Octavio Paz definió, sin decirlo expresamente, al ser humano como un mono gramático, un simio que había llegado a inventar la escritura. Sin pretender una ampliación de aquel memorable texto ¿podríamos definirnos los humanos como unos monos melódicos, simios que inventamos la música? Nos armonizaríamos con las teorías evolucionistas y progresistas que florecieron en Europa a cargo de Comte, Darwin, Spencer y Marx, al mismo tiempo que la música wagneriana.
¿Se puede explicar el desarrollo evolutivo de la música en el sentido de una complejización creciente de la armonía tonal que desagua en la atonalidad? Algunos teóricos de lo contemporáneo, como Theodor W. Adorno, contestarían que sí, que hay avance y retroceso, revolución y regresión en el arte.
Los cromatismos de Wagner, que diluyen a menudo la idea misma de tonalidad, están en el centro del debate. ¿En qué tono está el acorde tristanesco? ¿Pueden considerarse atonales algunos momentos parsifalianos? Bien, pero ya Gesualdo da Venosa, en pleno barroco, a la vez que Bach construía las tonalidades modernas siguiendo a Vivaldi, se hartó de cromatizar y luego vino la diafanidad armónica del Setecientos. Quizá Schönberg estaba convencido de ser un mono melodioso al cual la Naturaleza le había confiado la misión de llegar, evolucionando como un primate, al dodecafonismo. En tal caso, Sibelius, el Strauss de Ariadna en Naxos y El burgués gentilhombre, el Stravinski de Juego de cartas y Pulcinella, Poulenc y Manuel de Falla, habrían involucionado hacia los que podríamos llamar homínidos melódicos, abandonando la sala de conciertos por la cueva de Atapuerca.
¿Es cualquier alumno de armonía, capaz de redactar ejercicios atonales, más moderno que todos esos maestros? ¿Es más moderno Stravinski que Stravinski cuando compone La consagración de la primavera que cuando lo hace con La carrera del libertino? Para reducir al absurdo: si aplicáramos las monerías progresistas a la historia de la música, Mozart y Haydn habrían retrogradado respecto a Gesualdo. Ahí queda eso, con el mono melódico. Según la vulgar cancioncilla porteña del siglo pasado, debida al ingenio de Chico Novarro, balanceándose en la rama y comiéndose una banana.
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