Yo era un mocito veinteañero cuando Marshall McLuhan dijo aquello de que el medio es el mensaje, lo cual se popularizó en una suerte de tautología amable: el mensaje está en el medio. Dicho con más precisión: porque no está en los extremos, ni en el emisor ni en el receptor sino en el medio, en el justo medio donde se dice lo que se dice.
Otros fueron mocitos cuando yo y mis contemporáneos ya no lo éramos, cuando Baudrillard dijo que el mundo posmoderno no era real, irreal ni surreal sino hiperreal. No lo conocemos porque nos lleva al éxtasis, algo que está más allá del conocimiento. Es mejor porque lo supera y es peor porque no admite ser penetrado, o sea que tiene una especie de blindaje sacro, como las palabras de un ensalmo o un encantamiento. No deja de ser eficaz, vaya que no.
Tampoco son ineficaces los conjuros de las indias panameñas que facilitan el parto. Baudrillard llegó a conclusiones similares: la guerra de Irak nunca ocurrió simplemente porque ocurren las cosas reales, irreales o surreales, pero no las hiperreales. Pasan de largo por una pantalla de televisión. Simplemente eso. Y, en pleno salón, sobre un mueble de Ikea y vaso con bourbon en mano, caemos en éxtasis. Esto es: el alma se escinde del cuerpo, el cuerpo resta inane en el sillón y el alma huye hacia la pantalla.
No quito ni pongo nada de las recetas para ambas mocedades. Simplemente, constato que se trata de un remaquillaje de una verdad antigua, tan antigua que se ha vuelto clásica y tiene una clase muy definida, por lo cual admite sinónimos. Esa categoría es la retórica, el arte de persuadir. Consiste en elegir el medio apropiado al mensaje para que resulte verosímil o sea que parezca verdad aunque no lo sea, porque necesitamos actuar en nombre de algunas verdades y luego ya veremos si eran erróneas o correctas.
En todo caso, lo importante es que funcionen como verdades, lo que Ortega llamaría creencias, diferenciándolas de las meras ideas. El pintor de la cueva de Altamira eligió representar a un bisonte y darle un color que un español denominaría butano y un argentino, tango. Qué valor suasorio tendrían para sus compañeros de cueva no lo sabemos y quizá no lo sabremos nunca. Pero que era un mocito que sabía elegir el medio del mensaje y la hiperrealidad de aquel animal que sólo existía en el muro de una caverna, de eso me permito estar persuadido. Soy víctima de la retórica, demandante de la retórica, gozoso receptor de retóricas. Un animal retórico como el pintor de Altamira.
Imagen superior: Marshall Mac Luhan
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