He tratado de imaginarme al potencial espectador de esta película en la fecha de su estreno. Intento identificarme con él, sin proyectar mis prejuicios. Inevitablemente, Eloy de la Iglesia era un provocador, pero El diputado, más allá de sus detalles más explícitos, trataba al público de 1978 con madurez, tomándose muy en serio cuestiones como la libertad, la verdad y la democracia.
Lo diré de otra manera: aunque El diputado tuviera una faceta escandalosa y una factura muy irregular, las decisiones tomadas a la hora de escribir el guión ‒lo firman el director y Gonzalo Goicoechea (1)‒ plasmaban una mirada muy lúcida sobre la Transición democrática, ajena, por aquel entonces, a las certidumbres que hoy damos por sabidas.
Por otro lado, dentro del cine político español, la cinta es de una valentía excepcional, y no duda a la hora de mostrar una independencia que en estos tiempos empieza a perderse.
A su manera, el film traducía realidades muy cercanas. Su protagonista, el diputado de izquierdas Roberto Orbea (José Sacristán), tiene una biografía que lo aproxima a numerosos políticos del momento. Hijo de un poderoso franquista, Orbea estudia Derecho y se vincula a la Federación Universitaria Democrática Española (FUDE), la organización antifranquista fundada en 1961 bajo el paraguas del PCE. Expulsado del mundo académico, ejerce la abogacía y llega a participar el Proceso de Burgos, durante el que fueron juzgados en 1970 dieciséis miembros de ETA.
Tras la muerte de Franco, Orbea ya se ha situado entre los diputados con mayor proyección, hasta tal punto que se perfila como el próximo secretario general de su partido. El problema es que oculta un secreto, en apariencia inconfesable: su homosexualidad.
Aunque está casado con una camarada del partido, Carmen (María Luisa San José), y esta conoce la inclinación de Orbea, él sabe que manifestarla en público destruiría su carrera.
Para su desgracia, durante el tiempo que pasó como preso político, conoció en la cárcel a un chapero, Nes (Ángel Pardo), que arrastró al protagonista a una espiral de relaciones clandestinas, a cambio de dinero y favores. Durante esa búsqueda de nuevas pasiones, Orbea acaba relacionándose con otro joven, Juanito (José Luis Alonso).
En realidad, el chico sirve a los intereses de un grupo de extrema derecha, cuyo líder, Carrés (Agustín González), está dispuesto a todo con tal de volver a una dictadura.
La relación entre Orbea y Juanito adquiere así el vigor de una tragedia, y los momentos en que parece que va a abrirse camino la felicidad son rápidamente oscurecidos por el patetismo y la violencia.
En el plano político, Orbea es un diputado ejemplar. En todo momento, defiende la concordia y la libertad. Durante una decisiva intervención parlamentaria, en la que condena la violencia de los grupos ultraderechistas ‒incluido el paquete bomba que estalló en la revista El Papus en 1977‒, va más allá y censura cualquier forma de terrorismo: «Los ciudadanos amedrentados en la calle son solo parte del trágico balance ‒dice‒, porque la otra parte, señores diputados, habría que buscarla en todas esas acciones terroristas de extraños grupos, pretendidamente de izquierdas, que solo sirven para alimentar los estímulos golpistas de quienes desean volver a la dictadura».
No será el único momento de la película en la que condene ese tipo de crímenes. En otra secuencia, preguntado por periodistas, Orbea recuerda que, una vez firmada la Ley de Amnistía de 1977, la violencia de carácter político es inaceptable, y pone como ejemplo el asesinato de Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana italiana, por parte de las Brigadas Rojas.
La mención de Moro adquiere un mayor peso si recordamos que fue un adalid del llamado Compromesso storico: el consenso entre comunistas y democratacristianos.
Ese conflicto íntimo entre el dogmatismo político y la libertad individual queda aún mejor expresado cuando Orbea tiene un encuentro furtivo con Juanito, y la naturalidad del joven amante es contrastada por medio de unos solemnes carteles, desde los que nos observan Marx, Lenin, el Che Guevara ‒homófobo, no lo olvidemos‒ y Allende.
«Tenemos que empezar todos a perder los miedos. A perderlos para siempre», dirá el protagonista en una secuencia clave. «Igual hasta me convenzo de que la mejor manera de hacer la historia es ésa, padeciéndola, y que lleguen los otros al poder… los que no les importa ceder y ocultarlo todo con tal de conseguirlo. Yo ya estoy harto de ceder y de ocultar». Por desgracia, el destino que le aguarda es feroz: «Yo me había apuntado a ser de los que hacen la historia ‒le dice a Carmen, derrotado‒, y me toca ser uno de los que la sufren».
Estrenada el 20 de octubre de 1978, la película fue clasificada «S», en buena medida por varios desnudos integrales que hoy parecen gratuitos, innecesarios para el desarrollo del relato. El diputado no fue la primera película en la que Eloy de la Iglesia abordó temas polémicos. La censura ya se interesó previamente en producciones como La semana del asesino (1972), La otra alcoba (1976) o Los placeres ocultos (1977). Así justificaba el cineasta esta actitud rebelde en 1996, entrevistado en las páginas de El Mundo: «No creo que haya hecho ningún trabajo, a pesar de la presión ideológica de mis comienzos, que no responda a mi visión personal de las cosas, a mi apetencia de hacer o no una historia determinada. Incluso de optar por un público concreto. Siempre he buscado una interactividad entre el espectador y lo que contaba. Hablar de la libertad en el sexo, de las dificultades que tiene el hombre de incorporarse a un medio y vivir dentro de ese medio… Aunque por encima de todo ello, lo que resiste es la necesidad de comunicación. (…) Siempre ha habido en mí una osadía que, más que osadía, ha sido insensatez. Por ejemplo, cuando tenía que sortear la censura para hacer cine. Me parecía tan aberrante aquello que no me podía creer que intentar burlarla se pudiera volver en contra de uno. Pero la censura estaba ahí y terminabas dándote la hostia. Era un mundo ideológicamente tan homologado que no acababas de darte cuenta de tu diferencia. ¿Cómo te ibas a cuestionar que tú no debes ser como eres?».
Atraído por la marginalidad, su toxicomanía fue otro vértice de esa misma temeridad. En ese infierno de las drogas y la delincuencia ambientó películas como Colegas (1982), El pico (1983) y El pico 2 (1984), que figuran entre su mayores éxitos. En parte, esa misma sordidez ya se advierte en El diputado.
En su argumento ‒un melodrama con todas las de la ley‒ resuena el mundo interno del director: homosexual y comunista, pero consciente de las contradicciones que conlleva la militancia. ¿Detrás de una pancarta y con el puño en alto?: «En realidad ‒decía en la misma entrevista‒, había un juego no del todo sincero. En aquella época el Partido quería ser tolerante, emerger como un grupo abierto donde no existían dogmatismos. Quería ser moderno, en el peor sentido de la palabra. Y yo lo que trataba era…, bueno, pues de llevarles contra las tablas de eso. De hecho, logré que Santiago Carrillo y todo el Comité Ejecutivo, ya muerto Franco, claro, fueran al estreno de una de mis películas más polémicas, El diputado, donde la política y la homosexualidad jugaban a partes iguales. Ya te digo, lo de ellos era un juego para buscar votos. Luego el Partido se dio cuenta de que los votos estaban realmente en las masas conservadoras, es decir, no yendo a ver El diputado, sino asistiendo a misa o a alguna procesión. Mirando atrás, te das cuenta de que fueron muy crueles. No hay que olvidar que durante muchos años llevaron una política de represión y tiro en la nuca. La dialéctica se redujo enseguida. Yo es que dejé de creer en ellos, sin más. Simplemente, chico, hay que negarse en rotundo a ser dogmático».
El paso del tiempo nos hace perder cierta perspectiva, pero la realidad de los años setenta nos presenta a una izquierda en la que era habitual el rechazo a la homosexualidad. Se interpretaba como un desvío burgués, del todo inaceptable. “Había mucha homofobia en la izquierda ‒dice José Sacristán‒, y la película lo pone de relieve, el personaje tiene que elegir entre las reivindicaciones políticas y su vida”.
¿Ejemplos? Quizá el más notorio sea la entrevista que le hicieron en Interviú a Enrique Tierno Galván, presidente del Partido Socialista Popular, en diciembre de 1976: «Es una desviación del instinto que está extendida ‒afirmaba Tierno Galván‒. Digo que es una desviación porque no creo que el instinto tenga una formulación exclusivamente ideológica. Creo que el instinto son los impulsos definidos por la educación. (…) No, no creo que se les deba castigar. Pero no soy partidario de conceder libertad ni de hacer propaganda del homosexualismo. Creo que hay que poner límites a ese tipo de desviaciones, cuando el instinto está tan claramente definido en el mundo occidental. La libertad de los instintos es una libertad respetable… siempre que no atente en ningún caso a los modelos de convivencia mayoritariamente aceptados como modelos morales positivos. (..) Tenemos experiencias muy radicales, como las del Bajo Imperio Romano, en las que realmente se perdió el sentido pleno de cualquier jerarquía de valores por haber hecho unas concesiones totales (…) en lo que se refiere a la moral. Desde el punto de vista público esto había que frenarlo, incluso castigarlo si atentaba públicamente a lo que se admite como ético».
Un rumor muy extendido sitúa al propio Tierno hablando con Santiago Carrillo, pidiéndole que convenciera a Eloy de la Iglesia para que retrasara el estreno. Sea como fuere, El diputado estaba anclada en una realidad muy palpable por aquellas fechas, y por consiguiente, difícil de apreciar por parte de un espectador actual.
No sé si esto va en su favor, pero fue detestada por buena parte de la crítica, tanto la más conservadora como la más izquierdista. Me limitaré a este ejemplo: «Ningún director español ofrece tanta carnaza en sus películas ‒escribía Fernando Trueba en El País‒, sexo, política, homosexualidad, bestialismo, cualquier cosa con tal de atraer al público, aunque sólo sea a base de un más difícil todavía. De la Iglesia no teme incurrir en todos los excesos, no le importa ser grotesco y ridículo, de hecho siempre lo es; lo único que le importa es vender su producto y poner en él aquello que, hoy por hoy, vende: sexo y política. El diputado es un calculado, medido y maquiavélico paso hacia adelante en la ascensión comercial de Eloy de la Iglesia. (…) Eloy de la Iglesia recurre a la utilización de fechas, momentos y personajes de nuestra historia reciente, para envolver de una forma verosímil una historia falsa en todo su desarrollo, de principio a fin. Escudado en una avalancha de consignas de izquierda, reivindicaciones evidentemente justas y datos seudo-históricos, Eloy de la Iglesia se esconde a sí mismo. (…) Eloy de la Iglesia no es buen director; en su extensa filmografía no encontramos una sola buena película, pero, además, ni siquiera es un buen tramposo».
Desencantada, casi turbia en alguno de sus pasajes, excesiva para bien y para mal, El diputado es un documento vivo de la Transición, y también es el testimonio de un cineasta inimitable, que siempre se sintió expulsado del Paraíso.
Quizá, para entender mejor lo que nos dice la película, haya que atender a los testigos directos de aquel tiempo. Entrevistado por Fernando Palmero en El Mundo tras la reedición de su libro Miseria, grandeza y agonía del PCE (1939-1985), Gregorio Morán explica lo que significaba estar en el PCE y por qué abandonó el partido en diciembre de 1976. «La vuelta del viejo partido del exilio ‒dice Morán‒ para mí fue un trauma. Una cosa era ir a París a una reunión y discutir con ellos, y otra verlos en vivo y en directo, tenerlos de vecinos e incluso hospedarles en tu casa. No es lo mismo que te cuenten el estalinismo que vivirlo. Es ahí donde elaboro esta tesis general de que si ganaban los nuestros, perdíamos nosotros. (…) Mi generación tardó en entender que para Santiago Carrillo y para Dolores Ibárruri, para gran parte de la dirección del exilio, la democracia y la Constitución del 78 eran el último vagón del último tren que les quedaba. Nosotros teníamos más vida por delante, pero ellos no. De ahí los esfuerzos de Carrillo por ser ministro y su obsesión por que Suárez lo incluyera en un gobierno de gran coalición. Eso se puede demostrar muy claramente en las elecciones del 15 de junio del 77. El partido más joven que había en España era el PCE, y sin embargo las candidaturas más viejas eran las del PCE. (….) [En los primeros años de la dictadura] el PCE casi no era un partido, era una secta, en la que los dirigentes del interior duraban un año en el mejor de los casos antes de ser detenidos y torturados. El franquismo, sumado al ambiente general estaliniano, creó en el PCE un clima de guerra fría de verdad, con destrozos, crímenes, casi asesinatos podríamos decir, porque hay algunos ajustes de cuentas que tienen un aire semimafioso: para que no cuentes lo que sabes, te liquido. En el momento en que te van a cazar como a una alimaña, te vuelves una alimaña. Y esto hay que contarlo, pero al mismo tiempo conservar una cierta distancia para no justificarlo. A mí me sacaban de quicio Carrillo y otros dirigentes cuando decían: camaradas hemos cometido errores, pero no decían cuáles porque corrían el riesgo de abrir una herida».
(1) En algunas fuentes se cita equivocadamente a Fermín Cabal como coguionista, y así lo mencioné yo también en una versión previa del texto. Agradezco a Eduardo Fuembuena, autor de «Lejos de aquí», su amable corrección de este error.
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