31 de enero de 1961. A bordo de la cápsula aeroespacial Mercury, el chimpancé Ham repite paso a paso los ejercicios para los cuales ha sido entrenado durante meses.
A duras penas resiste el ajetreo del flujo estelar, pero teme defraudar a sus adiestradores, así que cumple un protocolo que será muy útil para posteriores experimentos con humanos. Mientras tanto, los estadounidenses comprueban, más que divertidos, cómo el aterrorizado Ham da un salto en el ciclo evolutivo, y acaba comportándose como un ser humano merced a ese programa espacial que va modelando la guerra fría.
Sin embargo, Ham no es el primer simio en volar o en actuar como un hombre. Claro que aquel chimpancé fue un ser auténtico, y las próximas líneas estarán pobladas por primates literarios. Pero voy a permitirme eliminar ese punto y aparte que separa lo real de lo imaginario. De modo que ¿por qué no comparar a Ham con los monos voladores del país de Oz? ¿Por qué no fantasear con el chimpancé astronauta, preludio de El planeta de los simios? Y mejor aún, ¿por qué no acortar, mediante cuentos y novelas, la distancia genética que nos separa de esas criaturas?
Después de abrir boca con los macacos alados que Lyman Frank Baum (1856-1919) ideó en The Wonderful Wizard of Oz (1900), vamos a ilustrar más seriamente el trayecto con otros antecedentes de importancia. Les recuerdo que Aristóteles ya habló de monos y que otro filósofo, el italiano Giulio Cesare Vanini (1585-1619), intuyó que el hombre proviene del simio
Tras el nacimiento de Hanuman, el héroe simiesco del Ramayana, poema épico en sánscrito escrito entre el 700 y el 750 a.C., los mitos protagonizados por monos se incorporan a la literatura. Es éste un tema que se repite en los jatakas de Mahakapi, rey de los simios. De hecho, estos jatakas (reencarnaciones de Buda antes de nacer como Siddharta Gautama), ilustrados en las cuevas de Ajanta entre el siglo II a.C y el V d.C., nos deleitan con la misma intensidad que lo hace el Viaje al Oeste, texto clásico de la dinastía Ming donde se narran las peripecias del monje chino Xuanzang y el mono Sun Wukong durante su peregrinaje a la India.
No hace falta esforzarse para descubrir en el macaco Son Wukong un feliz antecedente del Songoku que busca bolas de dragón en mangas y teleseries juveniles.
La contrafigura de este mono humanoide es el simio salvaje, propio de los libros de maravillas, origen de yetis e imposibles tribus selváticas. Quien lo descubrió fue un almirante cartaginés, Hanón, desplazado en las postrimerías del siglo V a.C a la costa occidental de África.
Cuenta el cronista que los hombres de Hanón tuvieron que vérselas con unas «mujeres salvajes» a las cuales llamaron gorilas. Mujeres peludas y poco refinadas que, de forma trágica, acabaron despellejadas y convertidas en trofeos de guerra, según refiere con detalle la traducción inglesa de la versión griega (Falconer, 1797), único vestigio de un manuscrito perdido, repleto de promesas de aventura. Lo cual viene a confirmar que incluso en su versión más brutal, nuestros ancestros tenían al mono por un pariente aventajado.
Quizá por eso mismo el cirujano inglés E. Tyson empeñó sus esfuerzos en la disección de un chimpancé, pobre bestia a la cual bautizó Homo sylvestris. Corría el año 1699 y Tyson retrató a su hombre silvestre en posición erecta, bastón en mano, con gesto melancólico.
La verdad, pega mal esa tristeza con el disparatado e interminable título del libro de Tyson: Orang-Outang, sive Homo sylvestris or the anatomy of a pygmie compared with that of a Monkey, an Ape and a Man. To which is added A philological essay concerning the Pygmies, the Cynocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients. Wherein it it will appear that they are all either Apes or Monkeys, and not Men, as formerly pretended.
Les díré que ni el mono de marras era un orangután, ni el estudio filológico acerca de los pigmeos, los cinocéfalos, las esfinges y los sátiros sirvió de nada a la hora de convertir a estos seres en primates.
Involuntario cultivador del género fantástico, Tyson fue uno de los primeros en transformar al simio en materia de especulación literaria.
Esta es una lista donde proliferan primates de toda condición. Incluye, por supuesto, a un personaje cervantino, el mico adivino de maese Pedro: «un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se imaginó entre hombres; porque si le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan». ¿Acaso resolverá este animal nuestra casuística? ¿O quizá será excesivo el olvido?
Yo he escuchado el canto del gorila
Por analogía con los seres humanos, los monos enjaulados que dibujó el grabador alemán Juan Adam Klein a fines del siglo XVIII son la caricatura de un preso. Este planteamiento vale tanto si nos referimos a sátiras como si practicamos ecologismo de salón, dotando a la bestia de virtudes morales.
A decir verdad, esto debió de influir en el ánimo del alemán Enrique Kuhl (1799-1821) a la hora de redactar su Monografía de los monos, y también tuvo que repercutir en la obra más conocida del francés Pierre André Latreille (1762-1833), Historia Natural de los Monos.
Apurando el mito del buen salvaje, la idea del simio como duende benéfico, guardián de la espesura, fue intuyéndose a medida que se comprobaba la mansedumbre de ciertas especies, como el gorila y el orangután. Se trata, claro está, de un estereotipo literario impuesto en el siglo XX, sugerido por Robert Mearns Yerkes (1876-1956) en La mente del gorila (1927) y Los grandes monos (1929), y confirmado luego en las investigaciones de George B. Schaller y Dian Fossey.
Aquí uno tiende al sentimentalismo: el gorila de montaña es un grandullón vegetariano y relajado, deseoso de afecto como si fuera un magnífico peluche.
Hay ejemplos de esto último. Sin ir más lejos, en Congo (1980), de Michael Crichton, hallamos una gorila enternecedora, capaz de comprender el lenguaje de los sordomudos. La bondad de los gorilas resalta en la novela de Crichton y asimismo en Ishmael (1995), de Daniel Quinn, donde un gran simio da lecciones de ética comunicándose telepáticamente. Por disparatada que nos parezca, esta fórmula tuvo gran éxito a la hora de aprovechar el filón new age; tanto es así que conoció una secuela, My Ishmael (1998), y una libre versión cinematográfica, Instinct (1999), dirigida por Jon Turteltaub.
Nociones de adiestramiento humano
¿Es posible enseñar a un mono las normas que nos hacen humanos? Eso sugiere la capacidad imitativa de los primates, maestros a la hora de emular todo tipo de gestos y ademanes. Por supuesto, esta imitación suele caer en la caricatura, y por eso el mono tiene algo de carnavalesco.
Claro que las bromas no siempre acacan bien: Aquiles mató al guerrero Tersites porque éste se burló de él mientras sollozaba por la muerte de la amazona Pentesilea. ¿Adivina el lector en qué criatura reencarnó el necio Tersites?
Otros dos ejemplos hablan de lo mismo: Calípides de Atenas, autor trágico del siglo V a.C., fue llamado «el Mono» por su habilidad a la hora de ridiculizar las costumbres sociales; y Charles Coypeau de Assonci (1605-1675), poeta francés de curiosa existencia, fue apodado «el Mono de Scarron» por parecidas razones.
El mono gracioso y burlón es el modelo que aprovechan los fabulistas para descubrir moralejas en la imitación (simplificada) de las prácticas humanas. Así lo plantean Tomás de Iriarte (El mono y el titiritero), La Fontaine (El lobo pone pleito al zorro ante el mono) y Samaniego (El lobo, la zorra y el mono juez).
La sátira con monos antropomorfos llega incluso a las artes aplicadas. A fines del XVIII, un maestro de la porcelana de Sajonia, José Joaquín Kaendler, idea una serie de monos músicos en su manufactura de porcelanas de Meissen. Con la misma gracia que el mono violinista de Kaendler, T. Landseer ridiculiza en su Monkeyana (Londres, 1827) la estupidez inherente a la condición humana, y nos dibuja un macaco que practica la reverencia con sombrilla y sombrero de copa.
Lo que nos hace gracia en el mono humanizado es su cercanía. Con matices, por supuesto. Así lo explica Ramón Gómez de la Serna en El Circo: «se ve que el mono no acaba de ser educado, no puede ser educado. Siempre hay un gesto, una manera de coger algo, alguna cosa, que demuestra lo mono que es, lo idiota que es, lo idiota que debe ser, porque si el profesor que se afana en lograr que el mono se civilice lo consiguiese, habría promovido en el mundo la más grande de las tragedias y el pobre mono, con alma, con sensibilidad, con idea de las cosas, se suicidaría ante un espejo, como Larra«.
Pero todo evoluciona y el mono antropomorfo de las fábulas adquiere dignidad en la literatura fantástica. Un simio se transforma en pianista en un relato de Hoffman, Nachricht von einem gebildetem jungen Mann. Tiempo después, la revista «Der Jude» publica en 1917 el relato Informe para una academia, de Franz Kafka, donde un mono de la Costa de Oro hace público su vehemente anhelo de humanidad: «Ningún maestro de hombre encontrará en el mundo entero mejor aprendiz de hombre». Dicen algunos especialistas que el mono de Kafka es una alegoría de la asimilación de los judíos en Europa cristiana, pero nosotros preferimos verlo sin dobleces, desarraigado, casi tan patético como el chimpancé protagonista de Yzur, aquel relato de Leopoldo Lugones incluido en sus Cuentos fatales (1924).
Nos habla Lugones de un mono adquirido en el remate de un circo por un hombre convencido de que «los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar». Su empeño en desarrollar el aparato de fonación del cuadrúmano tendrá un efecto desgarrador y sorprendente.
Para comprender las consecuencias del lenguaje en los monos es útil repasar la novela El planeta de los simios (1963), de Pierre Boulle. Cuando los primates de Boulle adquieren la capacidad de hablar en el año 2500, «el primer uso que han hecho de la palabra ha sido para protestar cuando se les quiere hacer obedecer». En esta tesitura, ¿dónde ha quedado el simpático chimpancé vestido que hacía reír en los circos? Boulle promueve la evolución de nuestros primos lejanos. En definitiva, su objetivo es comprobar cómo ellos repiten los mismos errores que nosotros.
Más optimista, Hermann Hesse escribe en El orangután (1914) sobre los hombres de la selva (waldmesch en alemán); unos seres que «podían moverse como personas y como monos, y se sentían tan a sus anchas sobre las ramas de la selva como en el suelo».
Los orangutanes de Hesse descienden de la mitología de Hanuman: portan armas y se adornan con garras de tigre, colmillos de jabalí, plumas de papagayo y conchas de río. En cierto sentido, son una cultura sincrética que añade sofisticación al sustrato salvaje. Ese es el destino del simio: evolucionar.
No obstante, esta humanidad en miniatura que componen las hordas de monos corre el riesgo de caer en la autocomplacencia. Así lo apunta El libro de las tierras vírgenes (1894-95), de Rudyard Kipling, donde la serpiente Kaa tilda a los monos de «vanos, locos y charlatanes». Esta descripción queda confirmada por el canturreo de la manada, pomposo y alocado: «Somos grandes; somos libres; somos admirables. Somos el más admirable pueblo que hay en toda la Selva. Todos lo decimos, y, por lo tanto, no puede menos de ser verdad».
Ignoro si Kipling habla de monos cuando quiere, por reducción, hablar de hombres. Lo cierto es que Mowgli no pertenece a la horda, pero su faceta de primate sale a relucir en más de una página.
Con menor sutileza, Edgar Rice Burroughs jugó la baza del hombre mono en su personaje más conocido, Tarzán. En octubre de 1912 lo introducía en un cuento para All Story Magazine, germen de una primera novela, Tarzán de los monos (A.C. McClurgh & Co., 1914).
La historia es bien conocida: Tarzán es el hijo de Lord y Lady Greystoke, adoptado por la mona Kala, hembra de la tribu de Kerchak. Al criarse en la floresta, Tarzán adquiere las habilidades de sus congéneres con la buena disposición propia de los anglosajones. En un determinado momento, Tarzán discute con el mono Taug por el amor de Teeka, pero este romance entre especies queda zanjado cuando el héroe se da cuenta de sus atributos peculiares y renuncia a los favores de la simia.
En La colección de arena (1984) se recoge la reseña que Italo Calvino escribió a propósito del libro El diccionario de lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi: «London-on-Thames, que no debe confundirse con su homónima más famosa, es una ciudad excavada en lo alto de una roca, habitada por una tribu de gorilas cuyo jefe se cree la reencarnación de Enrique VIII y tiene cinco hembras llamadas Catalina de Aragón, Ana Bolena y así sucesivamente. La sexta es una mujer blanca capturada por los gorilas, que permanece en funciones mientras no es sustituida por otra».
Este fragmento resume con humor la búsqueda de humanidad emprendida por nuestros parientes. Como los buenos satíricos, Burroughs advierte que la relación entre monos y hombres permite la ironía, y también un turbador componente sexual (la mujer secuestrada por la bestia), convertido en lugar común de la novela aventurera (Quien lea La Perla del Río Rojo, de Salgari, descubrirá el porqué).
Por otro lado, no me cabe la menor duda de que, más allá de los libros originales, el primate que inmediatamente asociamos con Tarzán es Chita, su amiga cinematográfica.
«Efectivamente –aclara Jacinto Antón–, solo a una imaginación calenturienta de Hollywood y desconocedora de la fauna africana se le podía haber ocurrido que los grandes monos en cuyas peludas manos pone el autor el destino del niño humano Greystoke, el Tarmangani, fueran las de los pequeños chimpancés. Sin duda Burroughs pensaba en una gorila al imaginar a Kala, la mona que cría a Tarzán. A una gorila la puedes llamar mamá, pero con una chimpancé está claro que algo no cuadra. En fin, como la fama no entiende de lógica ni el cine de sutilezas –hoy seguramente interpretaría a la mona un salaz bonobo– nos tocó ver al fornido Weissmüller acompañado de Chita«.
Amenazantes, salvajes… y enamorados
Igual de interesante resulta la lista de los simios que, en la narrativa, se muestran hostiles al hombre. Obviamente, no citaré en estas líneas esa multitud de primates feroces que acosaban a los cazadores victorianos, y tampoco voy a enumerar los monstruos de aspecto simiesco que tanto abundan en la ciencia ficción o en la fantasía heroica.
Presas de turbias pasiones, los primates atacan al hombre y se dejan llevar por el salvajismo y la perversidad. Así ocurre, por ejemplo, durante el quinto viaje de Simbad el marino.
El ciclo literario de Simbad procede de fuentes orales y fue redactado en el siglo XII por un escritor persa o árabe, antes de ser añadido al afluente de versiones árabes de Las Mil y Una Noches, libro donde ocupa las noches 537-566. Es en esas páginas donde comprobamos cómo Simbad, huyendo del anciano del mar, conduce su barco hasta la ciudad de los monos, y allí advierte la tiranía de los simios sobre los hombres.
Con astucia, Simbad comprueba que cuando arroja piedras contra los primates, éstos le lanzan cocos, de modo que la inesperada cosecha llega a enriquecerle. Pero esa es otra historia: lo relevante es que los simios son, para él, seres dañinos.
Siglos después, en abril de 1841 Edgar Allan Poe publica el relato Los crímenes de la calle Morgue, protagonizado por un gran orangután salvaje de las islas de la India Oriental, capaz de los peores asesinatos. De sobra conoce el lector que «a la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí», y así lo pagaron sus víctimas femeninas. Tan brutal personaje introduce además un factor de bestialidad sexual. Eso es lo que debio pensar Edgar Wallace (1875-1932) cuando, poco antes de su muerte, preparaba el guión de King Kong.
El ensayista Jean Boullet, según recoge J.A Molina Foix, nos indica que el tatarabuelo del gran gorila fue creado por el dublinés Jonathan Swift (1667-1745) en Los viajes de Gulliver (1726): se trataría del mono gigante que toma entre sus manos al atribulado Lemuel Gulliver. Antecedentes al margen, lo cierto es que King Kong es el simio más influyente de la cultura contemporánea y, sin duda, el enamorado más descomunal de la historia.
Bestia en busca de su Bella, genio de un mundo primigenio, sueño de los criptozoólogos y, en suma, soberbio intérprete de la tragedia de las pasiones, Kong resume todas las esencias de ese primate imaginario que ha protagonizado estas líneas.
Para completar el retrato con otra imagen literaria, citaré aquí a Manuel Nieto Galán, que en 1933 convirtió el guión en una novela por cuyas páginas asoma el gorila de catorce metros, golpeando su pecho y rugiendo con fiereza, destruido al fin por el amor de una rubia oxigenada: «En la calle, sobre el cuerpo gigantesco de King-Kong el público se arremolinaba, en su deseo de ver aquel animal extraordinario, de contemplar aquel ser que durante unas horas había causado el pánico de la ciudad y que no había podido vencer, a pesar de su fuerza y valor, los adelantos de la civilización, de aquel otro mundo que jamás había conocido». Porque, quién lo duda ya, ese mono gigante nos recuerda que nuestros parientes vegetan oscuramente en la jungla porque aún no han descubierto las grandes preguntas de la existencia.
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