La editorial Espasa Calpe encargó a Joaquín del Valle-Inclán y a Manuel Alberca la redacción de una biografía de Ramón del Valle-Inclán. El primero es nieto del escritor y el segundo, un estudioso de la literatura autorreferente: memorias, diarios, la hoy llamada autoficción (autobiografía bajo las especies de una novela). El uno recogería la documentación y el otro se encargaría de ordenarla y redactar el texto definitivo.
La tarea progresó hasta un punto en que los coautores disintieron y la interrumpieron. Un aparente fracaso que, como consecuencia, produjo un feliz efecto. Se escribieron dos biografías de don Ramón, acaso complementarias entre sí.
Más allá de la anécdota, el hecho es que se enfrentaron dos criterios biográficos distintos e incompatibles: el modelo denominado científico, de orientación anglosajona, y el literario, de inspiración francesa. La cuestión es importante, justamente, por sus resultados. En efecto, si una biografía es de sesgo científico, tiene como meta llegar a la objetividad límpida, a la narración vital exacta y definitiva, tal como ocurre en una pesquisa dominada por la ciencia. En el otro extremo, las biografías de una misma persona pueden ser divergentes pero igualmente válidas.
En este campo, desde luego, la documentación es esencial y no cabe adulterarla, censurarla, deformarla o suprimirla, aunque más no sea parcialmente. No obstante, retorna la sugestión hecha en su momento por Ortega y Gasset: la vida del otro es siempre un arcano al que es factible aproximarse pero no agotarlo. El misterio no se puede abordar.
La biografía “científica” puede convertirse en una ordenada exposición de noticias con base documental y corre el riesgo de transformarse en un archivo. La “literaria” sufre el peligro opuesto: devenir una obra de fantasía, una novela con excusas documentarias, según pasa con las llamadas novelas históricas.
Bien pero ¿cómo saber si se dispone de todos los documentos inherentes a un individuo? ¿Dónde se ponen o aceptan los límites del espacio probatorio? En el caso de Valle-Inclán, el personaje forjado por su persona se desliza fácilmente hacia la fantasía y la mitomanía. Vivió la época modernista, poblada de sujetos que armaban un personaje de índole escénica, abundante en disfraces, maquillajes, desapariciones entre cajas y aventuras, ellas sí, novelescas: Oscar Wilde, Gabriele D’Annunzio, Jois-Karl Huysmans. No es erróneo, entonces, que el biógrafo siga al biografiado y tenga en cuenta su vestuario y sus invenciones. Es decir que, de modo inevitable, ha de actuar como un novelista.
En la vida de cualquiera de nosotros, nuestros sueños, deseos evidentes o recónditos, memorias fieles o caprichosas, forman parte de nuestra existencia. La mayoría de los eventos que efectivamente vivimos, desaparece en el olvido, de modo irrecuperable. ¿Cómo actuar en los espacios huecos que hay entre un documento y otro? La respuesta no puede darse en abstracto. Manos a la obra, el escritor acaba siendo, sin más, un escritor, alguien que intenta seguir el rastro del arcano por medio de las palabras. No son omniscientes pero no contamos sino con ellas.
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