Lo creo no por que se le aplique o pueda aplicar a un inocente, sino porque se ejerce sobre alguien a quien ya tenemos a nuestra merced y al que matamos a sangre fría. No hay atenuantes para un crimen semejante, como, afortunadamente, se acepta en cada vez más países del mundo. Sin embargo, esta condena aún se mantiene en otros, como Estados Unidos, China, Arabia Saudí o Irán (e incluso en España en caso de guerra, hasta que dicha pena fue abolida del código penal militar con la ley orgánica 11/95 del 27 de noviembre).
Tal vez el lector no comparte mi opinión. Si ese fuera el caso, puede sustituir la pena de muerte por otro asunto hacia el que sienta repulsión y aplicar la fórmula de Russell: sustituir las palabras y los nombres concretos por las letras A, B, C… y entonces opinar con una férrea lógica moral.
Imagen superior: Bertrand Russell
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