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El político y la mente colmena

No tengo ni un solo un amigo que sea un fanático. Me refiero a uno de esos para quienes la ideología forma una pantalla que lo oculta todo. En caso de tenerlo, no sé qué pensaría de mí. No sé si yo le sobraría para cambiar el mundo, o si el mío es el comportamiento que recomendaría a los suyos. Tampoco sé si me consideraría parte del pueblo elegido, o si por el contrario, confiaría en mi rápido relevo.

El fanatismo no forma parte de mi temperamento. Implica falta de paciencia y de humor. Y eso no va conmigo. Además, cuando toca hacer piña, valoro mucho los sentimientos o la moral y muy poco los dogmas. Detesto la chatarra ideológica. No tengo lecciones que dar a nadie, y siempre me pongo en guardia frente a los demagogos y los virtuosos profesionales.

Igual que los mineros descendían su galería a con un canario enjaulado, empleo mis propios sistemas de alerta. Huyo del que indulta a los dictadores de su cuerda y solo carga contra los tiranos de signo opuesto. Tampoco escucho a los que emplean un lenguaje cruel bajo según qué circunstancias.

En el mundo real, las reglas son sencillas: la vida te despierta a golpes, y en cuanto sales a la intemperie, ya sabes que buscar enemigos nunca es la mejor opción.

Sin embargo, el fanatismo conecta con el espíritu de nuestro tiempo. En cuanto la luz verde se enciende, la hostilidad se dispara. A partir de ahí, el problema ya no es lo que pensamos, sino lo que queremos que piensen los demás. Los insultos caen como aerolitos. Y los tuits, y los estímulos belicosos, y el resentimiento de tertulianos, columnistas y parlamentarios. Todos a una. Quien represente otra opción, será repudiado. Los buenos, a este lado, y los malos, desterrados en la Zona Fantasma.

Facebook calcula nuestras manías y saca partido de ellas. YouTube nos invita a ver vídeos repletos de casus belli. Twitter zombifica nuestra voluntad con píldoras de odio. Y lo mismo hace esa legión de periodistas que, desde primera hora y con un par de extrapolaciones, te obliga a hacer los deberes: «Levántate con las ideas claras, y si está a tu alcance, recuerda al de enfrente cuánto daño te hace».

Qué fácil, ¿no?

Dios plantó un huerto en el Edén, y los nuevos politólogos saben qué hacer para reconquistarlo. Nada de posturas intermedias. Seremos hipersensibles con los fallos ajenos. Si hace falta, nos cegaremos para ignorar los nuestros. La doble vara de medir sustituirá al debate. Y la narrativa política solo tendrá dos fines: generar alarma y volatilizar al contrario.

Tacita a tacita, esa estrategia va creando tensiones, y al final, consigue su objetivo. La biporalidad. O peor, el cainismo, tantas veces heredado. La monótona partitura de la propaganda. El victimismo selectivo. La caricatura del contrario.

¿Qué pasa luego? Arden los puentes y el vencedor arrasa. Ya le tocará el turno a otro.

Por supuesto, no quedan espacios de neutralidad. Ese es el peaje. De ahí que haya que politizar con fervor. Sin pausa. Politicemos las escuelas y las fiestas populares. Politicemos la historia. Politicemos los medios de comunicación. Incluso la judicatura. Y si me apuran, hasta un concurso de ajedrez.

La culpabilización del adversario también es continua. Sale a nuestro encuentro. A veces, ni siquiera hace falta sintonizar una tertulia o visitar el perfil de un activista. Anda uno a su aire, escuchando un podcast de música, una entrevista a un famoso, o un monólogo de humor, y de pronto, como un animalito inquieto e impresionable, brinca el prejuicio: «Eh, no olvides a esa gentuza peligrosa. No bajes la guardia frente a esos extremistas».

Acaso, por una vía más perturbadora, será el profesor quien les diga a unos escolares que los de aquel partido ‒los brazos en jarras, el ceño fruncido, las pupilas dilatadas‒ emergieron a medianoche de las tinieblas.

En ocasiones, al comentario feroz le sigue la condescendencia: «Pero no creas, yo conozco a algunos que no son tan mala gente». O el juicio de intenciones: «Ahora aceptan las normas, pero no te fíes: son lobos con piel de cordero».

Para quien observa el fenómeno desde la lejanía ‒yo no, desde luego‒, esa forma de repetir que aquí no cabemos todos, propia de un infantilismo aborregado, siempre sugiere dos lecturas: 1984 (1949), de George Orwell, y Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley.

A pesar del valor metafórico de ambas, no deberíamos perder de vista otros factores. Para empezar, quizá usted me hable de la irresponsabilidad de quienes suben al poder, multiplicada por su ignorancia, o por su vacuidad semántica. No le quitaré la razón. Pero créame, lo que ha cambiado en nuestra política no es solo la calidad de la ideología, sino también su parroquia.

¿He dicho parroquia? Desde los tiempos de Mircea Eliade, muchos historiadores del fenómeno religioso han descrito eso que llaman religión política. Un sistema de creencias que nos proporciona una visión de la realidad. O si lo prefieren, una esfera política que también exige adoración, o por lo menos, compromiso. De ello se ocupa una comunidad que usa sus propios símbolos y rituales.

En el fondo, hablamos de una religión postiza. Un culto que proporciona sentido a nuestras decisiones y nos identifica como grupo. A veces, con más fuerza que el idioma o la geografía.

Aquí la militancia se transforma en un anhelo metafísico. ¿Lo más importante? La lucha contra el disidente. Quizá su redención. Otra cosa se da por sabida: hay que convertir en predicador a cualquier charlatán de nuestra tribu, sobre todo si va en busca de un caladero de votos.

Comunicar la política en términos religiosos no es, por supuesto, la única forma de hacerlo. Hay quien deja de mirar a las alturas y se centra en las emociones.

Decían los griegos que el entusiasmo viene a ser un éxtasis, o en el mejor de los casos, una apoteosis. Mirando hacia otro lado, Platón lo consideraba «una desviación como la enfermedad o el sueño». Es una mala noticia que los estrategas de campaña no sean platónicos. A la hora de vernos votar o aplaudir, prefieren que la euforia se nos venga encima a borbotones. Sin vergüenza, haciendo saltar por los aires la racionalidad.

De ese modo, si una noticia falsa o una jauría de perfiles automáticos ‒los dichosos bots‒ nos envían oleadas de rencor, demostraremos nuestra lealtad a toda prueba. ¿De qué modo? Pues dando por buena esa mentira, y con el mismo aplomo, creyendo que hay cientos de amigos coreando el mensaje.

La propaganda y la contrapropaganda, sobre todo por medios digitales, plantean este contrato perverso: uno se puede saltar todos los principios siempre y cuando anhele un objetivo beneficioso para el clan.

Así lo explica Alain Deneault en Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder: «Colectivamente ‒escribe‒, seguir el juego significa comportarse como si no importara el hecho de que a lo que estamos jugando es a la ruleta rusa, nos lo estamos jugando todo, estamos jugándonos la vida. Solo estamos jugando, es divertido, no va en serio, no es de verdad, no es más que un simulacro que nos envuelve en su risa perversa. El juego al que se supone que tenemos que jugar siempre se presenta con un guiño, como un ardid que hasta cierto punto podemos criticar, pero cuya autoridad sin embargo aceptamos. Al mismo tiempo, tenemos cuidado de no explicitar las reglas generales del juego, porque están inextricablemente entreveradas con estrategias concretas que son personales y arbitrarias ‒por no decir abusivas‒ la mayoría de las veces. En la mente de personas que se creen listas, la falsedad y las trampas se conciben como un juego implícito, llevado a cabo a expensas de personas a las que consideran estúpidas».

Como la política ya forma parte de la cultura de marcas, esa astucia será siempre perdonable. Al igual que sucede con la publicidad comercial, nuestro mensaje ha de simplificarse. Conviene convertirlo en un lema corporativo. De ese modo, el votante se infantilizará tanto como nosotros, y las llamadas a la acción, sobre todo en internet, irán forjando en su memoria otro vínculo emocional.

De ahí en adelante, el cerebro de ese converso creará nuevos atajos. Por ejemplo, filtrará los estímulos que estén en concordancia con la doctrina propia, y obviará cualquier crítica ajena. Dos sesgos se encargan de ello: el efecto arrastre y el efecto halo.

¿De qué modo genera un político ese efecto halo? ¿Y cómo logra nuestro líder que siempre le perdonemos, incluso cuando degrada las instituciones? El historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn describe un experimento llevado a cabo en los años cuarenta. Dos analistas enseñaban a los participantes las cartas de una baraja de póquer. Entre los naipes, varios estaban trucados. Por ejemplo, un seis de espadas de color rojo y una reina de diamantes de color negro. Cuando las cartas se mostraban a cierta velocidad, nadie descubría el cambio. Todo lo más, alguien sentía que pasaba algo raro, algo inquietante, pero sin darle importancia.

Más o menos, como cuando un prestidigitador engaña nuestros sentidos con un escamoteo y una sonrisa.

Hay un escenario propicio para este juego teatral. «Las redes sociales favorecen lo fragmentario frente a lo consistente ‒nos dice Nicholas Carr‒, lo tajante frente a lo sopesado. También priorizan lo emocional frente a la razón. Cuanto más visceral es el mensaje, más rápido circula y más tiempo permanece en la retina del público. En lo que parecería un retorno a los tiempos previos a la radio, el populista ardiente parece hoy más convincente, más digno de atención, que el frío analista».

Otro desengañado de Silicon Valley, Jaron Lanier, le comenta algo parecido a Juan M. Zafra: «Originalmente la idea era que la influencia política y el poder se iban a distribuir mucho más con internet; y lo que está sucediendo es lo contrario. La internet, tal y como la conocemos hoy, se basa en la manipulación y la modificación de las conductas sobre la base de las emociones. La consecuencia de todo ello es que se ha impuesto la negatividad en lugar de la positividad, porque las corrientes emocionales negativas son más fáciles de crear y se extienden más rápidamente. Todo el sistema tiende a ser más eficiente para generar emociones negativas que positivas».

Lanier admite que «internet está empoderando a las personas y descentralizando el poder». Pero ya verán que siempre hay nuevas piedras con las que tropezar. El empoderamiento existe, no lo niego. Sin embargo, el impacto de las redes y del tribalismo político nos permite descolgarnos con otra interpretación: la mente colmena.

Quienes lean ciencia-ficción ya saben de qué hablo. Colectivos humanos que, a la manera de los insectos sociales, coordinan su comportamiento, sin voluntad propia, mientras llega a sus oídos el eco de una inteligencia común.

Es muy cómodo formar parte de esa mente colmena. Uno se olvida de las contradicciones. La cohesión es absoluta. Que se activen nuestros sesgos deja de ser un inconveniente, si es que alguna vez lo fue. De hecho, eso refuerza nuestras creencias. Aísla y modula nuestro sentimiento de realidad compartida. Además, los filtros burbuja ‒ya lo dijo Eli Pariser‒ nos invitan a consumir la única información (verificable o falsa) que nos interesa conocer: aquella que está debidamente segmentada por el algoritmo de turno.

Dentro de la mente colmena, la diferencia partidista se convierte en una señal identitaria. Dependiendo del contexto, quizá en la única. Además, cura las contradicciones. Mano de santo, lo digo sin ironía. Ya vimos que hablar de política como si hubiera fieles e infieles, justos y pecadores, ángeles y demonios, también ilumina cada celdilla de ese panal.

De todas maneras, por lo que toca a quienes meditamos sobre este asunto ‒usted y yo, por ejemplo‒, la tentación está servida. Podemos dejar que nos atrape o dar un paso atrás, y tolerar la ambigüedad del mundo.

Basta con lo dicho. Quizá ya formemos parte de la colmena, sin pretenderlo. Quizá estemos predestinados a ello. Somos, como mínimo, cómplices de esa polarización que hoy nos divide y nos radicaliza, tanto en el paisaje cultural como en otros puntos de encuentro.

¿La democracia liberal? ¿El debate racional de ideas y soluciones? ¿Para qué sirvió ese invento?, se preguntará algún lector. En especial, ese con ganas de romper la baraja, deseoso de sublimar sus deseos, dispuesto a transformarlo todo. ¿No sería más lógico empezar desde cero? ¿Destruir el sistema y darle la vuelta a todos los roles?

Le responderé con una anécdota.

Cuentan que el boxeador Muhammad Ali embarcó en un vuelo comercial. A la hora de despegar, la azafata comprobó que se había abrochado el cinturón de seguridad. «Superman no necesita este cinturón», dijo la azafata. A lo que el púgil respondió: «Superman no necesita avión».

Imagen superior: versión teatral de «1984», de George Orwell, adaptada por Matthew Dunster (The Questors, Londres).

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.