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«Crónicas de la Primera Guerra Mundial», de Rudyard Kipling

A veces, la figura de un escritor queda tan deformada por las simplificaciones que sus clichés pueden volar por sí solos. En estos tiempos, construir un prejuicio ‒aunque sea con un puñado de errores en el bolsillo‒ merece más aplausos que la sutileza. De ahí que la figura de Rudyard Kipling, como bien saben, haya acabado comprimida por las vigas de cemento del imperialismo británico. Ya saben: paternalismo colonial, casacas rojas y pólvora negra en el cañón de un Martini-Henry.

Es fácil discutir con la memoria de Kipling. Aunque como escritor fue un genio, su vida pública estuvo dominada por matices e impulsos que hoy horrorizan a los profetas de la corrección política. Esa antipatía, para qué negarlo, se incrementará entre quienes decidan interpretar desde la ética tuitera ‒pura arrogancia en 140 caracteres‒ textos propagandísticos tan ceñidos a su tiempo y lugar como The New Army in Training (1915), France at War (1915), The Fringes of the Fleet (1915), The War in the Mountains (1917), Sea Warfare (1916) y The Eyes of Asia (1918).

Esa vinculación suya a la causa de Albión en la Gran Guerra puede resumirse en alguno de sus versos más febriles («For all we have and are, / For all our children’s fate, / Stand up and take the war, / The Hun is at the gate!»), pero es en piezas como las aquí mencionadas donde mejor se transmite.

Con un espléndido prólogo de Ignacio Peyró y primorosamente traducidas por Amelia Pérez de Villar, leemos ahora en español dos de esas obras: las citadas France at War y The War in the Mountains. En estas páginas, vibrantes como una arenga, Kipling deja claro quién es el enemigo ‒»Los franceses son menos desconfiados que nosotros en cuanto a las atrocidades cometidas por los boches«‒ y explica por qué los oficiales ordenan cargar, una y otra vez, contra sus filas.

Desde el punto de vista narrativo, el libro es muy emocionante. Pero quizá su virtud esencial consiste en mostrarnos a Kipling sin cortinajes literarios, empeñado en un esfuerzo patriótico por el que pagó, no lo olvidemos, un altísimo precio: la muerte de su hijo John, desaparecido en aquellas trincheras en las que se desangró lo mejor de la juventud inglesa.

Ahí, en ese contexto, cabe toda la desesperación del escritor. John, casi un muchacho, era tremendamente miope y no hubiera tenido que lucir el uniforme. Hoy sabemos que Kipling se reunió con Frederick Sleigh Roberts, primer conde Roberts de Kandahar, para conseguir, por encima del reglamento, que su hijo pudiera alistarse en el segundo batallón de los Irish Guards. El resto de la historia se resume en dos esquelas. Ni Roberts ni el joven Kipling sobrevivieron a aquella contienda atroz.

En definitiva, es aquí, en estas crónicas, donde la guerra proyecta su mirada. Aunque Kipling apela al heroísmo y a la entrega épica más allá del deber, lo que hoy emerge de esta lectura es el propio espíritu del escritor: su amor por el Imperio, su respeto infinito por los valores castrenses y un entusiasmo bélico que, en la vida real, le conduciría a la desolación más insoportable. La que experimentó cuando se vio obligado a buscar por Europa el cadáver de su propio heredero.

Sinopsis

La Gran Guerra nació para terminar con todas las guerras, pero pronto supuso para Gran Bretaña una experiencia de la muerte y del sacrificio de toda una generación de británicos, que no tardaría en mover los resortes de la incredulidad y el desaliento. Para combatirlos y a instancias del Buró de Propaganda de Guerra, Rudyard Kipling, de acuerdo con ese «sentido de la responsabilidad» que vertebró siempre su presencia pública, se comprometió en la lucha en defensa del Reino Unido, los aliados y el Imperio en pro de la Humanidad, frente a un enemigo alemán «separado ya de la hermandad de los hombres».

El escritor destinó los recursos de su talento y de su fama a apuntalar la moral en el frente doméstico; y en paralelo, el Gobierno británico tampoco dudó en solicitar su concurso para influir sobre las opiniones públicas del mundo, las de los países neutrales, y muy especialmente la de Estados Unidos.

Tanto Francia en guerra (1915) como La guerra en las montañas (1917), sus crónicas publicadas por entregas en el Daily Telegraph y en la prensa norteamericana, responden con obediencia al propósito de la Administración británica, y comparten el mismo fondo: la visión del campo de batalla como «la frontera de la civilización» que separa a «alemanes y seres humanos». La efectividad del celo propagandístico de Kipling fue indiscutible, aunque no deja de suscitar importantes interrogantes de fondo sobre las relaciones entre literatura y propaganda.

De esta manera, Kipling no sólo cosifica y demoniza al enemigo común, alentando el odio, sino que subraya la altura histórica de la misión conjunta de los Aliados, erradicar a «los bárbaros», y su obligada unidad ante una Alemania «que nos ha enseñado lo que es el Mal».

Para Ignacio Peyró, en estas páginas Kipling se nos revela en toda su soltura, dueño de una economía de palabras tan milagrosa como hábil para mover los corazones, y aquí vertida con todo tino, por primera vez, al español gracias a los buenos oficios de Amelia Pérez de Villar.

Rudyard Kipling (Bombay, 1865-Londres, 1936) fue escritor de relatos, poeta y novelista. En su temprana niñez, vivió en Bombay, pero su familia, contraria a que se educase en las colonias, decidió internarlo en un instituto en Londres. De regreso a Lahore, trabajó como periodista. Viajó por Asia y Estados Unidos, donde posteriormente vivió durante un breve período. Finalmente se estableció en Inglaterra. Kipling ha sido el último poeta de masas en Inglaterra, no ha habido otro escritor más leído hasta J. K. Rowling, y gozó de una fama sin interrupciones desde que –con 22 años– se declarara abierto el «Kipling furore» con El hombre que pudo reinar. Conseguir en 1907 el Nobel más temprano de la Historia –y el primero en inglés– también sería útil para depararle tantas admiraciones como envidias. Su fama como escritor le llegó por sus obras sobre soldados, lo que para el Gobierno británico hacía de este «enamorado de la soldadesca» el candidato ideal como corresponsal de guerra en las trincheras del frente francés, en 1915, y en las montañas alpinas del frente italiano en 1917. El periodismo propagandístico de Kipling estaba destinado a tener la mayor repercusión en su tiempo y a permanecer con el mayor simbolismo en nuestros días. Kipling intuyó pronto que la guerra se luchaba en muy diversos campos de batalla, y en el de la comunicación apenas iba a tener rival.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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