Dalí fue enterrado en su museo de Figueras, un antiguo teatro decimonónico, junto a un enorme telón que él diseñara para un ballet del marqués de Cuevas. Su última aparición en público tuvo, pues, el mismo carácter histriónico que la mayor parte de sus actitudes visibles.
En ese espacio escénico, Dalí puso ante las candilejas al personaje Dalí, tal vez su defensor fóbico ante las paranoias habituales en cualquier ser humano. En su caso, la variante personal fue que el personaje Dalí se convirtió en el perseguidor del otro Dalí, obligándolo a pintar y a dibujar para mayor gloria del amo y mayor gloria del siervo a través del amo.
Una módica dosis de freudismo no viene mal a propósito del gran artista ampurdanés. Recordemos su roce con el surrealismo, tan impregnado de psicoanalisis (no de psicoanalistas, ruego evitar rápidas identificaciones) y olvidemos alguna incursión en el freudismo de Hollywood, como la pesadilla del film Remember, una errancia de Hitchcock por un terreno que debió vedarse, la psicología.
Dalí, ávido de dinero, tuvo, en un primer gesto, la típica actitud oral del niño hambriento, que no acaba de saciarse y quiere deglutir todo el alimento del mundo. Pero hay un segundo gesto, de comedor ahíto que evacua sus intestinos explosivamente. Es el Dalí pródigo que pinta de modo volcánico y también el Dalí escenográfico que, literal y quevedescamente, se caga en los demás.
Entre los demás está su Dalí íntimo y oculto, claro. Hay cierta sabiduría en este par excremento-saber. El mismo don Salvador la resumió en la imagen de André Breton llegando a su casa en Port Lligat con un búho de mierda en la cabeza (sic). El animal que emblematiza el saber, la penumbrosa reflexión a la hora en que el sol cae y la ciudad calla, aparecía tallado en sustancia de heces.
El surrealismo, y en general, todas las nocturnas exploraciones por las sombras infernales del hombre, cuyo escenario pueden ser los laberintos de la ciencia intestinal, hacen de la oscura productividad del cuerpo un modo de acceso al conocimiento.
Sueño de cuerpos dormidos, agitación de cuerpos amantes, espasmos de cuerpos evacuantes, son gestos coreográficos del yo fantástico que enseñan, a partir de actitudes. Algo de ello hay en las figuraciones de Dalí. Y no olvidemos que las fiestas con estallidos de tripas han sido fiestas libertarias, de jerarquías derogadas y roles invertidos, como Mijail Bajtín se ha ocupado de mostrar en sus lúcidos estudios sobre el Carnaval y las fábulas carnavalescas.
Disfraz, delirios oníricos, explosiones anales van juntas en la imaginería de Dalí. Se diría que ha hallado una cierta lógica del delirio y en ello es un buen surrealista y, en segundo término, un buen freudiano. Y, por fin, un excelente romántico. Pero ¿cómo conciliar este tinglado libertario con el éxito mundano? Tal vez por el mismo guiño que ensayó, en la generación anterior, un pintor como Boldini.
Retratista del gratin, de duquesas y banqueros, idealizador de sus modelos, Boldini hizo una pintura de caricias visuales que tenían una excelente cotización. Pero, en alguna zona de sus cuadros hay siempre una ambigüedad impresionista, una caída de párpados para el conocedor, como diciendo “Tú me entiendes ¿no?” Y bien: Dalí hizo algo similar convocando en sus cuadros, con mano magistral, una multitud de citas de la historia de la pintura. De allí que su costado visionario, una vez pasado por la Academia, se vista de fiesta y se presente en sociedad. Su carácter festivo, por añadidura, es de un sesgo contrarreformista, católico y barroco, de una liturgia suntuosa y funeraria.
Quizá valga Ia pena asociarlo con Luis Buñuel, su compañero de generación y de tareas. Ambos son, por el lado blasfemo, católicos españoles del siglo XVII, si se los mira sensiblemente. No hay Dalí ni Buñuel sin Churriguera, sin Tiepolo, sin Salzillo, sin la sensualidad del castigo público, del incienso y de la coruscante y andrógina vestimenta sacerdotal católica de la España calderoniana.
Dalí y Buñuel montan algo así como autos sacramentales con teoremas teológicos heretizantes. El guiño de Dalí es, pues, también, de carácter litúrgico. Llama en sus telas a la “pintura bien hecha”, institucional, de los últimos siglos.
Sus espejos son velazqueños, su Angelus es el de Millet, su Cristo es el de Goya en clave de escorzo, en tanto hace desfilar un puerto de Claude Lorrain, un cielo de Giacchinto, unas ruinas del Cuatrocientos italiano, un rostro de doble lectura a la manera de Arcimboldo, etc.
Su pintura es, en este sentido, también, un acto carnavalesco: es una pintura disfrazada de Pintura. Apela a la desjerarquización nocturna del ensueño y a la jerarquización diurna de las autoridades en la materia. Por ello, seguramente, hay que agradecerle su devoción por el “buen pintar”, en un siglo que ha derogado la virtud del artesano humanista, el que gastara largos años de aprendizaje para realizar un retrato magistral.
Con uno bastaba: Leonardo se pasó la vida difundiendo un mismo rostro sobre cuerpos variables. Por no ser menos, Dalí tuvo su Leda, su Gran Bañista, su Madonna levitante.
Un museo particular tamaño teatro doméstico, que ha obtenido, al fin, su pieza maestra: su cadáver embalsamado en un foyer teatral. La ausencia anecdótica de Dalí quitará escándalo y vulgaridad de folletín al personaje daliniano. Nos dejará a solas con su pintura, lo cual es bastante y es legítimo. Frecuentarla será como entrar en un teatro vacío, obligándonos a asumir los dos papeles simultáneos que él representó: el actor y su público, separados y vinculados en una bella escenografía pintada por Salvador Dalí.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.