Tras Cuentos de un futuro imperfecto, el siguiente paso de Font dentro de la ciencia-ficción fue la narración larga. Así, desde 1983, la revista Cimoc albergó en sus páginas la serialización de una historia en blanco y negro (recopilada en álbum en 1985) que obtuvo una favorable acogida por parte del público: El prisionero de las estrellas.
Su éxito no se debió a la introducción de temas nuevos –todo lo contrario– sino porque se trataba de una obra que, recurriendo a lugares y situaciones ya conocidos, acertaba en mezclarlos de forma amena y dinámica gracias a la habilidad narrativa de su autor, su talento para los diálogos y un sólido dibujo que servía de vehículo perfecto para la historia.
En un futuro indeterminado y tras una guerra sin cuartel librada tanto en la Tierra como en el espacio, el propio Sol ha quedado afectado. Su continuo y acelerado crecimiento supone la condena definitiva de la Tierra, una muerte más rápida de lo que desearían sus habitantes y cuyo primer paso es la imposibilidad de vivir en la superficie o siquiera caminar bajo el sol de mediodía sin la protección de un traje térmico so pena de morir deshidratado y cubierto de quemaduras. Las ciudades han sido trasladadas bajo la superficie y arriba sólo han quedado los inadaptados, una mezcla de bandidos, nómadas y guerrilleros ajenos a la tecnología y conocidos genéricamente como Exteriores.
En ese cuadro general, desde la primera página, la policía persigue encarnizadamente al Prisionero –su auténtico nombre carece de importancia–. Éste, amnésico, es incapaz de comprender el motivo de la caza a la que es sometido. En el curso de su frenética huida, nos irá guiando por su derruido entorno (prisiones, superpobladas ciudades subterráneas, el letal desierto, pueblos abandonados, centros de procesamiento de ancianos, antiguos búnkers…) y presentando a algunos de sus habitantes, a menudo hostiles, egoístas, cínicos e intrigantes… Con una excepción: una joven exterior con una fuerte e indómita personalidad que se enamora del inocente Prisionero. Juntos, tratarán de resolver el misterio que se esconde tras la persecución y llegar a la Ciudad de las Cúpulas, una especie de utopía urbana que según se rumorea, se encuentra en la Antártida.
El escenario que nos propone Font, como en Cuentos de un futuro imperfecto, es profundamente negativo. Apenas hay resquicio para la esperanza entre gobiernos totalitarios, opresivas fuerzas policiales, rebeldes tan maquiavélicos y despiadados como las autoridades a las que pretenden derrocar, una sociedad que combina la crueldad con la decadencia y una élite egoísta. Ni siquiera el personaje del Prisionero resulta particularmente agradable por su falta de carácter y la facilidad con la que es manipulado. La única excepción es la Exterior, una especie de buen salvaje sin contaminar por las corrupciones y mezquindades propias de la civilización. Font retrata muy bien esa distopía extrema, representada por una policía paramilitar de aspecto blindado y con cascos y gafas que ocultan sus rostros, lo que contribuye a despojarles de todo aspecto humano y aproximarlos a las máquinas, simbolizando la inhumanidad de la sociedad a la que dicen defender.
El humor corrosivo que aliviaba algo la negra visión del porvenir en Cuentos de un futuro imperfecto queda aquí en gran medida diluido, convertido en una sátira algo tosca que impregna toda la aventura, mientras que los toques de humor se apoyan en los diálogos y malentendidos entre los dos protagonistas.
Font se ajusta sin apenas desviaciones a uno de los cánones del relato de intriga: un personaje amnésico que huye de un gobierno autoritario y perseguido por un misterio; encuentra rebeldes que le ayudan y una bella mujer que se convierte en su compañera de fatigas. Finalmente, desentraña la intriga y recupera su vida o inicia una nueva junto a su amada.
Ni este esquema era nuevo en 1983 ni se ha dejado de utilizar desde entonces. Dentro de este armazón, Font introduce ideas que remiten a obras muy conocidas del género: las distopias, el planeta de ecología arruinada, los vacíos de memoria, las ciudades subterráneas, la identidad equívoca, los problemas de superpoblación… temas e imágenes que habían jugado un papel central en obras de la literatura y el cine del género como La fuga de Logan (William F. Nolan y George Clayton Johnson, 1967), Estrella doble (Robert A. Heinlein, 1956), Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973), Dune (Frank Herbert, 1966), Un muchacho y su perro (Harlan Ellison, 1969) o multitud de relatos de Philip K. Dick, por nombrar solo unas pocas. Todo ello es digerido y ligeramente remodelado en una historia que tiene la virtud de no resultar en absoluto hermética para aquellos que no sean particularmente adeptos a la ciencia-ficción.
Font consigue dotar de personalidad y ritmo propios a todo ese batiburrillo de referencias –intencionadas o no– y aunque los personajes no son particularmente memorables (la Exterior es la única que, sin alejarse totalmente del arquetipo, despierta simpatías en el lector), el ritmo y desarrollo de la acción compensan la debilidad de aquéllos. Poco puedo añadir a lo que ya dije en otras entradas acerca de su dibujo: extraordinariamente detallado sin caer en el abigarramiento, composición clara y dinámica, con una acertada y variada secuencia de planos y encuadres.
El final de El prisionero de las estrellas quedaba abierto y preparado para una continuación, que llegaría en 1988, esta vez a todo color y con el título El paraíso flotante. En esta ocasión el intento fue menos afortunado, quizá porque no aportaba nada realmente diferente a lo ya contado en la primera parte. El Prisionero y la Exterior se ven obligados a seguir huyendo, introduciéndose algo a la fuerza otro tópico del género de fugitivos : el asesino implacable y casi indestructible. De nuevo, se verán arrastrados a una lucha de poder, ahora entre un decadente reyezuelo absolutista inspirado en el Nerón romano y unos revolucionarios de medio pelo que desean derrocarlo en nombre de la justicia. Y, otra vez, no habrá aquí redención para nadie: todos son igualmente repulsivos en mayor o menor medida: desde el patético aspirante a sultán y su corte de pervertidos hasta la líder rebelde y su macabra agenda oculta, pasando por el grupo de patibularios piratas que ejercen su oficio desde un submarino.
La ciencia-ficción cede aquí terreno al género aventurero en su forma más clásica: los piratas, la ambientación marina en los lejanos mares del sur e incluso algunos elementos estéticos, como los uniformes coloniales de los soldados del Paraíso Flotante. De hecho, Font abandonaría la ciencia-ficción para dedicar sus lápices a los relatos de aventuras exóticas en la figura de Jon Rohner (bautizado inicialmente Jann Polynesia) del que se publicarían varios álbumes. El dibujo, aunque igualmente competente, denota cierta prisa o quizá un creciente desinterés por una obra que el autor se vio obligado a realizar a instancias de su editor, añadiendo un color que no contribuye a mejorar el aspecto gráfico respecto a la primera entrega –más bien lo contrario–. Sea como fuere, y aunque el final quedó todavía más abierto que en la aventura anterior, la serie quedó interrumpida hasta hoy.
El prisionero de las estrellas es una obra ya clásica dentro de la ciencia-ficción patria. Ha llovido mucho desde entonces, dentro del género se han publicado multitud de obras de gran calidad y su lectura puede que no resulte tan sorprendente como lo fue cuando salió. Pero décadas después, todavía resulta entretenida y su dibujo no se ha visto envejecido por las modas y tendencias. Sólo los clásicos pueden alardear de ello.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.