Waiting. Esperando. Uno de los cuentos neoyorkinos escrito por Leonora, en el invierno de 1941. Publicado en el primer número de VVV (octubre de 1942). Número editado por André Breton, Max Ernst y Marcel Duchamp. Un número en el que sólo publicarán dos mujeres, Leonora Carrington y Valentine Penrose.
Dicen, quienes saben, que Esperando es uno de los relatos más autobiográficos de Leonora Carrington. Dicen que, tras Elizabeth y Margaret, protagonistas de este cuento neoyorkino, se esconden las figuras de Peggy Gugenheim y la propia Leonora, ambas enamoradas del mismo hombre, ambas enamoradas de Max Ernst. Y puede que sea así. Puede que Elizabeth/ Peggy y Margaret/Leonora fuesen dos mujeres enfrentadas por un hombre. Enfrentadas como tantas y tantas mujeres que, desde el origen mismo de los tiempos, hacían uso de habas, candiles, cedazos, velas y calderos para producir amarres y ligaduras. Mujeres necesitadas de la presencia protectora de un hombre. Hombre que, en no pocas ocasiones, se transformaba en verdugo. En la bestia que había que frenar, haciendo uso de las mismas herramientas que habían sido empleadas para atraerle.
Conjuros. Conjuros de poder, lanzados al aire o escritos en letras apretadas, buscando la deseada invocación. Buscando el efecto añorado.
Waiting, uno de los cuentos neoyorkinos de Leonora, es un conjuro. Pero no es el conjuro de amarre que podríamos esperar. Leonora/Margaret no quiere a Max/Fernando para sí. Leonora añora el pasado, si, ese adorable y vivo pasado, pero no está dispuesta a volver a él, como cree Peggy/Elizabeth, una Peggy enamorada de Max que sabe, de forma consciente, que Max nunca volverá a amar a nadie como amó a Leonora, como aún ama a Leonora. Pero el destino de ese amor ya no está en las manos de Max, ya no. El destino se encuentra en las manos de Leonora. Unas manos, las de aquella Margaret/Leonora que, aunque pequeñas y frágiles, están dispuestas a degollar ese pasado. Porque esas manos son el presente, el único posible verdugo del pasado. Y, sí, es cierto que Max/Fernando es la perfección, el siete, la suma del cuatro terrenal y el tres celestial. Pero es una perfección pasada, presta a ser degollada. Y así lo hará Leonora quien, tras escribir uno de los conjuros más bellos de su elenco particular, se decide a soltar amarras para siempre jamás…
Será en View, en el monográfico que esta revista dedicó a Max Ernst (marzo/abril de 1942) donde Leonora reúna, por última vez, la iconografía que ambos amantes habían tomado como suya propia.
Ese lenguaje secreto que sólo pertenece al ámbito privado de dos. Ese caballo y ese pájaro que Leonora Carrington y Max Ernst, una de las parejas más sugerentes y atractivas de aquel surrealismo parisino que ya era memoria, habían adoptado y habían compartido en pinturas y escritos. Y será Leonora, en aquel monográfico especial, quien decida reproducir uno de sus cuadros más emblemáticos, aquel retrato de Max Ernst, al que acompañará un brevísimo texto, titulado “El pájaro superior: Max Ernst”, a modo de tributo y adiós al hombre que había cambiado su vida irrevocablemente, en palabras de Susan Aberth.
“El Pájaro Superior se atusa los brazos, ahora convertidos en alas, desata al Miedo del fuego y se ata el mismo a su espalda, con sus crines. Escapan a través de los cuatro vientos que emanan del caldero como humo, como pelo, como viento. Sólo siete pececillos como cebras sin ojos yacen asfixiándose en el fuego en el fondo del gran caldero negro”.
Imagen superior: «Leonora en la luz de la mañana» (1940), de Max Ernst.
El pájaro Max y el caballo Leonora, unidos por el nudo que ata sus alas a sus crines, se elevan a través de los cuatro vientos que, como los cuatro elementos alquímicos, dan lugar a la quintaesencia, emanada del caldero alquímico o atanor, donde se produce la piedra filosofal. La Gran Obra. Un pájaro y un caballo unidos en un solo cuerpo que desaparecerá como humo, como pelo, como viento. Y tan sólo quedarán siete pececillos. Siete.
El número que aparece, una y otra vez, en aquellos años neoyorkinos. Siete. El número de la perfección. Pero, también, el número de la maldición de Caín, el de la venganza de Lamec, el del perdón de Pedro. Siete. El número bíblico por excelencia.
(Extracto de mi artículo «Armada de locura: mi viaje a Leonora Carrington», incluido en Leonora 1917, el monográfico que Studia Hermetica Journal dedica a conmemorar el centenario de nacimiento de Leonora Carrington. En la imagen, de izquierda a derecha, Leonora Carrington, Marcel Duchamp y André Breton. Sentado, delante de ellos, Max Ernst. Nueva York, 1942).
Imagen superior: Leonora Carrington y Max Ernst en Saint-Martin-d’Ardèche (Francia, 1939).
Copyright del artículo © Mar Rey Bueno. Reservados todos los derechos.