Martin Scorsese tiene una larga y eficaz carrera de acomodador cinematográfico, un trabajo que prácticamente ha desaparecido en las salas de proyección. El acomodador solía llevar librera y acompañaba a los espectadores en la oscuridad hasta la butaca precisa. En términos similares, Scorsese es capaz de mantener atento a un público – ya muy raleado y que se acomoda solo, buscando los números de fila y butaca– durante más de tres horas con un filme como El irlandés.
En efecto, se puede cuestionar la desmesura scorsesiana pero difícilmente su eficacia. Si aludo a exageraciones, no me refiero a la duración de su película, sino a la gestualidad que impone a sus actores y hasta a la misma trama. Todo ha de ser grandioso, enfático y propio de una raza de titanes cuya faena principal es matar y cobrar las rentas de un homicidio sistemático. Para ello, el director invoca a sus manes italianos que son operísticos y monta una suerte de epopeya canalla, con un eje que sostienen dos actores de apellido itálico: DeNiro y Pacino.
A los operófilos como el suscripto este dúo de divos filmados nos recuerda los grandes encuentros verdianos como Otelo y Iago o Don Carlos y el Marqués de Posa: una armonía tensa y finalmente criminal –acaso desde el oculto comienzo– entre un tenor y un barítono. Scorsese, en la mejor tradición norteamericana, entiende que una película empieza en el despacho o el gabinete de un guionista, lo mismo que pasa en la ópera con el libretista. Y así se conseguirá el contraste de timbre y color en el canto: DeNiro impasible y Pacino convulso en una pareja de vocalidad histriónica realmente memorable.
Un secreto amor sórdido, aparatoso y venal, conduce a estos hombres que se abrazan para delinquir en un programa que, con certera fatalidad, siempre acaba a tiros por la espalda. La pétrea solidez de Robert DeNiro tiene, en efecto, una connotación de tragedia antigua, de héroe que ignora su destino pero que lo reconoce inmediatamente en cuanto se le aparece. A ello se añade el sofocante realismo de Scorsese, minucioso hasta en la evocación de las musiquitas de la época, y que ilustra por enésima vez el autorretrato implacable y cínicamente sereno de una sociedad donde el Estado más poderoso del mundo convive con un Estado paralelo que, pistola en mano, hace negocios, pone y saca a políticos y jueces, funda equipos de fútbol y asociaciones de socorros mutuos y va del prostíbulo a la iglesia con el mismo empaque de Armani o de Zegna.
El personaje que interpreta DeNiro, protagonista en tanto narrador o sea dueño de la historia, ejemplifica un plus se indiferencia patética, lo que Hannah Arendt llama la trivialidad del mal. Un pistolero que mata por rutina como un empleado que rellena formularios y que sólo exige de sus comitentes un protocolo de actuación, un precio y un espacio donde acomodarse sin rivales peligrosos. Su único riesgo es equivocarse en la puntería, dando lugar a la aparición de la policía y la justicia. El riesgo está calculado: tu mejor amigo puede clavarte un puñal por el espinazo, tu mujer y tus hijos te abandonarán con cierta repugnancia, tus compinches irán muriendo de a poco y, como de repente, te quedarás solo en un geriátrico, solo ante un dios mudo y sin rostro, personificado en un cura que te confesará y absolverá y al cual le dirás que no te arrepientes de haber sido un burócrata del asesinato. Nadie se arrepiente de haber llegado, con una pertinente artrosis, a la edad jubilatoria.
Sinopsis
Frank Sheeran fue un veterano de la Segunda Guerra Mundial, estafador y sicario que trabajó con algunas de las figuras más destacadas del siglo XX. El irlandés es la crónica de uno de los grandes misterios sin resolver del país: la desaparición del legendario sindicalista Jimmy Hoffa. Un gran viaje por los turbios entresijos del crimen organizado: sus mecanismos internos, rivalidades y su conexión con la política. Adaptación del libro Heard You Paint Houses: Frank «The Irishman» Sheeran and Closing the Case on Jimmy Hoffa (2004), de Charles Brandt, a cargo del guionista Steven Zaillian.
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