Una reciente lectura, la de un libro del investigador chileno afincado desde hace décadas en España, Mario Boero Vargas (Vida, pensamiento y mística de Ludwig Wittgenstein, Arcos, Madrid, 2015) me ha permitido retornar a esa figura singularísima de filósofo que fue el intelectual austriaco.
El libro de Boero, uno de los que viene dedicando a él, lo cual lo autoriza especialmente en el tema, incide notablemente en la biografía de Wittgenstein. No lo hace según el esquema habitual de “Vida y obra” sino acudiendo a la mayor parte de la escritura del estudiado, lo que podríamos denominar su pensamiento inorgánico. En efecto, su obra orgánica es muy breve y prácticamente se reduce a un breve texto, Tractatus logico-philosophicus, uno de los más decisivos del siglo XX.
Ludwig –uso el nombre de pila ya que estamos en su vida, en su privacidad– no fue el tópico filósofo, solemne y austero profesor, con una familia convenida, un currículo ordenado y unos voluminosos libros de filosofía acreditados por amplios desarrollos, avasallante erudición y robusto aparato de notas. Vestido en plan estándar, el filósofo suele ser de aspecto sereno y pensativo, feo y escaso de pasiones. Ludwig era todo lo contrario: un niño de buena familia, hermoso, coqueto hasta el punto de evitar las gafas siendo muy miope, atormentado por culpas íntimas aparentemente abstractas, homosexual, seductor, carismático y con aire de santo laico, de esos bellos santos que aman los imagineros. Le importaba poco y nada la erudición y hasta es posible que no tuviera hechas todas las lecturas canónicas del empollón modélico.
¿Qué tiene que ver todo eso con su obra? Boero muestra que mucho porque hace a un par de aforismos suyos que rondan lo mismo: algo esencial a cualquier filosofía y que no se puede decir. La filosofía dice lo que puede y calla lo que no puede decir. ¿No puede porque carece de poderes o porque hay alguien o algo que lo prohíbe? En cualquier caso, hay un lugar y un momento en que el deber del filósofo es el silencio. Podríamos decir que la filosofía dice tanto cuando dice como cuando calla. Ese lugar silente ha dado lugar a la especulación mística y así Wittgenstein es pasado de un extremo a otro del espectro filosófico: del positivismo lógico al budismo zen, de la analítica del lenguaje a la inquietud religiosa que si bien es ajena a cualquier iglesia, proyecta la existencia de una culpabilidad abstracta, una deuda existencial propia del ser humano que viene preocupando desde San Pablo a Sigmund Freud, pasando por Sören Kierkegaard, a muchos pensadores de Occidente, algunos de los cuales miraron con avidez mental hacia Oriente.
Wittgenstein pertenecía a una familia de melómanos y músicos profesionales. Además, en Viena era casi un rasgo de nacionalidad austrohúngara ocuparse de música, incluso de gozarla y practicarla. Su hermano Paul fue un famoso pianista y, habiendo perdido el brazo derecho en la guerra de 1914, estimuló la escritura de obras para la mano izquierda en compositores como Ravel, Strauss y Korngold. ¿Sería la música el lenguaje no verbal que obedecería al voto de silencio de la palabra? La música lo dice todo sin decir nada. Valdría la pena meditar el tema y seguramente el profesor Boero tendrá algo importante que decir sobre esto.
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