Soy nativo de Buenos Aires, ciudad donde no existe el toreo. Nunca he asistido a una corrida. Las únicas que recuerdo las he visto por televisión. Conocí la plaza de toros de Ronda como joya arquitectónica dieciochesca y las Ventas madrileña porque asistí a funciones de ópera. Dicho todo esto, desde mi ignorancia voy a divagar sobre los toros.
Tengo amigos taurófilos y, contra todo tópico, son cosmopolitas y aman a Beethoven, la pintura flamenca del Seiscientos y las películas de Visconti. No tienen nada de castizo. Ellas no llevan jamás mantilla ni teja, ellos jamás se cubren con una boina. He conocido a un comunista sevillano, costalero de Semana Santa, correctamente ateo pero –según me explicó– “la antropología es la antropología” y me adoctrinó acerca de cómo llegar a ser español repitiendo las costumbres de los españoles.
Esto último es verdad y, a fuer de simple, merece cavilación. La vida es, en inmensa medida, acostumbramiento. Nos habituamos a crecer, a envejecer, a aceptar la muerte, a temer al dolor y buscar el placer y suma que sigue. Sin embargo, desde la distancia reflexiva, los casticismos españoles me siguen pareciendo curiosidades para turistas. Tras más de cuarenta años de vida española, de turista no me queda nada. En eso he vivido un proceso de habituación donde los espadas, los picadores y los costaleros no entran.
Disfruto de los paseíllos y las suertes de capa. Me repugnan la pica, las banderillas, las estocadas y la agonía del animal. No puedo evitar la foto de mi abuelo materno, que fue matarife en los corrales porteños de Mataderos, tan tranquilo y enfundado en un delantal manchado de sangre. Más de una vez he pensado esta asociación y hallado en ella una clave para mi ausencia de curiosidad por la fiesta nacional.
Como tantos visitantes, miro los toros como un espectáculo, sin entender que no lo son. En efecto, el espectáculo consiste en un montaje de apariencias. Su fuego no quema, su sangre es anilina, su dolor es fingido, sus orgasmos con de aparato pero no de aparato genital sino teatral. En cambio, en los toros hay lo que en la jerga correspondiente se llaman las muertes. Y lo que de ellas y de Ella, la Muerte, no es una ficción sino una realidad. Cercana, tangible, olfateable, aleatoria. El toro puede ser indultado y el torero puede morir en el ruedo. Las heridas, las sangre, los estertores, la asfixia final, todo eso es de veras, único y decisivo como la muerte ha de serlo. Ahí el aficionado no mira el espectáculo sino que comulga con la aparición del final de la vida. Incluso, con el suspense que ningún taurófilo admite pero que resulta inevitable: la muerte del torero en el coso o en la enfermería. Bajo su traje de luces, tan ceremonioso y hasta diría que litúrgico, late un cuerpo en peligro que se juega la vida.
Lo admito: no acabaré de nacionalizarme mientras no entienda el toreo como comunión tanática (por favor, no leer fanática) y no como baile, acrobacia y charanga. Mientras no lo despegue de sus connotaciones políticas arcaizantes y reaccionarias porque, al contrario, concita a gente de toda y diversa ideología. Y porque siempre recuerdo lo que mi paisano Domingo Sarmiento, defensor de la civilización, escribió acerca de una corrida madrileña de 1848: “Sólo un bárbaro puede entender la bárbara belleza de los toros.”
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