Desde que apareció en las pantallas, los lectores más puristas de CF han lamentado el día en que los cineastas oyeron hablar de agujeros negros. Y es que las cosas no son tan sencillas como pretenden hacernos creer en sus películas.
El universo es increíblemente vasto, tan enorme que, después del Sol, la estrella más cercana a nosotros, Próxima Centauro, está a 42.000.000.000.000 kilómetros, esto es, que su luz tarda 4,2 años en llegar hasta nosotros. La ciencia ficción evita estos problemas imaginando que se puede viajar más rápido que la luz. Con esto en mente, las naves espaciales de la ciencia-ficción a menudo cuentan con “motores de hiperluz” o son capaces de surcar el “hiperespacio”, cubriendo en días o incluso horas las distancias interestelares que, según sabemos, nos llevaría años o décadas salvar.
El viaje más rápido que la luz facilita el trabajo del escritor, pero cualquier físico nos dirá queimaginar esa velocidad es más fácil de imaginar que de alcanzar. De acuerdo con lo que sabemos hasta ahora, en nuestro universo es imposible viajar más rápido que la luz por mucha energía que imprimas a tus motores. La Teoría de la Relatividad nos lo prohíbe. Al acercarse a la velocidad de la luz el tiempo se ralentizaría, sí, pero la luz seguiría siendo inalcanzable. Sin embargo, teóricamente, es posible solucionar el problema; o mejor dicho, rodearlo. En 1994, el físico teórico Miguel Alcubierre sugirió que sería posible crear una onda espacio–temporal que comprimiera tiempo y espacio por delante de ella y se expandiera por detrás; “surfeando” por delante de esta onda, una astronave podría viajar grandes distancias sin contradecir la Teoría de la Relatividad. El inconveniente es que nadie sabe cómo generar semejante onda espacio–temporal e incluso si alguien lo consiguiera, cómo uno se podría detener una vez alcanzado el destino previsto.
Otro artificio habitualmente utilizado en ciencia-ficción para viajar lejos son los agujeros de gusano, túneles en el espacio–tiempo que conectarían porciones distantes de la galaxia curvando el espacio al concentrar una enorme gravedad. Este tipo de agujeros de gusano se utilizaron en Contacto (1985), la novela de Carl Sagan y la película que la adaptó con el mismo nombre (1997, Robert Zemeckis). En ella, la protagonista, Ellie Arroway, viajaba hasta Vega, a 25 años luz.
Pero para que existan los agujeros de gusano es necesaria la presencia de una “materia exótica” con “energía negativa” y por el momento esto no se ha encontrado. También está el problema de que si los agujeros de gusano existen, probablemente estén cerca de un agujero negro –estrellas colapsadas con un campo gravitatorio tan intenso que ni siquiera la luz podría escapar–. En fin, algo muy diferente de que lo que la factoría Disney imaginó en su película El abismo negro (The Black Hole, en el original), cuyo agujero negro parecía tener tanta fuerza de atracción como el desagüe de tu cuarto de baño.
En el año 2130, una nave de exploración terrestre, el USS Palomino, descubre un agujero negro con una astronave hasta entonces desaparecida, el USS Cygnus, en las proximidades del fenómeno. Cuando la variopinta tripulación (que incluye los consabidos militares, telépatas, un periodista, el imprescindible científico y un robot filósofo bastante repelente con aspecto de juguete infantil) abordan la nave se encuentran con el Dr. Reinhardt, un científico algo chiflado al estilo del capitán Nemo, que dice ser el único superviviente de la misión original y haber descubierto una fuente de energía inagotable. Haciendo uso de la misma, pretende introducirse en el agujero negro y viajar allá donde éste le traslade. Pero el Dr. Reinhardt y su ejército de robots esconden un terrible misterio que la tripulación del Palomino deberá descubrir.
Este descarado intento de capitalizar la fiebre despertada por Star Wars tan solo un par de años antes, contiene demasiados agujeros negros en su guión como para que la participación de Maximilian Schell, Anthony Perkins o Ernest Borgnine consigan mantenerlo a flote. Los diálogos son terribles y la conclusión una indigesta copia de la de 2001: Una Odisea del Espacio. Eso sí, la película ha conseguido sobrevivir en la memoria de una generación de aficionados –se está planteando el rodaje de un remake– gracias a que su realización técnica fue espectacular.
Los productores estimaron que los efectos especiales debían tener una importancia sobresaliente, así que echaron mano de una de las leyendas del estudio Disney, Peter Ellenshaw (El ladrón de Bagdad, 20.000 leguas de viaje submarino, Mary Poppins), que salió de su retiro de diez años para hacerse cargo del diseño de producción. Por otra parte, los magos de Disney trataron de alquilar a Industrial Light and Magic la cámara Dykstraflex que habían utilizado para rodar Star Wars, pero el precio que exigieron fue tan elevado que los ingenieros de la casa se pusieron manos a la obra y desarrollaron su propia cámara especial dirigida por ordenador, la A.C.E.S. (Automated Camera Effects System). Netamente superior a la de George Lucas, en aquel momento Disney se situó por delante de Industrial Light and Magic en la última tecnología cinematográfica. Su secuencia de apertura para El abismo negro tuvo el plano generado por ordenador más largo que jamás había aparecido en una película hasta el momento e incluía nada menos que 550 planos de efectos especiales.
Hay que reconocer que Disney corrió riesgos nada despreciables. En primer lugar se gastó 20 millones de dólares en la película y otros 6 millones en promocionarla, lo que la convirtió en la cinta más cara que el estudio había producido hasta la fecha. En este sentido, no le fue mal: se recaudaron 36 millones solamente en Estados Unidos y consiguió situarse como la decimotercera película más taquillera del año.
En otro orden de cosas, los ejecutivos de Disney decidieron adentrarse en territorios antes vedados para la compañía y que probablemente su padre fundador nunca hubiera aceptado. Se trata de una película con un claro toque de terror y un tono oscuro en sus personajes, desarrollo y final.
De hecho, fue la primera película Disney que no recibió la calificación de “para todos los públicos” debido al lenguaje utilizado y un asesinato un tanto truculento. Se intentaron introducir también temas más adultos de tipo filosófico o religioso (el experimento dio como resultado la creación por parte de Disney de otras dos productoras, Touchstone Pictures y Hollywood Pictures, que se encargaron de películas cuyo enfoque adulto no tenían cabida en el sello “Disney”). Es una lástima que el guión no estuviera a la altura y que el director, Gary Nelson, tratara infructuosamente de mover a unos personajes desesperadamente aburridos y planos.
¿A quién se puede recomendar, entonces, El abismo negro? Bueno, quizá a aquellos aficionados a la ciencia-ficción de culto que tengan paciencia con la inconsistente historia y consigan disfrutar con un espectáculo visual conseguido a base de un cuidado diseño de producción –magnífica nave construida a base de cristal y acero, como si se tratase de un rascacielos–, unos excepcionales efectos especiales de la vieja escuela que han resistido el paso del tiempo incluso en la era de los efectos digitales –destaca ese enorme meteorito incandescente destrozando parte de la nave– y una exhibición de imágenes cósmicas acompañadas de una wagneriana banda sonora –la primera con sonido digital– compuesta por John Barry. En definitiva, un ejemplo de cómo el arte se sobrepone a la historia.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.